La cocina de Marguerite Duras

La cocina de Marguerite Duras

A través de su libro de recetas, es fácil imaginarse a Marguerite, en su cocina, pensando en las palabras adecuadas, en el comportamiento de sus personajes, en la música de piano para los bailes, en los aullidos de aquellas mujeres que no eran amadas, en los ojos tristes de los niños que no conseguían alzar sus cometas en la playa por culpa del viento.

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Foto: AFP

A Marguerite Duras le gustaba mucho cocinar. Encerrarse sola en su cocina y preparar sencillos platos para sus amigos. Era una manera de expresarles el afecto que sentía por ellos. Ya en La vida material, ese librito encantador, a medio camino entre el diario, la reflexión y el bosquejo autobiográfico, dejaba constancia de ello. Se publica ahora La cocina de Marguerite, que es un conjunto de recetas de la propia escritora, con algunos textos (pocos) y unas cuantas fotografías en blanco y negro de la casa donde escribió algunos de sus mejores libros y, por lo que vemos, ofreció abundantes comidas. Siendo sinceros, literariamente no aporta nada a su extensa y brillante obra, pero resulta una delicia (está muy bien editado) para los seguidores de la autora. Una rareza que acaba de publicar en castellano Sd-edicions.

Tal vez allí, encerrada en la cocina de su casa de campo, con una copa de vino tinto al lado, Marguerite seguía pensando en la madre de sus textos (reflejo de la suya propia: tan fuerte, tan tenaz, tan desvalida), en la difícil relación con el hermano mayor, en la turbadora historia que mantenía con el hermano pequeño, en el vicecónsul, en la vagabunda que chillaba a las puertas de la mansión del propio vicecónsul, en Anne-Marie Stretter, en los campos de concentración, en los nazis, en los judíos deportados, en Emily L., en Lol Valérie Stein, en el amante de la China del Norte, en Aurelia Steiner, en Savannah Bay, en el cine Edén, en el marinero de Gibraltar, en el hombre atlántico, en el joven aviador inglés, en la puta de la costa normanda. Tal vez pensase en un nuevo libro, en una nueva película, en una nueva obra de teatro. En las ideas sobre la escritura o en aquel verano del 80. O en el verano de la lluvia o en las manos de Yann Andréa (también en las numerosas cartas que le envió antes de conocerla). O en la imposibilidad misma de algunos amores. Tal vez allí, sola, encerrada con su copa de vino tinto y los alimentos elegidos para elaborar una nueva comida, pensase en todo esto. Me gusta, mirando las fotografías, imaginarla así.

Marguerite, en su cocina, pensando en las palabras adecuadas, en el comportamiento de sus personajes, en la música de piano para los bailes, en los aullidos de aquellas mujeres que no eran amadas, en los ojos tristes de los niños que no conseguían alzar sus cometas en la playa por culpa del viento, en las miradas de unos y otras, en las vidas corrientes que se pueden encontrar en los bancos de los parques una tarde cualquiera. Pensando en el dolor, en el silencio, en las injusticias, en la locura, en la muerte, en el alcohol, en el amor, en el deseo... Ese deseo que recorre todas las páginas de sus libros como un personaje más. Un personaje que a veces se escurre y que otras, la mayoría, agita a sus personajes de un modo casi violento y extraordinario. Ese deseo rotundo que mantiene viva su obra, porque quizá sea eso, el deseo, lo que nos mueve con una fuerza muy difícil de controlar y de explicar. Y ella, Marguerite, mientras escribía y también cuando no lo hacía, lo sabía muy bien.

El próximo tres de marzo se cumplirán veinte años de su muerte. No estaría mal que alguna editorial reeditara sus libros descatalogados (La vida material, antes mencionado, entre otros) y que también se tradujeran algunos textos que nunca se pudieron leer en castellano. Mientras tanto, seguiremos imaginándola allí, en la cocina de su casa de campo, creando sencillos y suculentos platos, dándole forma a su incesante creatividad, siempre a vueltas con el deseo. En todo eso que la convirtió en una escritora excepcional.