La Roja juega al balón

La Roja juega al balón

En estos cuatro años La Roja, se ha convertido en la mejor fábrica de felicidad colectiva de los españoles, en su mayor inyección de autoestima.

El fútbol me gusta desde una noche en la que vi a mi padre saltar de alegría mientras en Radio Zaragoza el locutor Paco Ortiz gritaba un gol de Marcelino. Yo tenía cuatro años y debí pensar que algo que hacía tan feliz a mi padre tenía que ser una cosa estupenda. Ese día nacieron unas cuantas pasiones que marcarían mi vida: la radio, el fútbol y el Real Zaragoza. El primer gran sueño de mi infancia fue ser algún día el delantero centro del Zaragoza. Muchas tardes salía de casa con una pelota de goma a "jugar al balón" con los amigos. "Jugar al balón" era la expresión que usábamos los niños de Lechago, mi pueblo. Uno de mis recuerdos más absurdos es ese en el que me veo dibujando con saliva unos hexágonos en mi pelota, para sentir la ilusión de que era un balón de los de verdad. Me ponía una camiseta blanca en cuyo dorsal mi madre había cosido un 9 de cuero azul. Cada vez que metía un gol me volvía loco de alegría, me sentía indudablemente feliz. Yo, entonces, me creía Marcelino.

Nunca llegué a ser nada parecido a Marcelino ni a José Luis Violeta, mi otro gran ídolo de la niñez. El sueño de ser futbolista, de ser un héroe, lo comparten muchos niños. Luego, nos pasamos la vida tratando de cumplir ese sueño a través de los futbolistas que admiramos.

Casi todos los que desdeñan el fútbol no probaron esa droga de niños. Y es muy extraño que un aficionado al fútbol no lo fuera de niño. Y es muy raro que un niño odie el fútbol. Para un niño jugar al balón es una de las cosas más sencillas, baratas, saludables y excitantes que existen, con la que, además, se hacen amigos. Una de las claves por las que el fútbol es un fenómeno tan popular y tan planetario es porque al balón también pueden jugar los pobres. Como casi todos hemos jugado al fútbol, como casi todos hemos soñado, a casi todos nos sigue gustando el fútbol toda la vida. Tal vez es una manera de tratar de recuperar la felicidad indudable de la infancia.

Otra de las razones por las que el fútbol es un fenómeno arrebatadoramente popular es porque, como fuente de emociones, no admite rival. Y, eso, vivir emociones, forma parte de nuestras aspiraciones más elementales.

El fútbol resulta tan emocionante porque se juega con los pies. En cualquiera de los otros deportes que giran alrededor de una pelota es la mano la que trata de ejecutar las órdenes del cerebro. Pero en el fútbol, el pie es la estrella. Y con los pies la gente es más torpe e imprecisa que con las manos. Eso convierte al fútbol en un juego mucho más imprevisible. Su mayor capacidad de sorpresa es lo que explica que sea más excitante. En el fútbol los débiles ganan a los poderosos con una cierta frecuencia y, en cualquier caso, con mayor frecuencia que en el resto de los deportes. Las quinielas de fútbol tienen tanto éxito porque es muy difícil acertar todos los resultados. Si no existen quinielas en otros deportes es porque en ellos todo es más previsible. Siempre habría demasiados que lo acertarían todo.

También es muy raro que a uno le guste el fútbol sin ser de ningún equipo. La empatía con un equipo determinado dispara la posibilidad de vivir emociones. Muchos son del equipo más pegado a sus raíces. Pero como la pasión por el fútbol se suele generar en la infancia y los niños no toleran la derrota, la mayoría tiende a simpatizar también con un equipo del que se intuye una alta posibilidad de recibir alegrías. Por eso, en todos los lados, surgen tantos adictos al Barça y al Real Madrid.

Yo, de niño, solo era del Real Zaragoza. Y, luego, de la Selección Española. Me ponía muy contento cada vez que un jugador del Zaragoza lograba jugar con España.

Marcelino, precisamente, fue el autor de uno de los goles más celebrados de nuestra historia, ese que permitió que España, al derrotar a la Rusia comunista, fuera la reina de Europa en la Eurocopa del 64. Pero luego, durante más de 40 años, la Selección solo nos dio sofocos. También hubo alguna casi alegría: casi tocamos la gloria en la Eurocopa de Francia del 84, casi hacemos algo memorable en el Mundial de México del 86.

La Selección se convirtió en metáfora de alguna de las debilidades del país, comenzando por esa endémica incapacidad para sacar adelante proyectos colectivos. Al parecer, España era un lugar que había dado individualidades geniales pero desesperadamente inútil para cualquier cosa que exigiera la coordinación de varios seres humanos.

Sin embargo, desde la Eurocopa del 2008, todo cambió. En estos cuatro años la Selección, La Roja, se ha convertido en la mejor fábrica de felicidad colectiva de los españoles, en su mayor inyección de autoestima, en el mecanismo más poderoso para vertebrar el país y en la referencia estrella de la marca España en el mundo. Esta increíble generación de futbolistas representa, además, valores formidables de los que sentirse orgulloso: el talento, la brillantez, la finura, la precisión, la armonía, la eficacia, la solidaridad, el esfuerzo, el sacrificio, la humildad, la honestidad, el gusto por las cosas bien hechas. Los españoles no somos así ni en broma. Pero La Roja nos devuelve una imagen de nosotros mismos en la que nos encanta reconocernos. Es nuestro espejo soñado.

La Roja insinúa otra cosa que no tiene desperdicio: cuando se trata de perseguir objetivos comunes hay que aparcar cualquier diferencia, cualquier rencilla. España está por encima de todo. En La Roja coinciden futbolistas que -como los del Real Madrid y el Barça- pueden dar la impresión, cuando se enfrentan con sus equipos, de que se quieren matar pero que, jugando con España, parecen hermanos. Por eso, cuando hace unos meses la crispación llegó muy lejos en los clásicos Madrid-Barça, un escalofrío recorrió España. Por fortuna, todo quedó en un susto.

Hay españoles que no sienten el pinchazo emocional de la Selección e, incluso, que desprecian lo que representa. Íñigo Urkullu, líder del PNV, llegó a confesar en público que prefería que la Eurocopa del 2008 la ganara Rusia a que lo hiciera España. José Antonio Labordeta -que fue diputado de la CHA, una formación aragonesista de izquierdas- fue un ejemplo de lo contrario: él demostró que se podía amar profundamente a Aragón y al Real Zaragoza sin dejar de amar profundamente a España y sin dejar de celebrar a su Selección. Un par de meses antes de morir, ya muy enfermo, vi a su lado algunos de los partidos de España del Mundial de 2010. Daba gusto verle sonreír con los goles de Villa. Yo abomino, cómo no, de la manipulación que los políticos o el talibanismo nacionalista pueden hacer de La Roja. Pero me encantan sus victorias -un poco menos que las del Zaragoza, tampoco me voy a engañar- y alucino con el juego de sus futbolistas.

Por supuesto que, más allá del impecable papel del fútbol como opio del pueblo, soy consciente de algunas cosas: de su asombroso poder para desatar los peores instintos -la violencia, la agresividad, el fanatismo, la fobia al rival, la alegría a costa de la tristeza del otro- y del repugnante y descomunal negocio que se ha desarrollado alrededor de la pasión de miles de millones de personas que, como yo, se vuelven como niños cuando ven a 22 tipos obsesionados con una pelota. Pero si nos empeñamos en hurgar en el lado oscuro de todos los mundos que nos atraen, al final no disfrutaremos con nada. Como decía Fernando Fernán-Gómez a propósito del lujo, es muy posible que el fútbol sea una completa estupidez. Pero a mí me gusta.

Y, este domingo, La Roja vuelve a jugar al balón.