Tres años después del suicidio del joven que inspiró la Primavera Árabe, su ciudad sigue sufriendo

Tres años después del suicidio del joven que inspiró la Primavera Árabe, su ciudad sigue sufriendo

GTRES

Hace tres años, un vendedor ambulante llamado Mohamed Bouazizi se plantó frente al ayuntamiento de Sidi Bouzid, una sombría ciudad del centro de Túnez, se roció con gasolina y encendió una cerilla.

Bouazizi era el único sustento con el que contaba su familia. Había luchado mucho tiempo por que las autoridades locales le concedieran el derecho a vender en la calle con su carrito, llegando incluso a ofrecer sobornos a la policía. El 17 de diciembre de 2010, cuando una agente de policía le confiscó por enésima vez su carrito, no pudo aguantar más.

Su suicidio constituyó el acto definitivo de las protestas, haciéndose eco de las frustraciones y humillaciones a las que se enfrentan millones de tunecinos cada día, como la injusticia, la corrupción, la devastación y la pobreza. En el momento en que las llamas consumieron su cuerpo, la revolución estalló en Túnez. Y así se extendió por gran parte del mundo árabe, y se consiguió derrocar a Zine el Abidine Ben Ali, que había dominado el país con puño de hierro durante 23 años.

Entretanto, han pasado tres años y cuatro Gobiernos, pero, en plena revolución, la gente que vive aquí sigue quejándose de las mismas miserias de las que se quejaban entonces. A pesar de la revolución y de las promesas de nuevas oportunidades económicas, los tunecinos se enfrentan a continuas subidas de precios, a una tasa imposible de desempleo y a la persistente inestabilidad. El 15% de la población activa del país es incapaz de encontrar trabajo.

“No ha cambiado nada en absoluto”, afirma Mohamed Ali, un profesor de matemáticas que ahora es activista político, mientras da un sorbo a su café en un centro juvenil que lleva el nombre de la revuelta. “Las calles se impregnaron de sangre, pero, aunque luchamos, no hemos obtenido nada”.

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Grafiti revolucionario en una pared de Sidi Bouzid con la imagen de Mohamed Bouazizi, el vendedor ambulante que, con su suicidio, inspiró la Primavera Árabe hace tres años.

Según nos cuenta Ali, él se ha pasado las últimas décadas educando a la gente de Sidi Bouzid para que luego busquen trabajos que ni siquiera existen. Desde la revolución, la población ha suplicado al Gobierno que estimule el crecimiento de nuevas empresas, que construya modernos hospitales y mejore las carreteras. Pero, ante todo, han pedido puestos de empleo, pues casi un cuarto de la población está en paro. Y ya están hartos de que los ignoren.

Sidi Bouzid, a cuatro horas en coche al sur de la capital tunecina, no tiene nada que ver con las calles de estilo parisino que tiene Túnez, la capital costera. A medida que vas alejándote de la costa, van apareciendo más pueblecitos a medio construir, paralizados por falta de financiación. A la entrada de la ciudad, los pastores cuidan de su rebaño mientras unos esmirriados caballos arrastran un carro al trote. Y unas jóvenes con uniformes azules de fábrica se cogen del brazo mientras atraviesan un campo lleno de basura.

"UNO DE NOSOTROS"

A pesar de contar con casi 417.000 habitantes, Sidi Bouzid tiene un ambiente más propio de pueblo. Por eso, cuando Bouazizi se prendió fuego, la gente salió a la calle para mostrar su solidaridad sólo una hora más tarde.

“Era una persona normal”, opina Ali. “Como todo el mundo. Uno de nosotros”. Aunque Ali no conocía personalmente al vendedor ambulante antes de su inmolación, este profesor dice que fue una de las primeras personas en visitar a Bouazizi en el hospital, junto con otros activistas y miembros de sindicatos.

En el aniversario de la revolución celebrado este año, el presidente interino Moncef Marzouki y otras dos importantes figuras políticas decidieron no asistir a una ceremonia en Sidi Bouzid que conmemoraba la revuelta. En el evento que se celebró el año pasado, los manifestantes lanzaron piedras y tomates a Marzouki, que prometió que el crecimiento económico se empezaría a notar pasados seis meses. No obstante, la gente sostiene que sólo se trata de una promesa incumplida más.

En la ciudad, la población ve la revolución y al hombre que la inspiró con una mezcla de tristeza y nostalgia al recordar otra época en la que había más esperanzas. Poco después de que las revueltas terminaran a mediados de enero de 2011, cuando Ben Ali y su familia huyeron de Túnez, la realidad reveló que quizás las cosas no mejorarían. Al menos no por el momento. La ciudad de Sidi Bouzid se hizo famosa por su desgracia, pero hay gente que, harta de revueltas, no está del todo de acuerdo con lo que Bouazizi ha suscitado.

Le culpan por traer el caos y la inestabilidad a Túnez. Aunque Ben Ali era un dictador temido, por lo menos había algo parecido a la estabilidad, afirman.

La mayoría de los miembros de la familia de Bouazizi se ha ido de la ciudad, no se sabe muy bien adónde, porque los recuerdos del difunto son inevitables. “[Los que critican a Bouazizi] están matando el simbolismo y todo lo que Bouazizi hizo por el país”, comenta Ali, enfadado y avergonzado de que sus conciudadanos culpen al disidente caído del actual desastre político y económico. Insiste en que se trata de gente de las zonas costeras que no vive de cerca la cruda realidad.

"SOMOS LOS GRANDES OLVIDADOS"

En Túnez, que toca por el norte y el este con el Mediterráneo, las desigualdades entre las áreas costeras y de interior son obvias. “Somos los grandes olvidados del país”, nos cuenta Ali. “No hay equilibrio entre el este y el oeste”.

Fue la protesta de los jóvenes la que logró acabar con el hombre fuerte de Túnez, y son los mismos jóvenes los que se enfrentan a los problemas más acuciantes. En Sidi Bouzid, Ali ve cómo los años pasan y sus estudiantes siguen sin tener oportunidades. La única opción que les queda es dejar la escuela y ponerse a trabajar por cuatro perras para ayudar a sus familias, que lo están pasando mal.

Algunos antiguos estudiantes han dejado Túnez para irse a la devastada Siria, comenta Ali. Allí la gente lucha con los grupos islámicos extremistas que se oponen tanto al presidente sirio Bashar al-Assad como a otros grupos rebeldes apoyados por potencias occidentales. Hace poco murieron algunos de ellos, nos dice con lentitud, como si no quisiera creerse sus propias palabras.

En un lugar donde tantos jóvenes se ven en la imposibilidad de encontrar trabajo, los que sí trabajan luchan para mantener lo que tienen. El resultado es una economía basada en el miedo, en la que casi todo el mundo se muestra reticente a gastar, lo cual hace que los negocios también se muestren reticentes a contratar; en definitiva, un círculo vicioso del que es difícil escapar.

“Antes de la revolución era fácil comprar medicamentos”, afirma Lamine Issaouni, frente a la farmacia de la que ha sido propietario durante 25 años. Él participó en las protestas que se sucedieron a la muerte de Bouazizi, pero dice que ni siquiera ve un atisbo de mejora en las vidas de la gente. Cada vez le cuesta más seguir con su negocio.

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Lamine Issaouni en su farmacia de Sidi Bouzid.“Ahora la gente viene a por medicinas, pero no tienen dinero para pagarme”, se lamenta. “Y el hospital está en estado catastrófico”.

“Ahora la gente viene a por medicinas, pero no tienen dinero para pagarme”, se lamenta. “Y el hospital está en estado catastrófico”.

A unas calles de allí, Zohair Bouazizi (cuyo apellido coincide casualmente con el de Mohamed Bouazizi) nos explica que lleva trabajando desde los once años. Abrió un pequeño negocio de carpintería en el período de la revolución, cuando sólo tenía 23 años. Sus uñas se ven llenas de suciedad tras una dura jornada de trabajo.

Está agradecido por haber encontrado un trabajo así, pero el precio de los alimentos y del combustible no dejan de incrementarse y eso le preocupa. Bouazizi acaba de pedir un préstamo al banco para ampliar su negocio, pero se lo han denegado.

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Zohair Bouazizi en su tienda, que trata de mantener a flote.

“El Gobierno no ayuda nada”, comenta con el sonido de un taladro de fondo. “Necesito más seguridad y más trabajo”. Se dirige hacia un niño flacucho casi tapado por la pieza de madera que tiene delante. Con 15 años, el niño trabaja serrando madera en vez de ir a la escuela.

A las afueras del pueblo, un joven de 21 años vende combustible que le pasan de contrabando desde Argelia. Por la noche, cruza la frontera y suplica que las autoridades no le pillen. La diferencia de medio dinar (unos 20 céntimos de euro) entre el combustible legal y el que viene de Argelia es un salvavidas para las familias que luchan por sobrevivir, afirma. Con un cigarrillo entre sus dedos, se ríe de forma nerviosa cuando le preguntan qué piensa de la revolución.

“Echo de menos a Ben Ali”, nos dice, refiriéndose al dictador caído. “Hemos perdido tres años y no hemos conseguido nada”.

Cuando Ben Ali aún gobernaba, el partido islámico moderado Ennahda accedió al poder en las primeras elecciones que tuvieron lugar en el país, en octubre de 2011. La subida al poder de este partido, que había estado censurado durante más de dos décadas, ha provocado que otros grupos islámicos radicales surjan de la nada. Tras el asesinato de dos líderes religiosos en Túnez el pasado año, la popularidad de Ennahda está en declive.

Muchos habitantes de Sidi Bouzid culpan al Gobierno de no controlar a los militantes religiosos extremistas. El fin de semana previo al aniversario de la revolución, justo en el lugar donde Bouazizi se inmoló, la línea dura del grupo islamista Hizb ut-Tahrir repartió panfletos en defensa de la ley “sharia” (o ley islámica) en Túnez, culpando al Gobierno actual por no ser lo suficientemente religioso.

"VENDRÁN A POR TI"

“Intentan enseñarnos el islam”, nos dice una mujer con la cabeza cubierta por un pañuelo rosa. “Pero ya sabemos lo que es el islamismo. Es Dios quien nos guía. Los que votaron a los islamistas ahora se arrepienten de ello”. Por otra parte, pidió que no se citara su nombre, pues otro hombre que había allí aseguró: “Si dices tu nombre, vendrán a por ti”.

La mujer dice que desde la revolución, la seguridad ha sido su mayor preocupación. Los robos están aumentando, afirma, pero reconoce que siente empatía por los que roban. “Sólo están hambrientos, como nosotros”, dice señalándose el estómago.

Cuando le preguntamos su opinión sobre el joven vendedor ambulante que se prendió fuego como protesta por los mismos derechos que ella reivindica, responde con un grito: “¡Todo lo que ha ocurrido es por Mohamed Bouazizi!”.

No obstante, el profesor Mohamed Ali sigue siendo un gran admirador de Bouazizi a pesar de la falta de cambios tras la revolución. “Estoy muy orgulloso”, comenta. “Era necesario. Ya no tenemos miedo a nuestro Gobierno”.

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Un hombre sin hogar duerme frente a un grafiti revolucionario en Sidi Bouzid.

Algunos tunecinos se muestran confiados ante el anuncio que hizo el Gobierno el pasado fin de semana en el que se informaba de que el ministro de industria pasaría a ser primer ministro y a constituir un Gobierno tecnócrata para sustituir a la administración interina islámica. Tras meses de desacuerdo político entre Ennahda y los grupos de la oposición, se espera que las elecciones tengan lugar a comienzos de 2014. Aun así, mientras las fuerzas políticas continúan sus disputas por controlar el futuro del país desde la capital, resulta muy poco probable que Sidi Bouzid llegue a percibir el impacto del cambio político a corto plazo.

A diferencia de los muchos habitantes del pueblo que han perdido la fe en el poder de las protestas, Ali sostiene que hay que creer en las cosas para que mejoren. “Hemos perdido a demasiada gente”, señala, “aunque sea por ellos tenemos que seguir la lucha”.

Va caminando por la terraza de una cafetería situada en el mismo barrio en el que Bouazizi se inmoló. Docenas de hombres se amontonan en mesas bajas sin quitarse la chaqueta, pues el frío entumece sus caras. Bromean, se ríen y hablan de política, pero la atmósfera está cargada de hastío y cansancio. Pensaban que la revolución les garantizaría un billete para una vida mejor. Pero hasta ahora, los sueños del joven Bouazizi siguen siendo sólo eso: sueños, de momento, inalcanzados.

“Muere por algo”, reza el grafiti que cubre la pared donde se encuentra la cafetería. La gente pasa por ahí sin leerlo, simplemente con prisa por llegar a casa a cenar. “O muere por nada”.

Traducción de Marina Velasco Serrano