En defensa del Brexit

En defensa del Brexit

En junio voy a votar para que Gran Bretaña salga de la UE. Además, espero que los otros países del bloque encuentren la confianza en un momento dado para hacer lo mismo. La Unión Europea que tenemos ahora mismo no es, en mi opinión, una alianza productiva y mutuamente beneficiosa.

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Foto: REUTERS

Cuando hablo con mis amigos españoles que son de izquierdas (aunque con la edad me cuesta cada vez más entender qué significa ese término) sobre la posibilidad de Brexit -la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea después del referéndum sobre este tema que tendrá lugar en el Reino Unido este 23 de junio-, a menudo su reacción espontánea es que sería un síntoma de un nacionalismo rancio, de excepcionalismo británico desfasado. Siendo británico yo, me incomoda discutir públicamente con mis amigos (¡prefiero quejarme de ellos cuando no están!), pero esta vez me es imposible evitarlo. ¿Por qué?

Primero, un poco de historiografía: los que agenciaron en primer lugar la membresía británica a la Unión Europea - o a la Comunidad Económica Europea (CEE), como entonces se llamaba - fueron derechistas. El gobierno que lo hizo, en 1973, fue conservador, el de Edward Heath. En 1975, el nuevo gobierno laborista organizó el primer referéndum sobre el asunto. Oficialmente, lo hicieron por razones democráticas, pero en realidad se hizo porque gran parte de las bases del partido -su parte más izquierdista - quería salir del CEE, mientras que muchos barones del partido querían quedarse; un referéndum resolvería esta disputa, por proporcionar un resultado vinculante.

Al final, los británicos votaron, en 1975, a favor de continuar en la CEE. Hay que tener en cuenta que la sección conservadora de la prensa británica -¡es decir, toda la prensa británica!- animó a sus lectores a votar a favor de pertenecer a la CEE. (El único periódico que animó sus lectores a votar para salir fue el del Partido Comunista Británico: The Morning Star.) No por primera vez en la historia de la Unión Europea, los intereses financieros consiguieron el resultado que querían.

El punto más importante aquí es que la izquierda británica tradicional siempre ha estado en contra de la UE. ¿Por qué? Porque intuían que no era más que un club capitalista (y esto legalmente desde los Tratados de Roma de 1957, que establecieron el mercado libre como el sistema económico del nuevo bloque).

Durante las décadas después del referéndum, la situación política en el Reino Unido cambió. La derecha británica se volvió cada vez más euroescéptica y casi toda la izquierda (sobre todo en el parlamento) paulatinamente decidió que quería quedarse en la UE. ¿Por qué ocurrieron estos cambios? Entre la gente de derechas, es cierto que -en términos generales- ha crecido un chauvinismo ruin. En la otra banda -la de la izquierda-, en cambio, está claro que se han hecho las paces con la dictadura de los mercados financieros que la Unión Europea representa hoy (utilizo aquí la palabra dictadura literalmente; no es una metáfora). En suma: desde una perspectiva británica, el auge de la Unión Europea es sinónimo de la derrota de la izquierda.

Por utilizar un término de la guerra fría (un periodo que casi produce nostalgia hoy en día, dada la situación actual en el mundo), la UE, más que una unión, es un pacto de destrucción mutua asegurada.

En la cima de su vanagloria imperialista, la UE creó su propia moneda, pero durante los últimos ha ido consolidándose esa la opinión que defiende algo que precisamente ha unido a las dos alas del euroescepticismo británico durante mucho tiempo: si se intenta promover la integración económica en Europa sin cumplir la precondición de integración política, la nueva moneda lo va a tener bastante difícil sobrevivir. Hoy en día, parece que lo único que sigue asegurando la existencia continuada del Euro (¡hasta el nombre es feo!) es el optimismo equivocado de los que han beneficiado menos de ello.

¿Por qué no llamamos a este optimismo lo que en realidad es? Es una especie de servidumbre voluntaria, que probablemente tiene sus raíces en un complejo de inferioridad histórico -e igual de equivocado- que ha afectado especialmente a los países del sur del continente.

Por ejemplo, me he preguntado muchas veces por qué Alexis Tsipras eligió una vez más vender su país y su partido a Europa después del 'Oxi' (No) resonante que salió del berillante referéndum griego que él organizó. La única respuesta posible es que, al final, los políticos griegos decidieron que su país necesitaba a la Unión más de lo que la Unión les necesitaba a ellos. Que los griegos también lo verían así fue claramente lo que también pensaron los miembros del establishment en los países del norte (sobre todo Alemania) y les salió bien. Quizás la percepción de su propia historia ha convencido a los griegos de que el norte todavía les puede enseñar y guiar, cuando en realidad los está explotando de manera más o menos brutal.

Me duele decirlo, pero creo que algo parecido ha ocurrido en España, un país al que quiero mucho. Cuando España -prácticamente por primera vez en su historia- tenía por fin la posibilidad de establecer una democracia parlamentaria funcional -al principio de los ochenta-, empezó a formar parte de la incipiente Unión Europea. Podría decirse que España nunca ha tenido la oportunidad de asumir su estatus como país democrático, porque en los momentos claves de su historia, siempre se le ha hurtado esta posibilidad. Y quizás los españoles lo intuyen y esto ha agravado su sentimiento de inseguridad. ¡Súbditos perfectos para la UE!

El caso de Gran Bretaña es ligeramente diferente, ya que ha podido disfrutar de una cierta tradición democrática. Pero esta diferencia es precisamente lo que puede darle la confianza de decir lo que muchos otros países no pueden: el emperador no lleva ropa.

Personalmente creo que si el Reino Unido vota a favor de salir (que ahora parece perfectamente posible), no debería verse como un rechazo al resto del continente, sino como un intento de recuperar un mínimo de control democrático y, de ahí, como un modelo a seguir para todos. Siempre he pensado que, a pesar de lo que dice mucha gente, hay una identificación británica importante con este continente: viajamos por él constantemente, hablamos bien de Europa (¡diría, por ejemplo, que tenemos mejor opinión de los españoles que la que ellos tienen de sí mismos!), muchos de nosotros vivimos aquí; por otro lado, no envidiamos a Europa. Y esta ausencia de envidia es lo que nos ha proporcionado la oportunidad de abrir una grieta importante en esta llamada Unión, que no sólo no tiene legitimidad ni política ni económica, sino que, con la crisis de los refugiados, ha perdido hasta su supuesta legitimidad moral.

Con disculpas a mis amigos, por tanto, en junio voy a votar para que Gran Bretaña salga de la UE. Además, espero que los otros países del bloque encuentren la confianza en un momento dado para hacer lo mismo. La Unión Europea que tenemos ahora mismo no es, en mi opinión, una alianza productiva y mutuamente beneficiosa. Por utilizar un término de la guerra fría (un periodo que casi produce nostalgia hoy en día, dada la situación actual en el mundo), es más bien un pacto de destrucción mutua asegurada.