El año del diluvio

El año del diluvio

2016 ha sido el año en el que casi todo lo que era sólido se ha deshecho, como la corriente de un río deshace las rocas que lo encajonan, creando profundos cañones, solo que en un proceso mucho más acelerado. El año del diluvio que se ha tragado todo lo que alguna vez creímos bueno e inmutable.

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Foto: ISTOCK

Hace no demasiado tiempo Antonio Muñoz Molina escribió un libro de artículos titulado Todo lo que era sólido. No voy a hablar en este artículo de ese libro ni del académico, que me parece uno de los grandes de las letras en castellano de las últimas décadas, aunque no todas sus obras son de mi agrado. Si cito ese volumen es porque creo que su título tal vez sea el que mejor sirve para ilustrar mi sensación, y la de muchos otros, con respecto a este año 2016 que se nos va (como la sombra en la última obra de este mismo autor). «Todo lo que era sólido», titula el ubetense, dejando en el aire y al albedrío del lector la conclusión del sintagma, que se entiende, se intuye, sería algo así como: «dejó de serlo».

Lo primero que se nos diluyó, aunque nos parecía sólido, en este año 2016 fue el sueño europeo. Efectivamente, la Unión Europea se mostraba hasta hace muy poco como una institución sólida. Con sus flaquezas, por supuesto, pero sólida en su conjunto. Sin embargo, los ataques terroristas (primero París, aún en 2015, luego Niza, y más recientemente Berlín) han acentuado la tendencia al alza de los movimientos abiertamente fascistas en muchos de los países fundadores de esa institución, movimientos que abogan por su transformación en una institución diferente o directamente por su ruptura.

Del mismo modo, y en relación con la palabra de moda del año, «posverdad», los agitadores del Brexit se han salido con la suya sacando de la Unión a un país, Gran Bretaña, que por su propia idiosincrasia (¿reminiscencias de ser una, no tan lejana, potencia colonial?) nunca llegó a ser un miembro de plenos poderes, o más bien, nunca llegó a creerse en serio el discurso unificador europeo, prefiriendo mantenerse desde el principio en un plano externo, lo que le permite ahora marcharse sin que esto suponga una hecatombe total para su economía y la de los países de la Zona Euro. El tiempo dirá si esta decisión será positiva para ellos y para nosotros.

Junto con el sueño europeo, en este año 2016 se ha diluido también el sueño americano. O mejor dicho, el sueño que los americanos exportaron al exterior con la primera victoria de Obama en 2008.

Junto con el sueño europeo, en este año 2016 se ha diluido también el sueño americano. O mejor dicho, el sueño que los americanos exportaron al exterior con la primera victoria de Obama en 2008, cuando se esforzaron por demostrar que los EEUU no solo podían liderar el mundo en términos económicos, culturales o militares, sino también sociales, con la llegada de primer presidente negro a la Casa Blanca. Es cierto que desde la concesión de aquel polémico Nobel de la Paz en 2009, el sueño se había ido diluyendo poco a poco, pero aún se mantenía con vida en la figura carismática y esperanzadora del propio Obama, modelo de todos aquellos valores (modernidad, aperturismo, igualdad) que los no estadounidenses a menudo confundimos con los propiamente estadounidenses, en virtud del discurso que Hollywood lleva años difundiendo en sus películas, ya que no siempre nos resulta sencillo recordar que Hollywood no es, ni puede ser, reflejo de la diversidad de un país tan complejo.

Pero este sueño americano, o lo que quedara de él, se apagó del todo en este año que nos deja. Eso sí, al contrario de lo que pudiera pensarse, no se apagó la noche del 8 de noviembre con la victoria del (¿republicano?) Donald Trump, sino unas semanas antes, cuando Hillary Clinton fue elegida candidata por los demócratas. Hillary, una veterana loba de la política, representante para muchos de los peores rasgos del «sistema» (así, en bruto), tenía realmente muchas opciones de ganar, pero aunque lo hubiera hecho, el sueño no hubiera podido sobrevivir en su persona. Los sueños se nutren de ilusión, de pasión, y ella, al contrario que Trump en el electorado conservador, o Sanders en el progresista, nunca generó lo uno ni lo otro.

Europa, América, y por supuesto España. En España, lo que parecía sólido, el sistema bipartidista y el régimen del 78 (concepto este discutido y discutible), no se quebró en 2016: en este año solo se materializó por fin de manera evidente, y para algunos dolorosa, el abismo que ya se había revelado en el año 2011 con las manifestaciones del 15-M entre la ciudadanía y sus gobernantes; un año este en el que también, por cierto, la Constitución dejó de ser sólida, merced a la modificación sin referéndum pactada entre PP y PSOE. Para algunos, lo relevante de este año 2016 es la irrupción parlamentaria de los partidos que practican la denominada «nueva política», Podemos y Ciudadanos. Pero más relevante aún es, a mi parecer, la irrupción de una nueva forma de entender la política por parte de la sociedad, algo que también se inició en ese año 2011, pero ha fraguado totalmente en este año de excepcionalidad política que nos abandona. Un cambio en el modo en que todos participamos de la vida política, y especialmente la manera en que nos informamos sobre las cuestiones de Estado que nos afectan, que en el fondo es la causa de lo anterior.

Hasta hace muy poco, un ciudadano se informaba leyendo cualquiera de las grandes cabeceras de nuestro país, escuchando cualquiera de las grandes cadenas de radio, o viendo cualquiera de las grandes cadenas de televisión, eligiendo entre las distintas opciones aquellas que considerase más afines según su propia identidad ideológica. Hoy, en cambio, a pesar de que esto se mantiene más o menos estable entre aquellos a los que llamamos «nuestros mayores» (sin que se sepa muy bien en qué momento comienza uno a ser «mayor»), lo normal es que un ciudadano lea, escuche o mire a los grandes medios no como quien avista un faro en la noche oscura (del alma), sino que los lea, escuche o mire como quien soporta las reflexiones etílicas de un cuñado en Nochevieja: sin tomarlos verdaderamente en serio, tratando de dilucidar las verdades aprovechables entre el incansable caudal de exabruptos sin sentido.

Si hoy un medio trata es de influir de cierta manera en un asunto, bien puede ocurrir que la gente reaccione de manera inversa, como hemos visto últimamente en bastantes ocasiones.

Los grandes medios no han perdido su capacidad de influencia, puesto que nuestra realidad política y social sigue girando en torno a lo que ellos publican (en cualquier comida o reunión, siempre ha de haber alguien que lleve la voz cantante), pero han perdido el control de la situación. Ellos todavía dictan (casi siempre) cuáles han de ser los temas de los que se habla, pero ya no marcan la opinión del público, ni siquiera la de aquellos que comparten su misma postura ideológica.

Puede ocurrir incluso al revés: si hoy un medio trata es de influir de cierta manera en un asunto, bien puede ocurrir que la gente reaccione de manera inversa, como hemos visto últimamente en bastantes ocasiones. Así, que tal o cual medio respalde una causa puede ser la manera más rápida de que esta se eche a perder. Twitter, Facebook y el resto de RRSS, junto con los medios de comunicación online que suelen moverse en estos nuevos territorios con mayor agilidad, y no necesariamente con menor profesionalidad, han modificado, quizá para siempre, las reglas de juego. Y en buena medida, esto mismo ha sucedido con la mayoría de autores (escritores, periodistas, artistas, etc.) que hasta hace muy poco parecían intocables: estos han sido derribados de su pedestal, y se antoja muy complicado, si no imposible, que logren apearse de nuevo en él.

Los hay que se condenaron por expresar una opinión contraria a la creencia de la mayoría, y otros precisamente por mantenerse siempre dentro de la corriente que creyeron mayoritaria. Que cada cual escoja aquí el nombre del autor que mejor le parezca: son pocos los que se salvan de la quema. Los que lo han hecho son sobre todo aquellos que han vivido centrados en su propia obra, ajenos a los vaivenes de esa sociedad cambiante. Aunque esto no quiere decir que la Historia vaya a absolverlos, puesto que la Historia condena y absuelve azarosamente, sin atender a los compromisos vitales de cada uno, o a la falta de ellos.

2016 ha sido, en definitiva, el año del diluvio, en mi particular homenaje a nuestro actual Premio Cervantes, uno de esos pocos que se ha salvado de esta quema, aunque por los pelos, debido a que apenas ha dicho nunca públicamente esta boca es mía, y cuando lo ha hecho siempre ha sido con suficiente lucidez para no salir calcinado. 2016 ha sido el año en el que casi todo lo que era sólido se ha deshecho, como la corriente de un río deshace las rocas que lo encajonan, creando profundos cañones, solo que en un proceso mucho más acelerado. El año del diluvio que se ha tragado todo lo que alguna vez creímos bueno e inmutable. Solo cabe esperar que cuando bajen las aguas, ya en el año próximo, el paisaje que nos quede no sea tan aterrador como se nos antoja asomándonos desde la borda. Que la paloma de la paz lo sea de verdad, y que lo que traiga en el pico sea una rama de olivo y no una zarza. O un revólver. Que solo eso nos faltaba.