Lakasa de Moby Dick, nuestra actualidad en agosto

Lakasa de Moby Dick, nuestra actualidad en agosto

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La isla de Nantucket en el año 1820 era la capital de los balleneros. Desde sus muelles, partían numerosos barcos a la captura de cetáceos con el fin de extraer sus grasas y obtener el aceite que, en forma de cera líquida, se empleaba como combustible en el sistema de iluminación de las capitales del mundo. Esta caza indiscriminada despertó un sentimiento de amenaza en los cachalotes que cambió sus comportamientos: comenzaron a atacar a los navíos. De aquí nació la leyenda de Moby Dick.

La literatura, sin embargo, jamás reparó de la existencia en aquellos embarcaderos de una tabernita de nombre Lakasa. Gracias a las elaboraciones que emanaban de sus cocinas y al trato dispensado en la sala, el restaurante se convirtió en el refugio de las ansiedades de los marineros. "El lugar donde quieres volver...", comentaban al regreso de su cruenta guerra con aquellos monstruos de las profundidades.

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La vida en la cocina de Lakasa por su parte no era menos trepidante. En agosto, desde sus cazuelas cada mañana bullían deliciosos aromas. Un día, elaboraban unas pochas guisadas con callos de atún, a la mañana siguiente, confeccionaban una salsa "barbakoa" casera para acompañar la hamburguesa de carne de ibérico puro y picaña de ternera. Los servicios fluían. Cocineros como Iris y Dani mejoraban sus habilidades con cada elaboración de la salsa de tomate y curry para los mejillones. Nacho crecía al limpiar cada merluza y cada rémol llegados de Galicia. Qué orgullosos se mostraban Juanlu y Mario al lograr una cocción perfecta del pulpo. El futuro estaba en sus manos.

La llegada del bonito del norte a la cocina suponía una oportunidad para la recreación. César y Fito empleaban una pulcritud y meticulosidad dignas de cirujanos al introducir el filo del cuchillo en estas asombrosas piezas. La manera que obtenían las ventrescas, las parpatanas, el tarantelo o el descargamento del bonito resolvían las incógnitas de las próximas novedades en sus sugerencias.

Al amanecer, los muelles junto a la parte trasera de la cocina recibían la mercancía procedente de la huerta. Vaya festival. La sensación de llevarse a la boca un tomate en la plenitud de su temporada resultaba electrizante. Imaginarse un guiso con las judías frescas del Granxet provocaba excitación. El nuevo plato de coca de verduras con cebolla al jerez, puré de ajo negro y emulsión de leche de oveja provocaba comentarios que rozaban lo erótico. Y para finales de mes, la aparición tanto del ¡huitlacohe! como de las primeras setas actuarían de perfecto reclamo para todo aquel que en agosto anduviera por la capital.

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Las crónicas locales no ahorraban en elogios a la hora de describir la labor de esta taberna en la promoción y defensa del vino. Sus propios vinos, un tinto de la uva garnacha y un blanco de la uva albillo, criados en la sierra de Gredos, y de nombre Eloane, se terminaban de refinar en las barricas, esperando la venida del próximo otoño para su embotellado y ver la luz. La llegada de los nuevos champanes de Pierre Péters y la ampliación en la oferta de jereces, ya con más de 20 referencias, eran dos ejemplos de la actividad que destilaba día a día su bodega.

El poder de la gastronomía no reside en transformar a las personas sino en revelar su verdadera naturaleza

A la hora del almuerzo en el comedor de Lakasa era imposible no toparse con un hombre de mar que no hubiera circunnavegado el mundo y arponeado un cachalote. Las rudas y enfervorizadas conversaciones en la mesa daban paso a un conmovedor silencio al acercarse José Tomás y servirles el pulpo a la brasa con salpicón de jengibre y lima y puré de boniato. Los ojos de estos tripulantes se tornaban vidriosos, sus caras dibujaban gestos de placer. De repente se averiguaba una actitud sensible, emocionada y agradecida. César se acercó a Marina y susurró lo sorprendente que era el poder de la gastronomía para cambiar a las personas. Marina, sonriente, lo corrigió: "no las transforma, solo revela su verdadera naturaleza".