Los anarquistas del siglo XIX, el capitalismo occidental y los atentados de París

Los anarquistas del siglo XIX, el capitalismo occidental y los atentados de París

Lo que estamos viviendo en la Europa contemporánea, como señala el sociólogo francés Olivier Roy, "no es la radicalización del islam, sino la islamización del radicalismo". Muchos de los que deciden convertirse en guerreros al servicio del islam no son musulmanes en absoluto.

Paris. Anarchist attack. The 'café Terminus' has been bombed. Arrest of the terrorist., 1894, France. (Photo by: Photo12/UIG via Getty Images)Photo 12 via Getty Images

El 12 de febrero de 1894, los periódicos parisinos destilaban ira. Esa misma madrugada, habían tirado una bomba en un café lleno de gente que disfrutaba de una velada de música clásica. Hubo una víctima mortal y decenas de heridos. "Nuestras leyes actuales son demasiado laxas como para lidiar con estos individuos, cuya audacia criminal está cada día más llena de odio", declaraba Le Journal des Débats. Le Matin exclamaba: "No se le deberían negar medidas legales a aquellos que estén dispuestos a poner fin a esta secta que no reclama ningún territorio y actúa al margen de la ley".

Tras la explosión, el joven autor del crimen se dio a la fuga, disparando contra sus perseguidores, pero al final se le capturó y se le llevó a comisaría. En el bolsillo, llevaba un mechón de pelo atado con un lazo de seda rojo. Utilizaba un seudónimo -"Le Breton"- porque, según él, su nombre no era importante, ya que era anarquista y había renunciado a su identidad por la causa. "Este acto, que consideran monstruoso, es completamente natural para nosotros. La raza burguesa debe desaparecer para que llegue una era de justicia y libertad verdaderas que traerá la felicidad al mundo".

El capitalismo en occidente está volviendo, tras una larga aberración, a su "normalidad" del siglo XIX de altos niveles de concentración de la riqueza y bajos niveles de movilidad económica.

Los ataques perpetrados por los anarquistas contra objetivos políticos y civiles crearon una ansiedad constante en París durante la última década del siglo XIX. Surgieron de una teoría de la "propaganda de los hechos", según la cual los espectaculares ataques se apoderarían de la atención de los medios y galvanizarían a aquellos que compartieran la opinión de que la sociedad moderna se había convertido en algo intolerable. El anarquismo internacional proporcionaba tanto la teoría como la práctica para este tipo de actos: los anarquistas italianos, españoles y franceses compartían una estructura de organización de grupos de actuación independientes, intercambiaban su conocimiento sobre fabricación de explosivos, participaban en las operaciones de los demás y animaban a los demás con ideas como la gloria del guerrero o la redención que estaba por venir.

Esta violencia causada por los ciudadanos franceses (y otros europeos) presente en el tejido que conforma la sociedad francesa hizo de todo menos desaparecer durante el siglo XX. Por supuesto, París fue azotado por varios ataques terroristas durante la guerra de Argelia, pero formaban parte de la guerra en sí misma y tenían objetivos militares racionales. En términos generales, el París del siglo XX no conocía ese desconcierto específico que acompañó a los sucesos de febrero de 1894, que surgió de un lugar bastante más fantástico (e incluso psicopático). Pero en el siglo XXI, París ha vuelto a recordar ese sentimiento, esta vez a una escala mucho más terrible.

El resurgimiento de una guerra indiscriminada de los occidentales contra el propio tejido que conforma la sociedad occidental forma parte de la involución hacia las realidades del siglo XIX.

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Thomas Piketty nos ha dado otras razones para mirar hacia la era de Le Breton con el objetivo de comprender la nuestra.

Hasta ahora, conocemos bien su percepción: el capitalismo en occidente está volviendo, tras una larga aberración, a su "normalidad" del siglo XIX de altos niveles de concentración de la riqueza y bajos niveles de movilidad económica. Esta aberración fue más pronunciada durante los 30 años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, cuando había una distribución extraordinariamente amplia de los frutos del capitalismo. Sin embargo, fue esta excepción la que produjo el mayor llamamiento moral de occidente: estableció un nivel sin precedentes de consenso alrededor del capitalismo, hizo posible que las naciones absorbieran muchas potencias que anteriormente eran opositoras -enfriando así su fuerza explosiva- y que mucha gente que no formaba parte de la élite viera en la democracia capitalista la posibilidad de avanzar.

No debería sorprendernos que ahora, 30 años después de que esas tendencias económicas igualitarias del siglo XX empezaran a revertirse, el llamamiento moral haya empezado a disolverse. Y el resurgimiento de una guerra indiscriminada de los occidentales contra el propio tejido que conforma la sociedad occidental forma parte de la involución hacia las realidades del siglo XIX. Los sucesos como los recientes atentados de París también tienen un origen extremadamente complejo. Pero también son una cuestión de política, así de simple: tienen que ver con la liquidación de posibilidades para aquellos que se encuentren en los últimos niveles a medida que las economías occidentales recuperan su estratificación del estilo del siglo XIX y la consecuente pérdida de identificación con la sociedad, los sistemas y las naciones.

Estas generaciones no se sentían atraídas por la religión, que tantas formas de consuelo ofrece ante el sufrimiento terrenal. No, en vez de eso, les atraía la conflagración.

Como consecuencia inmediata de los atentados de París, los reporteros de la CNN no comprendían por qué los llamados terroristas "islámicos" no mostraban todos los rasgos de personalidad que asociaban con ellos. "No parecían tener, hasta hace poco, una mentalidad muy radical", comentaba un presentador de la CNN. "Salían, bebían, iban de fiesta, uno de ellos era dueño de un bar... Es gente que parece haberse radicalizado tan rápido... en algunos casos, en cuestión de una semana; es aterrador".

Este desconcierto surge de la ingenua idea de que la violencia terrorista contemporánea tiene su origen en la devoción musulmana. Pero la devoción religiosa no tiene nada que ver con la imagen que tenemos de los terroristas de París. De hecho, eran precisamente el tipo de personas que la CNN afirmaba que eran. Conocí a gente de ese tipo cuando vivía en un barrio musulmán de Bruselas hace dos años: una segunda generación de inmigrantes sin ventajas sociales, cuya principal manera de ganar dinero era traficar con cocaína; lo que garantizaba que nunca formarían parte de la sociedad europea convencional y que recibían la impresión más avara y decadente de ella. Esta gente vivía en la deprimente y sin formalizar periferia de Europa, y contemplaba el mundo desde la perspectiva de Piketty: no esperaban que nada fuera a cambiar.

Lo que estamos viviendo en la Europa contemporánea, como ya ha señalado el sociólogo francés Olivier Roy, "no es la radicalización del islam, sino la islamización del radicalismo".

Sus padres vivieron tiempos de oportunidades mucho mejores, ya que llegaron a Europa antes de que se destruyera la clase trabajadora. Cuando el padre de Abdelhamid Abaaoud, cerebro de los atentados de París, se mudó de Marruecos a Bélgica, encontró trabajo en una mina; con el tiempo, su situación mejoró de manera significativa y compró dos tiendas de ropa. Los miembros de su generación tenían esperanzas puestas en Europa, y, de hecho, eran religiosos; estas dos cualidades garantizaban que sus hijos llevarían en secreto su relación con el alcohol, las drogas y sus pequeños delitos y, más tarde, sus fantasías de venganza contra la sociedad europea.

Estas generaciones no se sentían atraídas por la religión, que tantas formas de consuelo ofrece ante el sufrimiento terrenal. No, en vez de eso, les atraía la conflagración. Querían pasar de ser don nadies a ser guerreros, razón por la que les atraía, de una manera poco convincente, Siria, la zona de destrucción total de la que todo el mundo intenta escapar. Igual que lo había hecho el anarquismo en el siglo XIX, la propaganda expertamente organizada del islam radical -a la cual no se accede a través de las mezquitas, sino a través de internet- aportó a esos jóvenes europeos tanto una explicación para su resentimiento y su alienación como la posibilidad de desempeñar un papel glorioso en la destrucción y el renacimiento del mundo. Al igual que los anarquistas que les precedían, estos seres humanos aparentemente normales adoptaron un punto de vista según el cual todo el mundo -y de manera especial los grupos de personas que salían a escuchar música por las noches- era culpable de la corrupción universal. Veían un mundo psicopático y respondieron de forma predecible: se convirtieron en psicópatas.

A veces estamos tan hipnotizados por la guerra y la religión que ignoramos el marco político y económico más general provocado por el auge del radicalismo que está teniendo lugar en todos los ámbitos.

Lo que estamos viviendo en la Europa contemporánea, como ya ha señalado el sociólogo francés Olivier Roy, "no es la radicalización del islam, sino la islamización del radicalismo" . La prueba está en que muchos de los que deciden convertirse en guerreros al servicio del islam no son musulmanes en absoluto: un 25% de los que dejaron Francia para luchar por ISIS eran personas que solo se habían convertido al islam para poder formar parte de la batalla contra la realidad del siglo XXI. Después de todo, las corrientes intelectuales que elevaron esos anarquistas del siglo XIX, igual que muchos revolucionarios posteriores, siguen vivas, y, a día de hoy, la religión es el único lugar en el que es viable invertir energía si se ansía conseguir un mundo radicalmente transformado. En esta era de estasis y desigualdad, esos deseos son cada vez más intensos, y el islam radicalizado no es más que el beneficiario más conspicuo. De hecho, el cristianismo pentecostal es la religión que más rápido crece del mundo, cosa que influye en gran medida en su poder para explicar y mitigar la situación del capitalismo global del siglo XXI. Aunque está creciendo con gran rapidez en África, Asia y Latinoamérica, también está creciendo en Europa últimamente: Bruselas, por ejemplo, que solo contaba con 11 iglesias pentecostales en 1980, ahora tiene 85.

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No hay duda de que el mundo contemporáneo se encuentra en una situación peligrosa y explosiva, y la violencia que se ha hecho cargo de grandes franjas de la misma produce muchas réplicas, en ocasiones, muy lejanas. Pero a veces estamos tan hipnotizados por la guerra y la religión que ignoramos el marco político y económico más general consecuencia del auge del radicalismo que está teniendo lugar en todos los ámbitos. La propaganda radical islámica ha asociado con mano experta el sentimiento de los europeos marginados con la batalla que se está librando en Oriente Medio -y los medios de comunicación se han mostrado de acuerdo con esa conexión- pero lo cierto es que esos europeos le estaban declarando la guerra a Europa. El sentimiento de marginación tenía su principio y su fin en su propia tierra.

A lo largo y ancho del mundo, hay muchas personas que se quedan descolgadas de nuestro sistema económico global, que ya no las necesita. La propagación de las ideologías radicales también se debe a este sencillo hecho.

Este tipo de conexiones entre lugares están listas para convertirse en algo aún más desesperado. Gran parte de África y de Oriente Medio está formada por población muy joven que tiene cada vez menos acceso al tipo de ayudas económicas de las que disfrutaron sus padres y que emigra a otras ciudades para llevar una vida marcada por la ansiedad y el desempleo. El cambio de enfoque de muchas economías de la región que han pasado de la agricultura a los recursos naturales han provocado que mucha gente sea superflua para la economía, ya que ahora se necesita solo a una parte de los empleados que se utilizaban antes. En Nigeria, por ejemplo, el auge de la economía del petróleo ha ido seguido de un derrumbamiento en otros sectores: en el año 1990, un 30% de la población vivía por debajo del umbral de la pobreza; en la actualidad, el porcentaje asciende al 70%. Este aplastante resultado económico debe de ir ligado al hecho de que, según un sondeo del Centro de Investigaciones Pew, los nigerianos demostraron tener el mayor nivel de aprobación de ISIS (un 7% en el caso de los cristianos y un 20% en el caso de los musulmanes).

A lo largo y ancho del mundo, hay muchas personas que se quedan descolgadas de nuestro sistema económico global, que ya no las necesita. La propagación de las ideologías radicales también se debe a este sencillo hecho. Si queremos evitar que la gente intente destruir el sistema tal y como lo conocemos, tenemos que contemplar la siguiente cuestión política: ¿cómo podemos hacer para que sea el sistema actual el que sirva a nuestra especie y no al revés?

Este post fue publicado originalmente en la edición estadounidense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Lara Eleno Romero.

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