Historia de un beso

Historia de un beso

El escritor gallego Antón Castro, Premio Nacional de Periodismo Cultural, ha contribuido a que los aragoneses nos queramos mejor. Hay palabras que conviene utilizar para definir a Antón: sabiduría, delicadeza, dedicación, generosidad, lealtad, calidez, gratitud, empatía, sensibilidad, pasión.

Una noche de julio de 1987, en el restaurante El Fuelle de Zaragoza, en una cena con compañeros de El Día de Aragón, me senté muy cerca de Antón Castro. Yo tenía 25 años y él 28. No nos conocíamos. Hacía nada que Antón colaboraba en el periódico pero ya llamaba la atención. Lola Ester, José Ramón Marcuello y Plácido Díez, director entonces de El Día, le habían abierto las puertas del diario. En esa cena también estaban Roberto Miranda, Mariano Gistaín y José Antonio Ciria. Ese verano yo me había pegado a Mariano y José Antonio mientras escribían La vida en un puño, un libro sobre el boxeador Perico Fernández y, en la cena, hablamos del asunto. Me impresionó lo que Antón sabía de nuestro campeón del mundo y, sobre todo, cómo lo contaba. Ese es mi primer recuerdo de Antón. Después de cenar, nos dimos los teléfonos. Y hasta ahora.

Antón nació un día de San Roque en su casa de Arteixo. En la Laboral de La Coruña había estudiado Electrónica pero no llegó a ejercer por un motivo bastante chocante: le tenía miedo a la corriente eléctrica. Las razones por las que vivía en Zaragoza desde 1978 tampoco eran muy corrientes. Él había conocido la ciudad en un viaje de estudios en el que supo de una comuna de objetores de conciencia y, cuando le llegó el momento de esquivar la mili, vino a Zaragoza, al calor de esos objetores. Pero el responsable de que le pillara un cariño definitivo a Aragón fue un beso que, en la estación del Portillo, se dio con una estudiante de medicina, Carmen Gascón, que le había ido a despedir. Ese beso le persiguió durante el viaje a Arteixo. A los 15 días volvió a Zaragoza para reunirse con la mujer de su vida. Se casaron en 1980. En aquellos días de la Transición, Antón trabajó en la vendimia en Cariñena, pegó carteles electorales y, desde 1981, fue cajero y camarero de un bingo durante cinco años. Al tiempo, no dejaba de leer y de escribir, un par de drogas que había conocido gracias a un profesor de literatura. Me gusta imaginar a Antón en el bingo de la calle Ávila, atendiendo a los clientes mientras, a hurtadillas, leía a Cunqueiro. Antón vivió buena parte de la Zaragoza de los 80 en una sala de bingo, un lugar de lujo para un gran fotógrafo de la condición humana como es él. Si algún día recrea en un libro sus años del bingo nos vamos a llevar una gran alegría.

Antón, desde El Día y luego en El Periódico, se convirtió en una estrella del mundo cultural. Sus textos nunca eran anodinos, tenían aroma y música. A veces le llamaba por teléfono para leérselos en voz alta. Sonaban muy bien. Algunos de los hitos de Antón en estos años son, además de sus propios libros, los suplementos que ha dirigido, los encuentros literarios de Albarracín o Borradores, el programa de Aragón TV que le consagró. Antón no pasó por la universidad ni estudió periodismo pero la deuda de la cultura y el periodismo con él es inmensa. Ha enriquecido el periodismo cultural y se ha ocupado -se ocupa- con un mimo enternecedor de los creadores, cuya obra divulga, analiza y alienta con su estilo inimitable. El Premio Nacional de Periodismo Cultural que le acaban de conceder es uno de esos premios que te hacen creer en los premios.

Antón lleva en Aragón desde sus 19 años. La mayor parte del tiempo, en Zaragoza, pero también ha vivido en los pueblos de Teruel a los que le ha llevado su afán de seguir el rastro de la doctora Carmen Gascón. Antón conoce y quiere a Aragón profundamente -con esa sutil y lúcida distancia que le da el no haber crecido aquí- y ha hecho que muchos aragoneses nos miremos de otra manera y nos conozcamos y nos queramos un poco más. Antón se ha emborrachado de Aragón pero Galicia sigue en él con fuerza. Ese alboroto de influencias resulta encantador y explica algunos de los Antón que se encuentran dentro de Antón. Hay palabras que conviene utilizar para definir a Antón: sabiduría, delicadeza, dedicación, generosidad, lealtad, calidez, gratitud, empatía, sensibilidad, pasión, curiosidad y decencia intelectual son las más obvias. Pero también hay otra muy clara: exuberancia. Cinco hijos, miles de libros, miles de talentos. Los lectores de HERALDO pueden descubrir su firma en cualquier zona del diario. Antón sería capaz de escribir él solo un periódico, de cabo a rabo. Yo suelo bromear con que hay por ahí cinco o seis tipos muy brillantes que se llaman Antón Castro.

Los cinco hijos de Antón y Carmen son cosa aparte. La primera vez que entré en su casa de la calle Bretón Daniel tenía seis años y Aloma cuatro. Diego, Jorge y Sara aún no habían nacido. Daniel era tímido pero se fijaba mucho en todo y con Aloma jugábamos a insultarnos. Aloma, a sus siete años, tuvo un accidente con un kart que nos dejó temblando y Miguel Mena y yo fuimos a verla al hospital de Alcañiz, en el que le salvaron la vida. Daniel, a los once años, ya escribía críticas de libros y a los 14 venía a los bares de madrugada con los amigos de su padre. El que menos disfrutaba de los bares era el propio Antón, que debió quedar agotado de la noche en sus años del bingo. Antón suele acudir a las citas de los amigos un poco después que los demás y se marcha un poco antes. Pero en esos raticos que araña te escribe todo tipo de cosas para su HERALDO, su blog, su Facebook o su próximo libro. En las cenas de Casa Emilio a Antón le solemos pedir algunos clásicos: que cante en gallego o que recite alineaciones legendarias del Deportivo, el Barça o el Zaragoza. El fútbol es otra de sus infinitas debilidades. Fue el comisario de la Exposición del 75º aniversario del Real Zaragoza, entrenó al Garrapinillos y, tras verle jugar, Víctor Muñoz elogió su empuje como centrocampista total.

En la casa de Antón y Carmen siempre se ha reído mucho y siempre se ha respirado amor por la cultura. Antón y Carmen han hecho que sus hijos sientan que la cultura sirve para que la gente merezca la pena. Desde niños, Daniel Gascón y Aloma Rodríguez quisieron ser escritores y el poderío de su padre como escritor, muy lejos de acobardarles, les ha arropado y jaleado. Daniel escribió su primer libro con 19 años y Aloma con 23. Este 2013 está siendo todo un festival de la familia: Antón ha publicado El niño, el viento y el miedo y ha merecido el Premio Nacional; Aloma, con Solo si te mueves, fue distinguida como Nuevo Talento FNAC, y, lo más bonito de todo, ha sabido que va a ser mamá; y Daniel, con Entresuelo, su primera novela recién publicada, no hace más que recibir piropos. Entresuelo es un adorable fresco de su familia. Todas las familias encierran una novela pero muy pocas cuentan con una mano como la de Daniel para que esa novela sea realmente buena. Daniel evoca el beso crucial que sus padres, en la estación de El Portillo, se dieron en 1978, ese que desató su amor y decidió que Antón se diera media vuelta cuando llegó a Galicia. "Ese beso me supo a leche", recuerda Carmen. Bendito beso de leche, que hizo que Daniel y sus hermanos existieran y que al resto nos ha mejorado tanto.

Este artículo se publicó originalmente en el diario 'Heraldo de Aragón'.