Dejé a mi marido por un chico de 18 años

Dejé a mi marido por un chico de 18 años

Mark y yo empezamos a salir cuando yo era muy joven. En el momento en el que nos conocimos, yo era una chica de 20 años con un deseo desesperado de ser querida. Mark era un camarero de 30 años con una predilección por escribirme poemas y mensajes de texto en los que me profesaba su amor bien entrada la noche.

Por Kendra Mallory.

Mark y yo empezamos a salir cuando yo era muy joven. En el momento en el que nos conocimos, yo era una chica de 20 años con un deseo desesperado de ser querida. Mark era un camarero de 30 años con una predilección por escribirme poemas y mensajes de texto en los que me profesaba su amor bien entrada la noche. Aparentemente, si le repites a una chica joven que tiene poca autoestima que es preciosa y genial una y otra vez, se enamorará de ti e incluso se casará contigo.

A medida que cumplía años y que me sentía más segura de mí misma, la relación se convirtió en discusiones nocturnas a gritos, y empecé a sufrir ataques de pánico al pensar en estar con Mark para siempre.

Mark y yo nos mudamos con mis padres en septiembre y cuando empezaron a caer las hojas de los árboles, yo ya estaba preparada para mudarme por mi cuenta. Mark se volvió un quejica, un mártir y el vivo ejemplo de una persona con complejo de Peter Pan.

Nuestra relación llegó al punto de que evitaba quedarme sola con él y el mero hecho de imaginarme que su piel tocaba la mía me daba asco. Para octubre, pasaba la mayor parte de las noches en el sofá y me inventaba excusas para justificar por qué no dormía en la cama con él.

A medida que Mark y yo nos íbamos distanciando, mi hermana volvió a casa de mis padres por Navidad. Con ella vino su grupo de amigos, siempre listos para asaltar la nevera de mis padres y dormir en el sofá que ya tenía diez años.

Resulta que Sean, uno de los amigos de mi hermana, se convertiría en mi marido poco después. Lo conocía desde que él tenía 15 años. He cenado muchas veces con él en mi casa y siempre había pensado que era mono, pero nunca le di mayor importancia.

Llevaba sin ver a Sean varios meses y, durante ese periodo de separación, este había pasado de ser un niño a ser un fornido hombre de 18 años. Se quedó en casa durante los primeros días de vacaciones de Navidad. No quiero decir que me quedara sin respiración al verle porque no soy fan de los clichés, pero cuando le volví a ver después de todo ese tiempo, mis pulmones decidieron que iban a dejar de realizar su función habitual.

Sean era alto, moreno y guapo. Sus antepasados sirios le habían dotado de una tez dorada, unos ojos oscuros con vida propia y una sonrisa capaz de iluminar la habitación más oscura.

Como Mark era camarero, no le veía mucho cuando yo estaba en casa. Vivir con mis padres también redujo mi vida social, por lo que acabé saliendo mucho con mi hermana, sus amigos y, afortunadamente, Sean. Mi hermana y sus amigos solían irse a otro sitio y Sean y yo nos quedábamos solos viendo alguna película, bromeando y hablando hasta tan tarde que cuando acabábamos todo el mundo ya estaba dormido.

¡Me sentía como una loca! Tenía 25 años, acababa de terminar Derecho y él tenía 18 años y acababa de terminar el instituto. Pero la química es una ciencia y no se puede negar la evidencia. Las chispas que saltaban entre nosotros podrían haber encendido un barrio entero. Era eléctrico y me había cargado las pilas de una nueva vida.

Sólo podía pensar en él. Resplandecía con la luz que sólo un nuevo amor podía proporcionar. Un chico de 18 años me había ayudado a comprobar lo que es ver a alguien de verdad y lo que es que te vean de verdad.

La situación siguió así durante dos semanas más, y mi frágil relación con Mark comenzó a acercarse cada vez más rápido a la destrucción. En Nochevieja, Mark y yo tuvimos una discusión enorme -se nos oyó por toda la casa- en la que intervino mi padre y por la que acabé llorando.

Cuando Mark salió de trabajar y volvió a casa esa noche, le dije que se tenía que ir. Para siempre. Lloró mientras hacía las maletas. Esperé impacientemente mientras veía cómo recogía sus cosas a la vez que pensaba en lo que estaría haciendo Sean en ese momento.

Dos noches más tarde, Sean y yo nos besamos por primera vez. Durante las dos semanas siguientes, fuimos prácticamente inseparables. Puse fin a una relación adulta con un hombre de 30 años para comenzar con lo que debería haber sido una apasionada aventura con un chico de 18 años. Una aventura a la que, más adelante, recordaría con cariño y de la que contaría historias a mis hijos para demostrarles que su madre había sido una rebelde.

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Mis amigos y mi familia expresaron su preocupación por mi vida y mis últimas decisiones. Mark, que acabó mostrando celos de Sean, me enviaba mensajes de texto por la noche en los que me insultaba o me decía que fuera al psicólogo. No me importaba en absoluto. Me había pasado toda la vida haciendo bien las cosas y siguiendo las normas sociales. Y nada me había hecho sentirme tan viva como Sean.

Tras esas dos semanas paradisíacas, Sean se alistó en la Marina. Ese era el detalle que había intentado olvidar durante nuestro edén romántico. Cuando le llevé en coche a la oficina de reclutamiento, decidimos que intentaríamos tener una relación a distancia.

"Entonces ahora eres mi novia, ¿no?", murmuró en el coche.

"Sí, supongo que sí", le respondí felizmente mientras le apretaba la mano sobre el salpicadero del coche.

Estaba teniendo un ataque de pánico, mi mente gritaba "¡TIENES 25 AÑOS!" y lo repetía una y otra vez. Por primera vez en mucho tiempo, ignoré a mi cerebro e hice lo que me hacía sentirme bien.

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Cuando aparqué en la oficina de reclutamiento, se acercó, me dio un beso largo, se quedó mirándome al separarse y me dijo: "¿Te veré cuando me licencie?". Asentí y sonreí. No sabía cuándo sería la ceremonia ni en qué campamento se celebraría y, además, no tenía ni un duro, pero estaría allí.

Por primera vez en mi vida adulta, iba a hacer algo a ciegas y sin planes de futuro. La chica de 25 años que acababa de terminar Derecho y el futuro marinero de 18 años estaban saliendo. Que le dieran a las convenciones sociales.

No voy a decir que la relación fue fácil. Hubo mentiras, cuernos y sufrimiento. Hubo llamadas a altas horas de la noche en las que sollozábamos y gritábamos. Sean y yo pasamos los siguientes dos años y medio rompiéndonos el corazón una y otra vez. Pero siempre acabábamos volviendo a los brazos del otro y, al recuperarnos, nos conocimos mucho más íntimamente.

Crecimos juntos y nuestra relación era un bucle de crecimiento y destrucción, nuestras partes individuales se unían cada vez que nos esforzábamos por recuperar lo que teníamos.

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Después de salir tres años, dejé mi trabajo, me mudé a San Diego y me casé con Sean. Él me pidió que hiciera todas esas cosas, por supuesto. Hubo muchas opiniones respecto a mis decisiones, y todavía tengo que aguantar miraditas cuando la gente se entera de la diferencia de edad. Pero soy feliz.

No puedo describir lo que Sean me hace sentir, pero es mi mejor amigo, mi compañero de películas, mi mayor admirador, mi crítico más sincero, mi confidente y el gran amor de mi vida.

Pero resulta que nació en una década distinta.

El artículo apareció originalmente en YourTango.

Este post fue publicado con anterioridad en la edición estadounidense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Irene de Andrés Armenteros.