Un ángel disfrazado

Un ángel disfrazado

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De entre los rincones del planeta en los que es aconsejable perderse, existe uno que es de mi especial predilección, la librería Shakespeare & Co, en pleno corazón del Barrio Latino de París. Este enclave no es únicamente literario sino también cinéfilo, obligado para todo aquel que guste del séptimo arte; quienes admiren a Richard Linklater y su película Antes del atardecer (2004) se estremecerán al evocarlo.

Situada en la 37 rue de la Bûcherie del distrito quinto, en ella me siento en casa, como si parte de mí misma hubiera conocido el lugar mucho antes de haberlo visitado. Su ubicación actual no es la originaria de la librería de Sylvia Beach, lugar de encuentro para la intelectualidad de la Generación perdida, aquella que tan magistralmente retrató Woody Allen en su Midnight in Paris (2012). Primera en editar el Ulises de Joyce, en ella la presencia de Hemingway, de Scott Fitzgerald, de Stein o de Pound era constante, un ambiente que llegó a ser retratado por el propio Hemingway en su París era una fiesta (1964) o en su título original A Moveable Feast.

En la nueva librería también se dieron cita los más importantes autores de la segunda mitad del siglo XX, con Samuel Beckett a la cabeza, capitaneados por un George Whitman que decidió hacer de Shakespeare & Co., un faro para todo aquel que anhelase letras, espíritu y emoción. "No seas hostil a los extraños, quizá sean ángeles disfrazados", reza la famosa cita de W. B. Yeats sobre un quicio sin puerta, en un intento por mostrar cómo los seres humanos somos más de lo que aparentamos, siempre dispuestos a sorprender a nuestro interlocutor, por muy perceptivo que este se crea.

Lejos de París, muy lejos, me encuentro en otra puerta, la de un cine. Es febrero, hace frío y en el interior del local no parece haber nadie. Había concertado una cita con antelación a causa de un documental que, por aquel entonces, estaba finalizando. En aquella calle amanecida del centro de Madrid no pasaba un alma, la ventisca era indomable.

La mujer del cine, que actuaba con total delicadeza para no entorpecer mi labor, mientras yo entorpecía la suya, también salía adelante haciendo lo que podía, creyéndose, como todos los ángeles disfrazados, invisible.

Con la cámara, el trípode, varios bultos del equipo, el frío y el viento, la energía se me escapaba a cada instante. Los pocos viandantes que me cruzaban se quedaban sorprendidos por la intensidad de mis llamadas, una intensidad que atenuaba con creces el grosor de las puertas. De repente, una mujer aparece en el interior del pasillo, es la limpiadora del local. Observa mis aspavientos, mira a su alrededor y, en un gesto de humildad, se autoseñala preguntándose si es a ella a quien me dirijo. Le hago saber que sí, que por favor me abra, que es la única que puede ayudarme. Se desplaza con premura y desbloquea el pesado vidrio, mientras le explico mi situación. Solo necesito grabar unas imágenes, nada más. Vuelve a cerrar la puerta, entra en el cine.

Tras unos minutos reaparece con la noticia de que nadie se lo había indicado, que solo está con el encargado. Le ruego que pregunte si me permite entrar, a lo que interpela: "pero qué puedo hacer yo, si solo soy la limpiadora de un cine". Aquella expresión me rompe por dentro. En ebullición, le expongo que todos tenemos importancia, que es un ser humano frente a otro, que no hay gradientes. En ese momento olvido el documental y no siento frío, hace hasta el calor. Vuelve a entrar a hablar con el encargado y, en dos minutos, consigue que me den permiso para grabar. Ella sola, tan valiente.

En medio del cine, mi equipo y su carrito se hacen compañía. Pasa silenciosa, procurando que sus pasos no molesten, que ella en su conjunto no moleste. Me duele su modestia. Recuerdo entonces a Lucia Berlin y su Manual para mujeres de la limpieza. La autora, profesora universitaria, figura de excepción, dotada como pocos autores para el realismo descarnado, nada huidizo y potente en todos los sentidos, también se dedicó a la limpieza para salir adelante. Sin remilgos ni complejos, una de las artistas mejor preparadas y más expresivas de la literatura compaginó la escritura con trabajos como el de limpiadora, tarea que acometió con total dignidad, sabiendo que hacía lo que consideraba oportuno.

Al igual que ella, la mujer del cine, que actuaba con total delicadeza para no entorpecer mi labor, mientras yo entorpecía la suya, también salía adelante haciendo lo que podía. Y lo hacía con pudor y encogimiento, creyéndose, como todos los ángeles disfrazados, invisible. Pensé en Yeats, pensé en París, todo ello fusionado en una sola persona. Fue gracias a ella que pude incorporar al montaje final unas imágenes que necesitaba y que además quería. Aquella mujer, aquel ser humano con inmensa valía, que nunca sabrá lo mucho que ayudó a esta desconocida.