La gata Liz Taylor

La gata Liz Taylor

Pocos autores han conseguido estremecerme al punto que Tennessee Williams. Su lenguaje adusto, cortante, y sus situaciones desapacibles siempre me han parecido de una humanidad tal que, ante ellos, no he podido más que sucumbir y permitirle atormentarme.

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Pocos autores han conseguido estremecerme al punto que Tennessee Williams. Su lenguaje adusto, cortante, y sus situaciones desapacibles siempre me han parecido de una humanidad tal que, ante ellos, no he podido más que sucumbir y permitirle atormentarme. Sus piezas teatrales son de una dureza que no entiende de contemplaciones y mi afán lector (y también cinematográfico), muy dado a la revelación sin paños calientes, ha seguido insistiendo por la senda del ahondamiento y la consternación. Algo malsano debe haber en ello, no lo niego. Me juré no ver nunca la cinta Un tranvía llamado deseo tras leer la obra de Williams, y todavía me cuesta observar a Marlon Brando encarnar el papel de Stanley Kowalski; ni qué decir tiene que el personaje de Blanche DuBois, imperecedera Vivien Leigh, es uno de los hallazgos más desgarradores de la historia del teatro primero, y de la cinematografía después.

De entre todos los animales heridos, estropeados, apocados y maltrechos de la estilográfica de Williams (permítanme dejar para otro día a Laura Wingfield de El zoo de cristal), ninguno ha alcanzado las cotas de Margaret "Maggie" de La gata sobre el tejado de zinc caliente. Y lo es no porque la obra obtuviera un Pulitzer en 1955, que también, sino porque una soberbia Elizabeth Taylor se enfrenta en la gran pantalla a uno de los papeles más portentosos de su carrera.

Habrá quien todavía no haya visto esta película de Richard Brooks de 1958; habrá quien todavía no se haya embelesado con las interpretaciones de Taylor y Newman y quien piense, inocentemente, que ni el tema ni la ambientación ni la interpretación son de su gusto. A todos ellos un ruego: véanla. Yo les explico por qué. Hace años, cuando la adolescencia permite encadenar película tras película a altas horas de la madrugada, en un canal internacional encontré por casualidad la felina mirada de la Gata, una mirada que absorbió mi atención y con ella el sueño. Aquella figura era la encarnación del lamento, con su expresión al tiempo centrada y perdida, mirando de reojo a un Paul Newman espectacular en su papel Brick, un marido tenebroso e hiriente, pusilánime ante su padre pero implacable ante su mujer. La joven, con tanto amor como inflexibilidad, era honesta en sus sentimientos y en sus peticiones, exponiendo en un sur agotador querer concebir un hijo con él.

Cinco años desde que perdimos a Taylor, Maggie o Bessie Mae, aquella gata que un día, atravesando los tejados de zinc caliente, nos enseñó que nunca es tarde para vivir la vida siendo como uno es.

En el transcurso de una sofocante noche, Maggie debe asumir infinitos escollos desde una dignidad casi solemne, enfrentándose a una familia política hostil e hipócrita que recurre a los golpes bajos como carta de presentación. Con estoicismo y, quizá, demasiado amor, Maggie vulnera toda convención para conseguir su propósito y sacar del ostracismo a Mike, un hombre enfermo de rencor y alcoholismo. La incomodidad, el pudor, la extraordinaria belleza física de ambos protagonistas y el calor, el inmenso calor que transmite a través de sus poco más de cien minutos de metraje, son dignos de la obra de Williams. Y todo gracias al arrojo de Taylor, una mujer dispuesta, como la Gata, a hacerse con un papel difícil e ingrato en el que sufre de más y se le hace de menos, con una jauría convertida en familia política dispuesta a arrancarle las garras y afilarse con ellas sus uñas. Una actuación que no le valió el Oscar pero que demostró su grandeza como actriz, al perder a su marido durante el rodaje y, a pesar de ello, entregar todo el rigor que un personaje como el de Maggie requería.

También con Liz Taylor se rodará, para engrandecimiento de la obra de Tennessee Williams, De repente, el último verano (1959), cinta con una Taylor más amedrentada y sacudida ante el torbellino interpretativo que siempre será Katharine Hepburn. Dirigida por Joseph L. Mankiewicz, en el reparto también destaca Montgomery Clift, eterno amigo y cómplice de Taylor (a quien apodó "Bessie Mae") y con quien rodaría hasta tres películas. De ella diría Clift admirar su inmensa confianza en sí misma, su capacidad de adaptación -heredada de los años en que fue niña prodigio-, y su extremada inteligencia, las cuales le hicieron pasar por la vida siendo ella misma, sin perder un ápice de autenticidad.

Si saco a colación a esta inmensa actriz ahora, es porque el pasado 24 de marzo se cumplió un lustro de su desaparición. Cinco años desde que perdimos a Taylor, Maggie o Bessie Mae, aquella gata que un día, atravesando los tejados de zinc caliente, nos enseñó que nunca es tarde para vivir la vida siendo como uno es.