El día que Cenicienta perdió su zapatito y otros cuentos

El día que Cenicienta perdió su zapatito y otros cuentos

Analicemos el silogismo más peligroso desde el punto de vista democrático de todos los esgrimidos por Rajoy, aquel con el que trató, a mala fe, de confundir a la opinión pública sobre la distinta naturaleza de las responsabilidades políticas y las obligaciones jurídicas.

Que políticos y tertulianos (de uno y otro signo) nos están vendiendo burras infames un día tras otro es algo que percibimos todos con más o menos intensidad, aunque probablemente no nos estemos dando cuenta de cómo se lleva a cabo la operación. En muchos casos, percibimos de manera instintiva que nos están tomando el pelo, pero como todo ocurre a velocidad de vértigo (pensemos en los razonamientos falaces del político de turno como si fueran las hábiles manos de un trilero), no acertamos a establecer el modo preciso -la técnica- con la cual están tratando de embaucarnos. Para descubrir cómo nos estafa un trilero, no queda más remedio que reproducir sus movimientos a cámara lenta, o fotograma a fotograma, si fuera preciso.

Cuando se trata de mensajes publicitarios, la cosa resulta más o menos sencilla. Por ejemplo, en esos anuncios de champús que aseguran que el producto te deja el pelo un 87% más suave, basta con preguntarse si existe un aparato llamado suavímetro capaz de medir la suavidad del cabello femenino. Como la respuesta es un rotundo NO, es evidente que el anuncio nos está intentado embaucar con pseudociencia.

Otras veces, los anunciantes rematan con un eslogan en inglés, que no viene a cuento, para que pensemos que si es anglosajón, el producto tiene que molar que no veas y además proporcionarnos ese toque de exclusividad que nos faltó cuando quisimos ligarnos al último pibón que se nos puso a tiro.

En política, el asunto es más complejo. No estoy hablando de mentiras preelectorales: no hay manera de saber -hasta que no consigamos que los políticos se obliguen por contrato a cumplir las promesas que nos hacen para arañar votos- si Fulanito bajará el IVA o evitará la amnistía fiscal hasta que no tenga el poder y pueda demostrar que iba de buena fe. En principio, yo recomendaría no creer ni una sola palabra de un político que nos pide nuestra confianza para ganar unas elecciones. Me inspiraría mucha más credibilidad, en cambio, uno capaz de entregar él mismo su confianza a los ciudadanos. Alguien que dijera, por ejemplo:

Todo el dinero de la campaña electoral lo voy a destinar al Consejo Superior de Investigaciones Científicas. No habrá pegada de carteles, ni mítines, ni vallas publicitarias. Estaré en inferioridad de condiciones respecto a mis rivales, así que me hallo en vuestras manos: espero que sepáis estar a la altura de la confianza que estoy depositando en vosotros y me recompenséis dentro de unas semanas con el voto.

Me quiero centrar, más bien, en lo que ocurre después de las elecciones, cuando los políticos, acosados por las denuncias de los medios de comunicación, que empiezan a señalar de manera pertinaz e inmisericorde sus incumplimientos, se ven abocados a defender lo indefendible.

Todos los grandes partidos tienen entre sus cuadros una especie de guardia pretoriana -hombres y mujeres dispuestos a hacer cualquier cosa por el secretario general-que se ocupa precisamente de eso: de salir a la palestra a tratar de demostrarnos que los burros vuelan o que se pueden comprar euros por ochenta céntimos. Los pretorianos suele ser gente con muy poco (por no decir nulo) sentido del ridículo, capacidad intelectual limitada (por no decir inexistente) y pocas (por no decir escasísimas) posibilidades de ganarse la vida fuera del partido. De modo que cuando salen a que la opinión pública se carcajee de ellos, en virtud de la cantidad de chorradas que el partido les obliga a proferir por minuto, lo hacen en parte porque creen (con razón) que su sacrificio les será recompensado y en parte por temor (también fundamentado) a que si no se interponen entre la bala y el presidente -como Clint Eastwood en aquella famosa película- les priven de despacho, visa y secretaria y se vean obligados a caminar el resto de sus días sobre humilde parquet en vez de pisar alfombras persas hasta el instante mismo de su jubilación.

La técnica con la que los pretorianos -en este grupo se incluyen también los periodistas afines ideológicamente al régimen, cuando no directamente a sueldo de los partidos- tratan de confundir al ciudadano se llama falacia, un tipo de argumento engañoso que puede llegar a ser altamente sutil y persuasivo, y por lo tanto, extraordinariamente difícil de detectar y desmontar. Por decirlo en lenguaje de cine americano, la falacia es una bomba de relojería en la que si nos comportamos como artificieros incompetentes y cortamos el cable equivocado, nos estallará en las manos, ya que nublará nuestra capacidad de raciocinio y le permititá a nuestro adversario proclamarse vencedor de la reyerta.

Los verdaderos pensadores -y no creo exagerar al decir que Aristóteles ha sido el más eximio de todos ellos- detestan las falacias. Las odian porque transforman el lenguaje en una herramienta para enmascarar la verdad, en vez de para acercarse a ella. En sus Refutaciones Sofísticas, el gran filósfo griego llegó a clasificarlas en trece grandes grupos. A pesar de que se trata de un texto que se remonta al siglo IV antes de Cristo, intentaré demostrar que los profesionales de la manipulación política siguen usando -y lucrándose con ellos- los mismos sofismas que provocaron la indignación y el desprecio, hace casi 2.500 años, del Estagirita Peripatético. Para ello me serviré del discurso con el que nos obsequió el presidente Rajoy en su última comparecencia parlamentaria. Texto evidentemente redactado por un experto en mercadotecnia política (¿tal vez el ya mítico Pedro Arriola?) que contiene tal cantidad de falacias por párrafo cuadrado que debería ser puesto como modelo en las facultades de Ciencias de la Información y de Ciencias Políticas para mostrar lo mucho que pueden llegar a retorcerse las palabras, con tal de intentar ganar un debate que se tiene perdido de antemano.

Insisto en que no se trata aquí de denunciar las mentiras flagrantes expuestas por Rajoy, que ya fueron denunciadas al día siguiente del debate por diversos periodistas en un magnífico despliegue de fact-cheking.

Las falacias no son exactamente datos falsos o incorrectos, sino razonamientos aparententemente lógicos, que tratan de cegar al adversario por el procedimiento de arrojar sobre él algo parecido a una telaraña mental.

La recuperación de la confianza se basa en la estabilidad de un Gobierno.

Vds. intentan desestabilizar al Gobierno.

Luego Vds. quieren destruir la confianza España.

Fue uno de los silogismos falaces más baratos de los usados por Rajoy porque en él, no uno, sino los dos antecedentes de la premisa son falsos.

1) Si fuera cierto que la confianza se basara en la estabilidad de un Gobierno, el crédito en España habría dejado de ser un problema al día siguiente de las elecciones, ya que el PP obtuvo la mayoría absoluta.

2) Si fuera cierto que cada vez que se le pide al Gobierno que aclare comportamientos sospechosos en sede parlamentaria se está desestabilizando al Gobierno, el Congreso de los Diputados no tendría razón de ser, ya que la naturaleza de la Cámara baja es precisamente la de cuestionar y fiscalizar al Gobierno.

Luego es imposible que el interés de Sus Señorías sea destruir la confianza en España de inversores y empresarios.

Pero analicemos el silogismo más peligroso desde el punto de vista democrático de todos los esgrimidos por Rajoy, aquel con el que trató, a mala fe, de confundir a la opinión pública sobre la distinta naturaleza de las responsabilidades políticas y las obligaciones jurídicas.

Los jueces determinan la veracidad de las afirmaciones.

Esto no es un juzgado sino una cámara parlamentaria.

Luego este no es el lugar para exigirme que aclare la verdad.

La trampa de este silogismo es la confusión deliberada, en la premisa, entre veracidad y verosimilitud.

La veracidad tiene que ver con la conformidad entre los hechos ocurridos realmente -corroborables por la policía mediante documentos, testimonios y evidencias científicas- y lo que cuenta el sospechoso.

A veces, un relato veraz resulta inverosímil por la cantidad de casualidades o hechos insólitos que intervienen en la secuencia temporal de los acontecimientos. ¿Cuántas veces nos habrán relatado nuestro amigos sucedidos reales ante los que hemos pensado que, introducidos en una película, resultarían demasiado absurdos o chocantes, cuando no directamente inaceptables?

En cambio, un relato verosímil puede ser falso. En las obras de ficción -películas, novelas, obras teatrales- lo único que le pedimos al relato es que sea verosímil. La bondad de una película no reside en que refleje con fidelidad hechos acaecidos realmente, sino en convencer al espectador de la verdad emocional del relato. Son las reacciones de los personajes y la naturaleza de los sentimientos que se desencandenan en el transcurso de la historia lo que tenemos que dar por bueno.

El diccionario dice que verosímil es "aquello que tiene apariencia de verdadero".

Ése, y no otro, es el sentido de la famosa frase que Plutarco le atribuye a Julio César: "No basta que la mujer del César sea honesta; también tiene que parecerlo".

Rajoy intenta confundirnos en su silogismo sobre la veracidad a partir de una premisa falsa: "Me están Vds. exigiendo que demuestre que soy inocente".

Pero eso no es lo que le pide la oposición (y la ciudadanía entera), porque comprobar la veracidad de los hechos, en efecto, es tarea de la policía y de los jueces.

Lo que se le pide al presidente es que ofrezca un relato verosímil de los hechos.

Él es la mujer del César en estos momentos, y se le pide sólo que parezca honesto.

La verosimilitud de un relato no la decide la persona que cuenta la historia sino los espectadores que le escuchan, que darán su visto bueno o no en función de la coherencia interna del mismo.

Hemos llegado al quid de la cuestión: para que un relato resulte verosímil, la secuencia temporal de los hechos, aunque estos sean más falsos que los de una película de ciencia ficción, no tiene que presentar incongruencias.

Yo nunca he conseguido creerme La Cenicienta de Walt Disney porque siempre me he preguntado: Si el Hada Buena le dijo a Cenicienta que a medianoche TODO volvería a ser como antes ¿por qué demonios el zapatito de cristal que la futura princesa pierde bajando las escaleras no vuelve a convertirse en andrajosa zapatilla?

Me encantan las obras de ficción y estoy dispuesto a llevar lo que Samuel T. Coleridge bautizó como suspensión de la incredulidad hasta donde haga falta: acepto que una anciana gordita salida de la nada pueda transformar una calabaza en una carroza sólo con canturrear Salagadoola mechicka boola bibbidi-bobbidi-boo. Pero lo que no estoy dispuesto a tolerar es que el personaje se contradiga en el transcurso del fantástico relato.

El Hada nos informó, en su diálogo con Cenicienta, que TODO volvería a ser como antes, por lo tanto: ¿por qué el zapatito de cristal queda fuera de ese TODO?

Muy sencillo: porque el guionista necesita que ese zapato sobreviva al hechizo para que el príncipe pueda localizar más tarde a Cenicienta. Pero las necesidades del guionista nunca pueden estar por encima de las del espectador, que precisa a su vez que los hechos sean congruentes entre sí.

Rajoy comparece en un Pleno Extraordinario del Congreso afirmando que se le exige que demuestre con evidencias científicas que no es un inmoral o un delincuente.

El silogismo es falso porque la premisa de la que parte es falsa.

Sus Señorías sólo le han pedido que exponga un relato verosímil de los hechos, no que acredite la veracidad los mismos.

¿Es verosímil que Rajoy enviara un SMS de solidaridad y apoyo a Bárcenas después de conocer que éste había evadido cuarenta millones en Suiza, si no hubiera estado en el ajo desde el principio? Es evidente que no. La reacción lógica, coherente con todo el relato mariano, frente a un abuso de confianza de semejante calibre, sería, como mínimo, de decepción, cuando no directamente de furibunda indignación. Rajoy puso la mano en el fuego por Bárcenas en una ocasión anterior ¿y ahora le paga comprometiendo su honorabilidad y la de todo el partido en el que lleva militando tantos años?

Si se me permite una licencia humorística, el SMS verosímil en semejantes circunstancias no es tanto "Luis, aguanta, sé fuerte", sino "Luis, te voy a dar un guantazo muy fuerte".

¿Es verosímil que una persona que dice que comparece ante el Congreso para que resplandezca la verdad obsequie a la ciudadanía (el debate fue retransmitido en directo a toda la nación) con un discurso preñado de falacias?

Veamos sólo algunas de ellas.

Se me acusa de obstrucción a la justicia.

Bárcenas fue desimputado con los socialistas y vuelto a imputar con el PP.

Luego el PP no interfiere en la justicia.

No soy Aristóteles pero me atervo a asegurar que estamos ante un tipo de falacia conocido con el latinajo post hoc ergo propter hoc.

Significa luego a consecuencia de esto y es un tipo de falacia que asume que si un acontecimiento sucede después de otro, el segundo es consecuencia del primero. Es verdad que una causa se produce antes de un efecto pero la falacia viene de sacar una conclusión basándose solo en el orden de los acontecimientos.

Rajoy intenta hacernos creer que como la reimputación de Bárcenas se produce después de la victoria del PP, los dos hechos están relacionados. Lo cierto es que el silogismo se vuelve contra el presidente, ya que en el mismo está implícita la idea de que si el PP hubiera querido obstruir el funcionamiento de la justicia, lo habría logrado. Nada excluye, sin embargo, en este silogismo, la posibilidad de que Bárcenas fuera reimputado a pesar de los esfuerzos del PP por obstruir la justicia, tal como apunta Ignacio Escolar, al sugerir que existieron presiones para apartar al juez Gómez Bermúdez del caso Bárcenas.

Más silogismos falaces:

Los imputados tienen derecho a mentir.

Bárcenas es un imputado.

Luego Bárcenas miente.

Aquí la trampa es que la premisa no dice que los imputados mientan siempre, sólo que la Constitución les otorga el derecho a construir un relato de los hechos que les sea favorable.

Pero el hecho de que Bárcenas disponga de ese derecho constitucional, reconocido en el Art. 24.2 de nuestra Carta Magna -"(...) todos tienen derecho a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismos, a no confesarse culpables y a la presunción de inocencia"- no implica que Bárcenas tenga que mentir necesariamente en todas y cada una de sus manifestaciones.

El silogismo es tan falso como:

Todos los españoles mayores de 18 años tienen derecho al voto.

Yo soy español y mayor de 18 años.

Luego yo siempre voto.

Les aseguro que a pesar de que la Constitución me concede ese derecho, he dejado de votar en numerosas ocasiones, porque consideraba que la abstención era lo que más beneficiaba a mis intereses.

Si se me apura, podría decir que, dado que Bárcenas cometió (presuntamente) todos los delitos de los que se le acusa siendo un alto cargo del Partido Popular, cuánto más implique a su partido, más se estará autoiculpando.

En el Pleno Extraordinario en el Senado, Rajoy reconoció: "Y eso es lo que está haciendo el señor Bárcenas, Señorías: defenderse como mejor le parece, poniendo el foco en el Partido Popular".

Pero a continuación no supo dar explicación ni conjetura alguna del por qué de su conducta. "¿Por qué ha escogido ese camino? Eso es algo que yo no sé".

Rajoy prefirió hacerse el tonto en vez de apuntar al móvil más verosímil, que es el del interés puramente penal de Bárcenas en colaborar con la justicia. Como él se expone a penas de prisión muy severas, deduce que si colabora con el juez y el fiscal en sus esfuerzos por destapar una cada vez más probable trama de financiación ilegal dentro del Partido Popular, sus esfuerzos serán tenidos en cuenta a la hora de ponerle la sentencia.

Otro falaz silogismo:

Mi obligación, Señorías, no es evitar las maledicencias. Eso no está en mi mano.

Mi única obligación es que las maledicencias no tengan razón.

Luego yo he cumplido, porque no la tienen.

Rajoy se inventa, en los dos antecedentes de la premisa, la naturaleza de sus obligaciones para con la Cámara baja.

Su obligación -dice- es desmontar las maledicencias, y como él asegura que Bárcenas miente y la única demostración posible de que Bárcenas miente es que él así lo afirma, la maledicencia ya está desmontada: "Yo no puedo decirles otra cosa sino que son falsas sus acusaciones, son falsas sus medias verdades y son falsas las interpretaciones de la media docena de verdades que emplea como cobertura de sus falsedades".

Es decir, que Rajoy, después de haber afirmado que el Congreso no puede ser una comisaría, se comporta como si estuviera delante de sus interrogadores y se acoge al derecho de no declarar contra sí mismo y a la presunción de inocencia.

Pero el presidente olvida que la presunción de inocencia es una garantía jurídica, no política, que ampara al imputado y no al político de conducta sospechosa.

En otro momento de su intervención, el presidente montó otro silogismo de premisa falsa. Este tipo de falacias pertenecen la categoría más barata de razonamiento lógico, puesto que si el primer antecedente es falso, forzosamente el consecuente ha de serlo también:

Lo único que cabe (en un Parlamento) es que Vds. me pregunten si lo que dice Bárcenas es cierto.

Yo digo que no lo es.

Luego todo lo que me sigan preguntando supone convertir el Parlamento en una Comisaría.

Si la premisa de Rajoy fuera cierta, la conclusión le daría la razón. Pero ¿acaso la diputada Rosa Díez no acertó a formular al presidente veinte preguntas perfectamente aceptables en el juego parlamentario de preguntas y respuestas?

Por lo tanto lo único que cabía en la sesión no era lo que Rajoy, en otro gesto más de chulería y autoritarismo, afirmaba que cabía. Cabían muchas más cosas en la sesión, entre ellas las preguntas de una diputada del Congreso que recibió la callada por respuesta a todos sus interrogantes.

A la vista del intolerable (por poco democrático y trasparente) comportamiento de Mariano Rajoy durante el Pleno Extraordinario del Senado, tal vez Sus Señorías deberían hacer suyas las palabras del presidente boliviano Evo Morales.

"Nunca debato con mentirosos". (FIN DE LA CITA)