Los niños tozudos son una bendición, no un castigo

Los niños tozudos son una bendición, no un castigo

Hay veces que me parece estar educando a una pared, que pienso que retrocedo en lugar de avanzar. Hay veces que, desesperada, suelto los brazos y grito. Pero también hay momentos en los que me siento más alumna que maestra. Hay veces que admiro el impulso y la convicción de esos mismos niños.

Cuando mis hijos eran pequeños, a veces me preguntaba qué había hecho mal para que todos nacieran con una potente dosis de carácter fuerte. Observaba a otras familias con hijos que parecían apacibles y tranquilos. Mis hijos tenían demasiado espíritu. A menudo, eran desobedientes. Estaban constantemente poniendo a prueba mi paciencia. Era o lo que ellos decían, o nada. Si las cosas no se hacían a su manera, se ponían a gritar y a hacer tonterías. Empecé a pensar que podría tratarse de un rasgo genético.

Un domingo fui a la iglesia con Andrew, que por esa época tenía 3 años y estaba muy revoltoso. Aunque el niño estaba gritando, una anciana muy dulce se acercó y me dijo: "¡Qué monos son tus hijos!".

Miré para abajo a mi pequeño gritón y me pregunté si esa señora me hablaba a mí.

"Tienen genio", siguió, "lo que significa que conseguirán grandes cosas".

Le dije que esperaba que tuviera razón, y ella me garantizó que la tenía. Sinceramente, me sorprendió aquel momento. Me llevaba viendo semana tras semana luchando con mis revoltosos hijos. Sabía que pasaba más tiempo intentando que se callaran que sentada escuchando. No entendía por qué había elegido ese particular momento, en el que mi paciencia había desaparecido y mi hijo estaba chillando, para decirme que mis hijos tenían muchísimo potencial.

  5c8b1d3d22000051001a4efe

Sin embargo, entendí que no era una mujer ordinaria. Era una mujer a la que admiraba todo el mundo. Había criado por sí sola a cinco hijos increíbles. Era callada, pero cuando hablaba, la gente escuchaba, porque era la personificación de la sabiduría. Yo quería ser como ella. Y ahí estaba, diciéndome que mis hijos, que me parecían absolutamente desesperantes, acabarían bien. ¿Conocía esa lucha interna que a menudo tenía -en la que incluso me planteaba lo de la iglesia-, en la que me preguntaba cómo podría llegar a enseñar algo a esos pequeños? Yo estaba desesperada por creerla. Pero, ¿cómo podía estar esa mujer tan segura? Si ni siquiera conocía bien a MIS hijos.

A medida que me alejaba y sopesaba sus palabras, se me llenó el corazón de esperanza. Aunque estaba luchando, tenía que creer que ella sabía algo que yo no. Creo que sabía MUCHAS cosas que yo no. Y, quizás... sólo quizás... ella era la respuesta a mis oraciones... Una dulce garantía de que esa fase no duraría para siempre y de que mis aparentemente imposibles hijos habían salido con tanto carácter porque lo NECESITARÍAN para llegar lejos en su vida. Me sentí tranquila.

Muchas veces he mirado atrás para revivir ese momento. He pensado en sus palabras en incontables ocasiones, cuando he pasado por situaciones difíciles con mis hijos. He pensado en esas palabras cuando he visto que las situaciones difíciles se difuminaban en fases tranquilas de comprensión y crecimiento. Las he recordado cuando he sido testigo de que se convertían en adolescentes motivados y reflexivos, cuya testarudez estaba ahora integrada en su carácter de una forma fortalecedora. Ahora no tengo dudas de que esa dulce mujer sabía de lo que hablaba aquel día hace muchos años. Sabía, como yo estoy aprendiendo ahora, que no hay que temer el carácter fuerte de un niño. Que es una BENDICIÓN.

Obviamente, estos niños requieren cierta orientación. Requieren más paciencia. Requieren líderes (padres) fuertes que, con cuidado y firmeza, les recuerden que todavía tienen mucho que aprender, que sus ideas no son siempre las mejores. Necesitan que sus padres les enseñen a canalizar ese carácter fuerte en unos objetivos útiles, lo que a veces les parece desmoralizador.

Ha habido veces en mitad de la enseñanza de estos niños en las que he sentido que estaba educando a una pared. Ha habido veces que he pensado que retrocedía en lugar de avanzar. Ha habido veces en que, desesperada, he querido soltar los brazos y gritar, y veces que, simplemente, lo he hecho. Pero también ha habido momentos en los que he sentido que era la alumna en vez de la maestra. Ha habido veces en las que he mirado atrás y he observado admirada el impulso y la convicción que procedía de esos mismos niños. En esos momentos, he percibido pequeños destellos de su grandeza, de la grandeza que todavía está en proceso de salir del capullo.

El mayor sólo tiene 15 años y sé que todavía tiene mucho que aprender, y muchos años por delante hasta ver el resultado completo de mi trabajo. Sé que ningún resultado está garantizado, a pesar de mis esfuerzos. Sin embargo, he llegado a confiar en las palabras de mi antigua amiga, cuya sabiduría excedía la mía. Me ayudan a seguir cuando las cosas se ponen feas.

Quizás vosotros también podéis sacar fuerzas de sus palabras. Podéis confiar en ellas, como yo he hecho, cuando los árboles no os dejen ver el bosque. Podéis confiar en ellas cuando os preguntéis si esa trascendente metamorfosis de gusano a mariposa ocurrirá algún día. Podéis recordarlo cuando pongan constantemente a prueba vuestra paciencia hasta el extremo, y cuando estéis seguros de que un día más de frustración acabará con vosotros.

Confiad en mi sabia amiga. Ella lo sabe bien.

  5c8b1d3e3b000054066d008f

Este artículo apareció por primera ven en Simply For Real.

Este post fue publicado originalmente en la edición estadounidense de The Huffington Post y ha sido traducido del inglés por Marina Velasco Serrano