La potencia sin control no sirve de nada

La potencia sin control no sirve de nada

La crisis que ha habido en España ha sido, fundamentalmente, una crisis de descontrol. La falta de madurez y de experiencia de los españoles, tras cuarenta años de dictadura, ha hecho que desde 1978, la democracia se haya convertido en decirle al político cada cuatro años: ahí tienes mi voto, ocúpate de la cosa pública y no me vuelvas a molestar hasta las próximas elecciones.

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Foto: EFE

Un exitoso eslogan de neumáticos Pirelli decía hace años que la potencia sin control no sirve de nada. El anuncio original en inglés usaba la palabra power, que está más cerca de la esencia de la política que potencia.

Ahora que se habla tanto de cambio, de renovación, de construir un país diferente, me pregunto: ¿cuál es el cambio más importante que necesita España? Un diestro nos dirá que el cambio es que nuestro país vuelva a crecer como antes: que seamos ricos de nuevo. Un siniestro sostendrá que renovar España significa acabar para siempre con la desigualdad. En ambos casos, la idea de transformación del país pasa, para todos los partidos, por un aumento de la potencia -llámese producto interior bruto o renta por capita-, por más que la izquierda exija, además, que esa potencia esté mejor distribuida. Ahora bien, ¿por qué nadie habla del control?

Para el diccionario de la RAE, las dos acepciones más importantes de la palabra control son:

1. m. Comprobación, inspección, fiscalización, intervención.

2. m. Dominio, mando, preponderancia.

Los ciudadanos tienen que ser capaces de fiscalizar eficazmente lo que se hace con su dinero (1) para que de esa forma se cumpla realmente lo que dice (2) la Constitución.

La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado.

El pueblo no manda si solo se le permite elegir a los que manejan su dinero, manda sobre todo inspeccionando y comprobando que sus elegidos están desempeñando el mandato democrático de manera correcta: eso es tener el control.

En estos momentos, tan importante o más que volver a ser potencia es recuperar ese control. O para ser más exactos, obtenerlo, porque hasta ahora, los ciudadanos nunca hemos estado en poder de nada.

La crisis que ha habido en España ha sido, fundamentalmente, una crisis de descontrol. La falta de madurez y de experiencia de los españoles, tras cuarenta años de dictadura, ha hecho que desde 1978, la democracia se haya convertido en decirle al político cada cuatro años: ahí tienes mi voto, ocúpate de la cosa pública y no me vuelvas a molestar hasta las próximas elecciones.

De la misma forma que un administrador puede volverse deshonesto si sabe que el amo no mira nunca los libros de contabilidad, un político acabará trabajando en su propio provecho si tiene certeza de que sus votantes no le pedirán cuentas hasta dentro de cuatro años.

Hay que reformar las grandes instituciones del Estado de manera que los políticos no puedan robar, malversar o prevaricar ni aunque se lo propongan deliberadamente. Todos sabemos las debilidades de la naturaleza humana, así que ¿para qué ponerla a prueba?

Hay que reformar el Reglamento del Congreso de los Diputados, para que la Cámara Baja sea realmente un órgano de control del Gobierno y no un teatrito caro, absurdo y superfluo.

El cambio que necesita España no es ni de derechas ni de izquierdas, es de sentido común.

¿De que nos sirve volver a ser ricos si no tenemos modo de controlar el uso de hasta el último euro que nos arrebata la Agencia Tributaria?

Hay que reformar el Tribunal de Cuentas para que sus doce consejeros no estén controlados por el Congreso y el Senado. El GAO estadounidense, presidido por un profesional no partidista, que garantiza la independencia del órgano de control de las cuentas públicas, puede ser un modelo que seguir en la Nueva España.

El GAO español sería el órgano con el que los contribuyentes ejercerían el control efectivo, no teórico, del uso y destino final del dinero público.

Hay que reformar el Reglamento del Congreso de los Diputados, para que la Cámara Baja sea realmente un órgano de control del Gobierno y no un teatrito caro, absurdo y superfluo, en el que el Jefe del Ejecutivo y sus ministros celebran con cerveza de barril los raquíticos éxitos de la legislatura. Hasta que las mayorías parlamentarias no puedan vetar la creación de comisiones de investigación, los ciudadanos no tendremos el control del Gobierno, lo tendrá el partido que lo respalda en el Congreso.

Hay que reformar el Consejo del Poder Judicial, el Tribunal Supremo y el Constitucional, para que todo intento de injerencia del Poder Ejecutivo sobre jueces y magistrados sea imposible de llevar a cabo.

Por último, el cuarto poder del Estado, que son la Televisión y la Radio Públicas, debe volver a manos de los profesionales independientes en las que estuvo hasta la anterior legislatura y no de la actual caterva de esbirros sectarios que ahogan la libertad de expresión de los periodistas y convierten un servicio tan esencial para la ciudadanía como la información en un ejercicio inmundo de intoxicación partidista.