'HER': Mitad hombre, mitad mujer

'HER': Mitad hombre, mitad mujer

Estamos empezando a vivir un mundo, que tal vez culmine en el futuro en el que las fronteras entre lo real y lo virtual se diluyen. Es tal nuestra necesidad de estar siempre conectados, que no se trata de que vivamos realidades paralelas, sino de que ambos mundos forman solo uno.

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El sábado todos nos quedamos varias horas sin Whatsapp. El sistema operativo se cayó y muchos nos sentimos aislados, perdidos, como si de repente nos hubieran arrancado del mundo y flotáramos a la deriva. Cuando volvió a funcionar, estoy seguro que muchos, entre ellos yo, respiramos aliviados, recompusimos las fracturas y volvimos a sentirnos acompañados. Aunque incluso nadie en ese momento contestara a nuestro emoticono sonriente o nos devolviera la flor que le habíamos enviado.

Estamos empezando a vivir un mundo que tal vez culmine en el futuro que nos relata Jonze en su última película, en el que las fronteras entre lo real y lo virtual se diluyen. Es tal nuestra dependencia de las nuevas tecnologías, la necesidad de estar siempre conectados y en comunicación con los demás a través de un chat o de una red social, que no se trata de que vivamos realidades paralelas, sino de que ambos mundos forman solo uno. Y puede que incluso el virtual acabe siendo más decisivo que el que pisamos con nuestros pies y tocamos con nuestras manos.

Vivimos tiempos de soledades y de amores líquidos. De experiencias afectivas y sexuales que degustamos puntualmente y que luego de diluyen. Huyendo del compromiso, atemorizados ante lo que suponga renunciar a nuestro metro cuadrado de soberanía, pero necesitados siempre de sentir al otro lado del móvil o del ordenador un nick en el que con frecuencia proyectamos nuestros miedos y carencias. No es que nos hayamos convertido en unos discapacitados emocionales, que puede ser que también, sino que más bien estamos transformando nuestra manera de sentir y sobre todo de compartir las emociones. Aunque, mucho me temo, que el resultado no sea más que una cruel ficción en la que a duras penas ocultamos el yo que acaba siendo el punto de partida y de llegada. Porque todos los puentes que tendemos acaban siendo carreteras hacia nosotros mismos.

Eso, entre otras muchas cosas, es lo que le ocurre a Theodore (estupendo Joaquín Phoenix), el protagonista de HER, una de las películas más emocionantes, intensas y duras al mismo tiempo que he visto en los últimos meses. Como buen hombre, e insisto en el término masculino, es un individuo incapaz de digerir el fracaso amoroso que arrastra, como incapaz de gestionar las emociones que con frecuencia se le atragantan en el estómago. Ahora bien, sí que es capaz de jugar con las emociones y sentimientos de otros, y escribir cartas apasionadas en las que proyecta en los demás lo que no se atreve o no puede asumir frente al espejo. En esos textos Theo demuestra la mezcla en la que, sin que él sea consciente, puede ser su salvación. Se lo dice expresamente un compañero cuando alaba su trabajo: "Eres mitad hombre, mitad mujer". Esa suma de mitades es la que finalmente le hace recuperar las ganas de vivir cuando se enamora de un sistema operativo que tiene voz, y se supone que también emociones y sentimientos, de mujer. Samantha (la voz sensual y rotunda de Scarlett Johansson: un pecado ver esta película doblada) es el objeto del deseo, la compañera que le susurra, la cómplice que hurga en su memoria y que le aligera el presente. El sueño que cualquiera puede soñar cuando piensa en la persona con la que le gustaría compartir sus días.

Pero Samantha, más allá de su inexistencia corporal y de su existencia informática, va creándose, y sobre todo va creando sus emociones, gracias a Theo. Es decir, no es un ser pleno, totalmente autónomo y completo, sino que va dibujándose -y progresando en ese dibujo- a través de lo que él va necesitando y reclamando, sintiendo y esperando. Es el propio escritor habituado a crear las emociones de otros el que va escribiendo la pareja que necesita, las palabras que lo calman, incluso el cuerpo que sin ser cuerpo lo satisface sexualmente. La otra mitad con la que él, hombre romántico como lo fueron los del siglo XX o los del XIX, encuentra al fin el reposo y una razón para seguir viviendo. La otra mitad que no quiere compartir con nadie porque él además la considera obra propia y por tanto para él, en él y por él. Todas las preposiciones llevan al mismo ego.

Por todo ello, la magnífica película de Spike Jonze no es solo un retrato certero de la sociedad virtual, tecnológica y de amores líquidos que vivimos, sino también, y para mí sobre todo, de la incapacidad emocional de unos hombres, y también de unas mujeres, prisioneros de unas etiquetas de género que nos aprisionan. Necesitados del aprendizaje que nos permita descubrir al fin que solo desde la autonomía/empatía es posible un amor verdadero... con independencia de que también asumamos lo que de caduco siempre tiene. Y de que el gran error en muchas ocasiones es enamorarnos no de la otra persona, sino de la idea que de ella nos hemos construido. Que es finalmente lo que hace Theo con Samantha. Y no solo por la posible incapacidad que tiene para superar su historia de amor fallida, o porque no necesite de sentimientos que se toquen -ahí está la relación con su querida amiga para demostrar lo contrario-, sino porque tal vez la clave está en que no sabe ni quiere asumir las mitades masculina y femenina que habitan en él. Esas mitades en transición, pura teoría queer, donde reside el futuro de nuestras libertades. En lo real y en lo virtual.

Este artículo se publicó originalmente en el blog del autor, Las horas.