La impunidad nuestra de cada día

La impunidad nuestra de cada día

En Colombia, donde no acabamos de conmemorar un aniversario luctuoso cuando ya se nos viene encima el otro, es interminable la lista de colombianos ilustres cuyas muertes han quedado refundidas en los folios inaccesibles de nuestro alzhéimer judicial.

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Toma del Palacio de Justicia en Bogotá, de la que ahora se cumplen treinta años. EFE

Un caso más o uno menos de impunidad no marca ninguna diferencia en la espiral de injusticia que azota a este país y que es aceptada como un axioma que nadie se atreve a controvertir. La justicia es así y punto. Eso no se discute, no se cuestiona, no se confronta. Entre otras cosas, porque no hay a quien culpar, nadie a quien reclamarle.

Hace un par de días nos enteramos con cierto alivio de la captura del excongresista Ferney Tapasco, condenado a 36 años de cárcel como autor intelectual del asesinato de Orlando Sierra, subdirector del periódico La Patria, de Manizales; crimen ocurrido hace quince años. En un país donde casi la mitad de delitos contra los periodistas sigue sin resolverse, esta noticia es tan excepcional como cuando una persona muerde a un perro.

Al mismo tiempo se cumplieron veinte años de impunidad del asesinato de Álvaro Gómez, quien cayó víctima de los sicarios que lo esperaban a la salida de la Universidad Sergio Arboleda el 2 de noviembre de 1995. Como con tantos otros magnicidios, con el de este conservador ilustre nadie se mosquea, porque como estamos en Colombia...

En forma rutinaria --y casi como una reacción instintiva-- cuando uno trae a colación el misterio que rodea algún asesinato, salen a relucir no uno sino varios, muchos más, en los que la inoperancia de la justicia es igual o peor. Sin importar si el conteo empieza por Jorge Eliécer Gaitán o Luis Carlos Galán, es preciso sumar a la lista a Jaime Garzón, al general Valdemar Franklin Quintero y a Bernardo Jaramillo, por citar apenas unos cuantos nombres de personajes de distintos orígenes, ideologías y ocupaciones, pero con un denominador común: la impunidad enquistada a lo largo de los años en procesos que no avanzan, expedientes que se pierden, sindicados que desaparecen como por arte de magia o testigos que se arrepienten.

En este país no acabamos de recordar un aniversario luctuoso cuando ya se nos viene encima el otro. Del asesinato de Rodrigo Lara Bonilla pasamos al de Carlos Mauro Hoyos; del de Guillermo Cano, al de Carlos Pizarro; del atentado contra José Antequera saltamos al del general Fernando Landazábal Reyes; del de Julio Daniel Chaparro al de Enrique Low Murtra; y así podríamos seguir en una interminable y macabra nomenclatura de compatriotas ilustres, cuyas muertes han quedado refundidas en los folios inaccesibles de nuestro alzhéimer judicial.

Desde luego, los casos inconclusos no solo tienen que ver con atentados contra la vida de personas notables; en Colombia, la impunidad, lejos de ser la excepción, es la norma. Un informe publicado en julio pasado en este diario cita una estadística escalofriante: "Solo en dos de cada diez casos de asesinato las autoridades logran llevar a algún responsable ante los jueces. Y en al menos la mitad de esos procesos los acusados terminarán de nuevo en las calles".

Pero en este trágico balance la impunidad no se reduce a los crímenes sin castigo de los cuales han sido víctimas tantos colombianos eminentes o ciudadanos del común. Muchas matanzas de campesinos humildes o muchachos inocentes --desde las masacres de Trujillo (Valle) o El Salado (Bolívar) hasta los falsos positivos de Ocaña o de Soacha-- han quedado registradas o archivadas como obras de personas u organizaciones que supuestamente buscaban desestabilizar el país o de agentes del Estado que actuaban como ruedas sueltas.

Y así llegamos pasado mañana a los treinta años de la toma y retoma del Palacio de Justicia, fecha que conmemoraremos con misas, velas blancas, golpes de pecho, señalamientos, protestas, anuncios de la Fiscalía y minutos de silencio, pero cubiertos con el consabido manto de impunidad. O con una espesa cortina de humo, que para el caso es lo mismo.

Este post fue publicado originalmente en El Tiempo