Anna y las pajaritas

Anna y las pajaritas

Carlos Saura, el aragonés vivo más ilustre, recibió en Huesca el premio Luis Buñuel del festival de cine. Lleva casi 50 años entre los grandes de la cultura europea. Mientras guía a su hija por la Huesca de sus primeros años, evoca el día que acompañó a Chaplin por el Londres de su niñez.

GTRES

Cuando Anna Saura nació, en diciembre de 1994, su padre, a punto de cumplir los 63, ya estaba en la historia. Llevaba casi 30 años entre los grandes de la cultura europea, una condición que mantendría ahora aunque entonces se hubiera retirado. También por eso es una maravilla que, en estos últimos 20 años, Carlos Saura no haya parado de demostrar su talento. Carlos tiene siete hijos, de varias generaciones. El mayor, Carlos, nació en 1958. Anna es la única chica. Su madre es la actriz Eulalia -Lali- Ramón. El fin de semana pasado Anna acompañó a su padre a Huesca. El Festival de Cine que, desde esta edición, dirige Jesús Bosque le entregaba el premio Luis Buñuel y Anna no se lo quiso perder. La única vez que había estado en Huesca era muy pequeña y, encima, por una lesión en el pie, apenas se pudo mover.

Nunca es fácil ser hijo de pero Anna es una de las mejores hijas de que conozco. La llamativa diferencia de edad no supone ninguna pega para que Anna sea una gran cómplice de su padre. La mezcla de afecto, admiración y humor es la clave para que cualquier relación merezca la pena y Carlos y Anna juegan a discutir y a reírse el uno del otro. Carlos no presume de sí mismo pero sí lo hace de su hija, que acaba de terminar con sobresalientes y matrículas de honor el segundo curso de Periodismo y Publicidad.

En Huesca Anna quiso acercarse al lugar exacto en el que su padre vino al mundo y allá que fuimos. Carlos nació en 1932 en el número 2 de la calle Padre Huesca, en el segundo piso de un edificio que hace esquina con el Coso y que ahora aparece deshabitado y descuidado. Antonio, el padre de Carlos, murciano, era Inspector de Hacienda y su trabajo le llevó a Huesca. Allí se casó con la pianista Fermina Atarés y en la ciudad nacieron María Pilar, Antonio y Carlos. La familia pasó la Guerra Civil en zona republicana, en Madrid, Barcelona y Valencia. Algunos de los primeros sonidos que recuerda Carlos son el piano de su madre y los bombardeos de la aviación. Al terminar la guerra Carlos volvió a Huesca para vivir con su abuela y sus tías entre 1939 y 1943, desde sus siete hasta sus once años. El otro día Carlos nos condujo hasta el lugar donde estaba el Colegio San Viator en el que estudió y jugó al baloncesto. Ese edificio, el Palacio de Villahermosa, es ahora la sede de un centro cultural de la Obra Social de IberCaja. Desde 1943 vivió con su familia en Madrid pero volvían a Huesca con frecuencia. Su madre estaba obsesionada con Huesca. Nunca se acabó de adaptar a Madrid. Uno de los viajes lo hicieron para traer a Huesca las cenizas de la madre de su madre en el coche que conducía Carlos. Pararon en un bar de Calatayud y su madre le dijo: "Ojo no se nos olviden aquí las cenizas de la abuela". La prima Angélica, que cumple ahora 40 años, está inspirada en ese viaje.

Anna descubre otro de los lugares favoritos de su padre, el parque Miguel Servet, en el que jugaba con sus amigos al secuestrado. Carlos quiere que su hija vea la joya del parque, Las pajaritas de Ramón Acín, una escultura por la que también sentía debilidad su hermano mayor, el escultor y pintor Antonio. Anna se queda paralizada al conocer un episodio infame de aquel disparate insuperable que conocemos como Guerra Civil. Ramón Acín era anarquista y, al estallar la guerra, se refugió en un escondite dentro de su propia casa, en la que vivía con su mujer Conchita y sus hijas Katia y Sol. Un policía se presentó en la casa alertado por un vecino y comenzó a torturar a Conchita para provocar que Ramón saliera de su guarida. Entonces, el artista se entregó. Pero los falangistas, conocidos suyos de Huesca, los fusilaron a los dos.

Mientras guía a su hija por la Huesca de sus primeros años, Carlos evoca el día que acompañó a Charles Chaplin por el Londres de su niñez. El hambre y las miserias que padeció Chaplin explicaban muchos detalles de su vida. Siempre que Carlos iba a casa de Chaplin -el padre de Geraldine, su pareja durante 14 años- su mujer Oona O'Neill proyectaba alguna de las películas de su marido: Chaplin se retorcía de risa contemplándose a sí mismo, como si, en sus últimos años, aún aspirara a vengarse de la tristeza que destrozó su infancia. Carlos recuerda divertido cómo, en los primeros tiempos de su relación con Geraldine, cuando todavía él no era nadie en Europa, un periódico francés publicó este titular: "Geraldine Chaplin tiene un romance con un playboy español".

Del cuello de Carlos cuelga una de las más de 600 cámaras de fotos que colecciona desde crío. Es incapaz de dejar de hacer fotos, como casi todo el mundo ahora. Pero casi nadie tiene su arte. Muchos de sus paisanos, al verle por las calles de Huesca, le piden que se haga una foto con ellos. Carlos es un tipo muy cálido pero se niega a sonreír cuando posa para un retrato. Él sostiene que las sonrisas falsean las fotos porque responden a la pretensión de la gente de maquillar su verdadera cara. Carlos lleva dos relojes. Uno, el de la muñeca izquierda, es un Rolex muy valioso que le regaló Antonio Gades en el rodaje de Bodas de sangre. El otro, el de la derecha, es un Casio negro muy sencillo. Él dice que no se quita el Casio porque del Rolex no se acaba de fiar.

Carlos está lleno de proyectos. Uno que le hace una ilusión muy especial es su película sobre la jota, a la que hace tiempo que le da vueltas con Miguel Ángel Berna. Pero le está resultando muy complicado sacarla adelante. Carlos ha realizado extraordinarios largometrajes sobre las sevillanas, el flamenco, el fado o el tango que han dado la vuelta al mundo y, ahora mismo, le reclaman en Argentina y en Rajastán (India) para que inmortalice sus músicas. La jota vive un gran momento: ha sido declarada Bien de Interés Cultural y su popularidad y su proyección mediática están en lo más alto. Pero le falta un punto de prestigio y un cierto vuelo internacional. En los años 20 Federico García Lorca fue decisivo para que el flamenco -y, de paso la cultura española- viajara por todo el planeta y fuera considerado un arte superior. Carlos Saura es el perfecto Lorca que la jota necesita. En Aragón no podemos permitirnos el lujo de que esa película no se haga. Y, si no sale por nuestra falta de apoyo, esa será una vergüenza que nos torturará siempre.

Saura, en árabe, significa revolución. El director de Ana y los lobos mantiene un brío físico y mental casi desconcertante. Rafael Azcona contaba que, desde que cumplió 70 años, al despertarse y comprobar que seguía vivo, le entraba tal alegría que le duraba todo el día. Carlos se siente muy identificado con él. No sonríe en las fotos pero, fuera de ellas, lo hace muy a menudo. Sobre todo si Anna está tan cerca como en estos ratos de Huesca y pajaritas.

Este artículo se publicó originalmente en el diario 'Heraldo de Aragón'.