¡Quién muriera como Venecia!

¡Quién muriera como Venecia!

Lejos de morir, Venecia es una ciudad dinámica y con un enorme potencial, con una tasa de paro que ya querrían para sí decenas de ciudades italianas (y españolas), una oferta cultural envidiable para casi cualquier ciudad de sus dimensiones demográficas en el mundo.

Dice la prensa que Venecia muere. No cito ningún artículo en concreto, porque son decenas las que en el último año han inundado las páginas de opinión y de actualidad de la prensa española e internacional afirmando sin rubor y con notable desconocimiento que la ciudad de Marco Polo es la Detroit del Adriático. A veces, hasta con errores de tal calibre que cuesta creer que sus autores hayan pisado, al menos una vez en su vida, la plaza de San Marcos, aquélla que para Napoleón era el más bello salón del mundo.

Quizás es porque soy valenciano y estoy acostumbrado a sufrir el desprestigio mediático infundado, quizás es porque me quedé prendado de Venecia la primera vez que la pisé y sentí la necesidad de recorrerla entera. No vivo en Venecia, vaya por delante; pero me permito hablar de la que es, sin duda, una ciudad incomparable, con la justa autoridad que me confiere haber transitado, desde Jesolo hasta Chioggia, la laguna Véneta entera -una verdadera área metropolitana palustre- y haber conocido la Venecia real.

Pocos lugares verdaderamente únicos quedan en el mundo, y Venecia es uno de ellos. Si nos llevan con los ojos vendados a cualquier barrio periférico de una gran ciudad, sería casi imposible adivinar dónde nos encontramos. Pero la homogeneización con que la globalización ha irrumpido en las grandes urbes no golpea a la capital véneta. No hay nadie que no pueda reconocer, de un golpe, la miles de veces llamada ciudad más bella del mundo. Y, claro, eso tiene consecuencias: la tan manida masificación turística. Un fenómeno que, reconozcámoslo, Venecia sufre, aunque no más que Barcelona, París, Roma o Florencia.

Es verdad que por el puerto de Venecia pasan cada año miles de cruceristas -en el Mediterráneo, sólo la supera la capital catalana-, pero no es menos cierto que el Polo Petroquímico de Marghera, en el puerto veneciano, atrae a 400 petroleros cada año. Es verdad que en Calle Larga XXII Marzo, junto a San Marcos, ya no hay ni artesanos ni carniceros, sino boutiques de lujo, de las que pueblan desde place Vendôme a la via Montenapoleone; pero no es menos cierto que en la misma calle está la sede de una Cámara de Comercio provincial formada por 132.000 empresas, como tampoco puede negarse -por quien se haya molestado en salir apenas 100 metros de los circuitos turísticos- que la Venecia real, de Castello, Cannaregio o Dorsoduro -tres de los sestieri (barrios) de la ciudad- existe y que no es un parque temático.

Si las tiendas antiguas, las ancianas sentadas a la fresca o los niños jugando en la calle son signo de la vitalidad de una ciudad, Venecia es más ciudad y está más viva que Londres, París y Madrid sumadas. No hace falta ni siquiera alejarse del centro más turístico: por el mismísimo Gran Canal navegan a primera hora de la mañana las barcazas de los fruteros o los pescaderos con el género para sus establecimientos. Yo mismo, invitado por la generosidad de un veneciano, he viajado, entre tomates y hortalizas, hacia la sede de la IUAV, una de las universidades más prestigiosas en el ámbito del urbanismo en el mundo, que forma a miles de estudiantes en el mismo centro de Venecia.

La prensa ha transmitido y transmite en muchos de sus artículos una imagen desdibujada, cuando no capciosa, de Venecia. Se magnifica la foto de un error de un turista circulando en su coche por los márgenes de un canal en Chioggia, a 50 km del centro de Venecia, y se presenta como si los coches campasen a sus anchas por San Marcos -lo que es, por cierto, físicamente imposible, salvo que el coche flote-. Se difunden imágenes de un anodino bañista en la dársena del puerto de Venecia, como si fuera habitual bañarse en el mismísimo bacino Orseolo, entre góndolas. El nivel de la crítica a Venecia llega a lo absurdo, sobre todo cuando uno piensa en las calles de Barcelona, Benidorm o Calvià -por citar tres ejemplos de gran atracción turística- un sábado de agosto.

La capital véneta sigue siendo un centro administrativo, económico y comercial de primer orden en el norte de Italia; una región que, dicho sea de paso, tiene un tejido empresarial y una vitalidad económica envidiables. En Venecia hay turistas, sí. Muchos turistas. Pero también venecianos. Desde grandes industriales a camareros, jubilados, escolares, amas de casa, profesionales liberales... y un sinfín de perfiles, como corresponde a una gran ciudad, que se ha merecido el título a pesar de su población más bien modesta (unos 270.000 habitantes, como Gijón; de los que 60.000 viven en el centro histórico, una cifra equivalente a la población de Alcoi, pero que multiplica por cinco a la de la City londinense -y nadie dice que Londres se muera-), y que se nos quiere presentar, erróneamente, como un parque temático.

Lejos de morir, Venecia es una ciudad dinámica y con un enorme potencial, con una tasa de paro que ya querrían para sí decenas de ciudades italianas (y españolas), una oferta cultural envidiable para casi cualquier ciudad de sus dimensiones demográficas en el mundo y hasta un sistema de transporte público que, por su eficiencia y su puntualidad, bien podría hacer reflexionar a los directores de operadoras de metro y autobús urbano incluso en ciudades que multiplican por diez la población de Venecia. Las posibilidades de Venecia en el futuro son muchas, basta que los venecianos encuentren a dirigentes públicos que sepan explotarlas y una sociedad civil comprometida con su territorio. No es poco, pero es mucho menos que en otros miles de lugares.

Si Venecia se muere, ¡quién muriera como lo hace Venecia!