La mirada del siluro: 'El desconocido del lago'

La mirada del siluro: 'El desconocido del lago'

Las orillas verdes y amarillas de un lago azul. Arropados por la espesura, los amantes se besan apasionadamente. En este dibujo, el artista Tom de Pekin yuxtapone dos escenarios que se suelen imaginar alejados entre sí: el idealizado y romántico locus amoenus y la zona de cruising, sórdida y fría.

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Tom de Pekin, dibujo para el cartel de la película El desconocido del lago (2013), © Tom de Pekin.

Las orillas verdes y amarillas de un lago azul. Arropados por la espesura, los amantes se besan apasionadamente. En este dibujo, el artista Tom de Pekin yuxtapone dos escenarios que se suelen imaginar alejados entre sí: el idealizado y romántico locus amoenus y la zona de cruising, sórdida y fría. Por un lado, el tópico literario de los espacios propicios al amor, esos que desde los clásicos latinos llamamos loci amoeni -lugares amenos-, y que, bien en forma de jardines, florestas o prados pastoriles, casi siempre se describen como idílicos parajes donde la naturaleza se transforma en el contrario de la civilización moralizadora y restrictiva. Por otro lado, las áreas de cruising donde cancanear, ligar y tener relaciones sexuales rápidas suelen ser márgenes humanos -un callejón, unos urinarios públicos...- o humanizados -un bosquecillo lleno de condones usados, una playa donde las dunas se convierten en trincheras del deseo...-.

Así, el locus amoenus y la zona de cruising son espacios de libertad, aunque el primero lo es con la naturaleza como anfitriona y cómplice, y el segundo con la naturaleza como territorio colonizado por las urgencias del hombre. El dibujo de Tom de Pekin une ambos espacios como sucede en la película para la cual es cartel, El desconocido del lago (L'inconnu du lac, 2013), de Alain Guiraudie.

Esta fusión, necesaria para una narración en que se amalgama el amor romántico, incluso el platónico, con la carnalidad máxima tiene otro efecto todavía más importante: dinamitar la privacidad del locus amoenus con el exhibicionismo inherente al cruising. Según el diccionario, el adjetivo "panóptico", relativo al sistema que permite hacer visible todo un interior desde un solo punto, es propio de los edificios. En el caso del lago pintado por De Pekin y filmado por Guiraudie, sin embargo, también es aplicable. Pese a tratarse de un paisaje natural y no de una cárcel o un colegio, el ajetreo del tránsito humano lo torna en laberinto de vericuetos artificiales. En sus orillas todo el mundo se mira, todo se ve. No hay escondrijos reales, la visibilidad es total y teatral. El sexo que las convenciones burguesas encapsulan y aíslan de la cotillería aquí es público, casi un espectáculo de variedades: tras cada arbusto, una nueva postura.

Así, la pareja coloreada por De Pekin e iluminada por Guiraudie se muestra en toda su intimidad, desde las caricias más dulces a los gestos más procaces. Será que estamos cansados de centrar los discursos sobre el amor en lo espiritual elidiendo lo corporal, porque no se trata de un caso aislado. Lo mismo sucede en otras películas -es el caso de La vida de Adèle (2013), de Abdellatif Kechiche-, así como en el arte contemporáneo, donde proliferan sin prejuicios ni ñoñerías trasnochadas las exploraciones sobre lo privado. Por poner un ejemplo especialmente celebrado, el artista Fernando Bayona en su serie The Life of the Other (2013-2014) se introduce en la intimidad emocional de chaperos, strippers y actores de cine para adultos, personas cuyos trabajos giran en torno a la venta de su intimidad física.

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Fernando Bayona retrata en The Life of the Other (2013-2014) interioridades que a menudo son ignoradas; en la imagen, The News, © Fernando Bayona. La fotografía se acompaña del siguiente relato, narrado por el artista: «The News nos acerca a la pareja formada por Manuel y Juan, chapero el primero, stripper el segundo. 4:04 am, Juan regresa de amenizar una despedida de soltera, portando como regalo un par de globos de helio y unas orejas de conejo rosas que una de las invitadas a la fiesta le había regalado. Manuel entrega a Juan los resultados positivos de unos análisis que ambos se habían realizado días antes y que cambiarán su vida a partir de ese momento».

De Pekin y Guiraudie colocan el epicentro panóptico de su imperio voyeurístico en medio el lago, donde la voz más sensata del film, Henri -en la piel del actor Patrick d'Assumçao- dice que vive el siluro gigante. Y lo dice casi como un coro de tragedia griega. En el dibujo aparece en la forma del enorme pez que vigila y asoma sus fauces insaciables, mientras que en el film ese perverso corazón acuático está construido a través de referencias en los diálogos, del sonido chapoteante del agua y de la cámara actuando como visión subjetiva no se sabe de quién...

Visto o sugerido, el siluro de ojos horribles y boca asesina es el peligro. Es el riesgo que el protagonista del dibujo y la película no teme. Franck -interpretado por Pierre Deladonchamps, premiado con el César al Mejor Actor Revelación de 2014- es un Juan sin miedo que no se amedrenta ni ante el siluro deslizándose por las aguas oscuras, ni ante los riesgos del sexo sin protección, ni ante el desconocido del lago. Por supuesto que no, siendo el extraño un dios bigotudo ochentero -lo encarna Christophe Paou- que, icónico como Tom Selleck en Magnum P. I. o Hank Ditmar en el porno, parece uno de los dibujos hipermasculinos de Tom de Finlandia.

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A la derecha, Frank (Pierre Deladonchamps) no teme al siluro bigotudo (Christophe Paou) en El desconocido del lago (Alain Guiraudie, 2013), © Les Films du Worso.

Así, ¿qué puede suceder en un escenario sin escondite posible y con una bestia acechando? En La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954) o Blow Up (Michelangelo Antonioni, 1966) el crimen se veía por una grieta en la realidad -el marco de la ventana o el encuadre de la fotografía-, pero en El desconocido del lago todo se puede espiar, pues no existen muros que fragmenten la realidad. Si hasta los actos que la sociedad biempensante considera íntimos aquí se airean con desparpajo chirigotero, ¿qué no ocurrirá entre el monstruo, su víctima y los demás espectadores?

Espectadores que no son únicamente los visitantes errantes del lago, zombis naturistas hambrientos de carne -al respecto, dice Eulàlia Iglesias en su artículo Extraños en el paraíso (Caimán, cuadernos de cine, nº 26 [77]) que «desde Sebastiane, de Derek Jarman, en ninguna película se había celebrado con tal frontalidad los cuerpos masculinos al sol»-, sino también los espectadores del cine. A nosotros, acomodados en las butacas, Alain Guiraudie nos ofrece la posibilidad de verlo todo, aún a sabiendas que hay quien no quiere ver -ya el cartel de Tom de Pekin fue censurado por escandaloso en un par de municipios-. El compromiso del cruising panóptico y paradisíaco de Guiraudie llega incluso al crimen de su narración, ese que, de haberse ocultado, habría constituido la duda sobre la que hubiera pivotado un thriller clásico-. Sin ocultación no hay duda, pero aún y así se mantiene la tensión. ¿Cuál? La de asistir al espectáculo de la intimidad de los humores y la sangre.

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La mojigatería de algunos Ayuntamientos prohibió el cartel de Tom de Pekin (centro) para El desconocido del lago. Quizá Versalles y Saint-Cloud hubieran preferido el de la izquierda, una de las primeras versiones antes de que Roy Genty, director artístico del film, invitara a participar a Tom de Pekin, © Les Films du Worso. Mientras unos ocultan, otros incluso lo convierten en portada de publicaciones, como la revista Caimán, cuadernos de cine, © Caimán Ediciones, S. L. Con un cartel u otro, más presente o menos, el film es lo que es y se erige en un canto a la visibilidad de la humanidad.