Un año sin sexo, y aún sigo casada

Un año sin sexo, y aún sigo casada

Si no has practicado sexo durante un año (¡un año!), tu matrimonio está abocado al fracaso. Tanto la mujer como el marido deben ser unos infelices; la unión no durará mucho. Quizá deberías llamar a algún abogado especialista en divorcios, o ir a alguna terapia de sexo.

Las parejas con hijos han estado en el punto de mira últimamente. Hace poco oí que las parejas que llevan un tiempo casadas, y cuya relación se basa en la igualdad y en el compromiso, como en mi caso y en el de muchas mujeres de mi generación (criadas en los 80, una década plagada de divorcios y decepciones), nos las apañamos para no tener sexo con tanta frecuencia como... pongamos, cualquier otra persona. Las parejas casadas y con hijos podemos llegar a olvidarnos hasta del romanticismo; quizás nos basta con rozarnos las manos enrojecidas de fregar cuando uno le pasa al otro la bolsa de guisantes congelados para el microondas, o con doblar juntos un sinfín de calcetines limpios... Muy de vez en cuando, incluso nos da por procrear. Pero eso es todo.

Parece que somos padres tristes, sin alegría ni diversión (aunque no lo cambiaríamos ni por un millón de noches de veinteañeros alegres, sin hijos, sin prisas, ni obligaciones).

Resulta raro leer nuestras supuestas verdades de esta manera. El día que The New York Times Magazine retrata tu matrimonio en su portada rosa, puede hacer que te sientas un fracasado, mientras empujas el carrito por el mercadillo orgánico de los domingos al tiempo que vas sorteando a los hipsters resacosos, con el niño cogido del brazo y esas bolsas que cuelgan de tus ojos. Qué ironía.

La verdad es que esto no es así para la mayoría de nosotros.

En junio, cumpliré doce años de casada. Nos conocimos cuando rondábamos la veintena, ¡qué ingenuos! Mi marido, con su encanto un tanto bobalicón, se pasó por mi pequeño despacho mi primer día de trabajo. Me acuerdo de que llevaba sandalias con calcetines (aunque jura y perjura que él nunca ha ido en sandalias al trabajo). Me invitó a ver un partido de baloncesto para conocer mejor a los compañeros de trabajo. Cuando llegué, descubrí que era la única invitada.

Los primeros meses fueron ardientes, y no solo porque viviéramos en medio del desierto de California. Todas las noches y todos los fines de semana había algo que celebrar: cenábamos fuera, bailábamos, paseábamos, sorbíamos unos margaritas baratos, nos dábamos el lote en cualquier banco de la calle, y nos íbamos a la cama pegajosos de sudor.

A medida que fueron avanzando los meses, la llama se suavizó (boda, hipoteca, reproducción), pero nunca llegamos a aburrirnos el uno del otro. Por supuesto, discutíamos por si debíamos cambiar el horrible sillón de tela deshilachada, o por otras cosas típicas, como el dinero, los compromisos externos o el trabajo. Con todo, siempre volvíamos al confort que nos inspirábamos mutuamente, y al placer del sexo.

Luego vino nuestro primer bebé. La niña nos hizo darlo todo, y no de la forma en la que lo harías en concierto de sábado noche. El embarazo fue un shock para mí (pasé de usar una talla S a una talla ballena); vivía en una paranoia constante al pensar que cualquier gesto insignificante podría hacer peligrar la vida de nuestra pequeña.

Y aquí viene la confesión que todos están esperando: No practicamos sexo en todo un año.

Sí, lo has leído bien. Un año. No es fácil admitirlo, dado que en nuestra cultura el sexo siempre va unido a la juventud, la felicidad y a la valía. Parece que no hay lugar, especialmente en el caso de las mujeres, para hablar honestamente de los altibajos del sexo, de los periodos de actividad frenética intercalados con otros de tranquilidad y pausa. Si no has practicado sexo durante un año (¡un año!), tu matrimonio está abocado al fracaso. Tanto la mujer como el marido deben ser unos infelices; la unión no durará mucho. Quizá deberías llamar a algún abogado especialista en divorcios, o ir a alguna terapia de sexo. Si no has practicado sexo durante un año, seguro que la mujer es algo así como un demonio, un monstruo frígido. Lo más probable es que el hombre ya tenga un pie fuera de la casa.

Pero resulta que nosotros no estábamos tristes. Mi embarazo fue duro. Y el post-parto peor... me refiero al dolor físico (porque no todas somos como Michelle Duggar) y a la inexistencia de eso que antes llamábamos horas de sueño. Por no hablar del agotamiento emocional, no solo causado por los horarios que dictaba el bebé, sino también por las formas que estaban adquiriendo nuestra identidad y nuestra relación, convirtiéndose en algo nuevo y casi irreconocible.

A pesar de todo, había cosas que seguían igual: nuestra conexión complementaria, los valores que compartíamos, los recuerdos de nuestros años de diversión libre y de intimidad física. Además, teníamos un nuevo nivel de confianza: habíamos hecho algo que nos marcaría para siempre, de una forma más intensa que cualquier experiencia o expresión de deseo sexual. Habíamos creado vida a partir de nuestro amor.

No hay nada como esa confianza que crece cuando ves que la persona a la que amas florece con una nueva vida. Cuando ves que el hombre al que escogiste con sus 28 años, un par de zapatos y una sola receta de burritos a sus espaldas se ha convertido en un compañero maduro e imprescindible en tu vida, descubres que puedes confiar en él y, de hecho, que ya confías en él.

Una cosa es fiarse de un chico lo suficiente como para tomarte un margarita con él. Y otra cosa es confiar en una persona hasta el punto de que cuando te ves capaz de volver a disfrutar del sexo con uno de esos pocos condones que tienes por casa (con el fin de alargar el tiempo hasta darle un hermanito a tu bebé) y, de repente, el condón se sale y se pierde por ahí abajo, dejas que sea él el que tome las riendas. Y así, él te rescata, y rescata el preservativo errante con la misma calma con la que un ganadero extraería a un becerrito del vientre de su madre.

Sí, esta es la cruda realidad del sexo en el matrimonio.

El matrimonio cambia cuando tienes hijos y una hipoteca y un cachorro que llegó a casa en Navidad y un trabajo y un frigorífico sin fondo que nunca está lo suficientemente lleno (vayas las veces que vayas al supermercado). Es así, cuando vais en coche, la mirada que le lanzas a tu pareja puede significar desde ¿Has sacado la basura? hasta Esta noche va a ser movidita.

Con todo, cualquier noche de viernes lluviosa, te quedas fijamente mirando a su cara (ya con alguna arruga, pero con la misma mirada cálida) de la que solo te separa un montón de falditas y camisetas sin planchar, y te dices a ti misma: Quiero a este hombre más que nunca en mi vida. El amor que siento por él es más profundo que nunca. Cuando lo conocí, era un chico delgadito, sexy y fogoso; ahora es mi héroe.

Traducción de Marina Velasco Serrano