Efectos no deseados: suicidio y antidepresivos

Efectos no deseados: suicidio y antidepresivos

Nunca sabré qué hubiera pasado si mi familiar no hubiera cambiado de medicación. Especular sobre el motivo que le condujo hasta el peor final imaginable, sería una simplificación. Tampoco sabremos nunca qué papel jugaron los fármacos escitalopram, dominal y zolpidem, prescritos al piloto Andreas Lubitz tan sólo ocho días antes de su muerte, en la tragedia aérea de Germanwings.

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Foto: ISTOCK

Perder a un miembro de tu familia es difícil.

Perder a un miembro de tu familia que no ha llegado a cumplir los 38 es más difícil aún.

Perder a un familiar joven porque él mismo haya decidido terminar con su vida resulta casi imposible de aceptar.

No debería utilizar el verbo "perder" para hablar de la muerte, porque da protagonismo al que ha perdido algo, a quien aún está presente para contemplar su pérdida, cuando en realidad sólo hay un sujeto que cuenta en todo esto. Quizás decir que "se ha perdido a alguien" interpone algo de distancia entre los cuerpos (los que viven y los que ya no viven) y aleja a los quedan de ese otro yo ajeno que ha dejado de existir voluntariamente. Un deseo que sigue siendo tabú en nuestra sociedad, y que tratamos con más asepsia que cualquier otro tipo de fallecimiento.

Dentro de lo que resulta casi imposible de aceptar y de lo que era inimaginable hasta que sucede suelen describirse muy pocos hechos. Cuando el suicidio sacudió a mi familia, la narrativa en la que se circunscribió fue mínima. Me aventuro a pensar que esto no es algo atípico. Entre nosotros había una voluntad de cancelación, de elipsis de todos esos elementos informativos que a menudo decoran la muerte con el fin de amortiguarla. Más que algo comprensible o justo, pude intuir que este mutismo (que tanto me enfureció al principio) debe pertenecer a algún código ancestral impreso en nuestra voluntad de protegernos de todo lo que resulta inenarrable.

El único dato que trascendió fue que estaba tomando antidepresivos y que, hacía muy poco, su médico le había cambiado el tratamiento. El nuevo tratamiento había provocado un claro cambio en conducta en él, de modo inmediato.

Entonces, no imaginé la dimensión que esta circunstancia podía cobrar. Me limité a pensar que debía de haber un vínculo entre su depresión (que era una noticia para mí) y su suicidio.

Existe suficiente evidencia para exigir que el uso de ciertos medicamentos en el ámbito psiquiátrico sea evaluado de modo exhaustivo e independiente.

Fue mucho tiempo después, cuando, hablando con un psiquiatra, éste me explicó que también existía cierta relación entre el uso de algunos fármacos antidepresivos y las tendencias suicidas. Él lo verbalizó mucho mejor, pero la explicación que yo me guardé es que ciertos medicamentos provocan una especie de desincronización entre la mejoría emocional y la activación de la voluntad. Un desfase entre la recuperación anímica y la capacidad del individuo para pasar al acto. Sin la primera, la segunda puede resultar extremadamente peligrosa.

Obtener más información sobre este tema, que al principio me pareció una enorme contradicción, no me llevó demasiado esfuerzo. La web está llena de referencias, pero quizás la más abrumadora sea uno de los estudios publicados más recientemente. En enero de este año, el British Medical Journal ha hecho público el informe más ambicioso llevado a cabo hasta la fecha sobre la correlación entre el suicidio y el uso de ciertos fármacos antidepresivos, en concreto, algunos inhibidores de los receptores de serotonina.

El estudio, presentado por el Nordic Cochrane Centre y corroborado por el University College of London, no sólo refuerza la conexión causa-efecto entre el uso de antidepresivos y el suicidio, sino que, además, cuestiona las metodologías empleadas por la industria farmacéutica a la hora llevar a cabo ensayos clínicos y de presentar los datos resultantes.

Hasta ahora, sólo se había cuantificado y reconocido este peligro entre niños y adolescentes, pero este informe, que ha llevado a cabo una revisión sistemática de la calidad de multitud de estudios ya existentes, señala defectos en el diseño de los ensayos clínicos, en la clasificación de ciertos comportamientos en pacientes y un uso selectivo de los resultados obtenidos. El estudio declara que existe una alta probabilidad de que la misma causa-efecto observada en adolescentes se dé también en adultos, sobre todo en las fases iniciales del tratamiento.

También he leído atónita este informe de Drug Watch, que detalla la evolución en el tiempo de las advertencias sobre posibles efectos no deseados que deben figurar en los envases de estos fármacos. Desde 2004, la FDA, el organismo regulador de EEUU, dictó que no bastaba incluir la lista de posibles efectos secundarios en un prospecto, sino que hizo obligatorio su inclusión en formato black box. O sea, el mismo recuadro negro en la parte externa de la caja que figura en los paquetes de tabaco.

Nunca sabré qué hubiera pasado si mi familiar no hubiera cambiado de medicación. Especular sobre el motivo que le condujo hasta el peor final imaginable, sería una simplificación. Tampoco sabremos nunca qué papel jugaron los fármacos escitalopram, dominal y zolpidem, prescritos al piloto Andreas Lubitz tan sólo ocho días antes de su muerte, en la tragedia aérea de Germanwings.

Lo que parece obvio es que existe suficiente evidencia para exigir que el uso de estos medicamentos sea evaluado de modo exhaustivo e independiente, y que comience a ser restringido a pacientes que estén bajo la estricta supervisión psiquiátrica, sobre todo en las fases iniciales del tratamiento.