Tren a Holodomor (FOTOS)

Tren a Holodomor (FOTOS)

ARGEMINO BARRO

Plastkartnyi es una palabra fundamental en la antigua Unión Soviética. Significa 'tercera clase' y representa al pueblo trabajador en un vagón de tren lleno de literas. Cada día, miles de familias, parejas e individuos melancólicos atraviesan Eurasia por unos euros para reforzar un estereotipo: que los exsoviéticos (y perdonen las sensibilidades nacionales) son muy malos en small talk pero insuperables a la hora de conversar durante miles de kilómetros de zakuski (aperitivos) y vodka.

El tren se llama como la región a la que nos dirigimos, Donbás (la mayor zona minera de la exURSS) y contiene individuos muy parecidos a la propaganda comunista: obreros de cuellos anchos y manos capaces de abrir en canal a la mismísima Ucrania. Lo que pasa es que, esta vez, nadie dice nada; cada uno mira por la ventana o al techo como quien sueña despierto en una celda.

Hay cosas de las que no se habla.

Hace 80 años los extranjeros no podían viajar libremente por Ucrania. El gobierno de Stalin sólo permitía rutas vigiladas alegando problemas de bandidaje. Muchos artistas y mandatarios extranjeros aceptaron idiotizados; iban a ver escaparates llenos en Kiev y maravillas agrícolas donde los campesinos de mejillas sonrosadas vestián de blanco y tragaban caviar, mientras miles de sacos eran apilados derramando trigo por los lados.

Pese a los trucos (digámoslo ya: dictatorialmente hablando, Stalin era un genio), había un periodista galés llamado Gareth Jones que poseía otro tipo de información y que un día saltó de un tren en marcha. Recorrió varios pueblos de Ucrania para encontrar vacío y muerte, la pista de una catástrofe tan absoluta que todavía permanece silenciada, quizás, por un pudor ancestral a reconocer determinados horrores.

Holodomor viene de las palabras ucranianas holod (hambre) y mor (muerte); significa 'matar por hambre' y se refiere a uno de los crímenes más atroces de los muchos crímenes atroces que ha cometido la humanidad: la hambruna organizada en 1932-1933 para ablandar a Ucrania como quien ablanda un pulpo, a martillazos.

Stalin inauguró los años 30 con dos propósitos: exportar grano masivamente para industrializar la URSS y devolver al campesino su condición de siervo, despojándolo de su ya mermada propiedad, atándolo a granjas del Estado y concediéndole una visa interior que no le permitiese dejar su domicilio más de 24 horas. Era posible alcanzar ambos objetivos requisando toda la producción agrícola de las zonas ucranianas que, dada su fuerte idiosincrasia, resistirían mejor a Moscú.

La polémica está en que no existe metraje ni fotografías que prueben la masacre; tampoco documentos firmados. Hay quienes achacan el hambre a la pésima política económica de Stalin e incluso al mal tiempo. No sólo Ucrania sufrió hambre masiva, también Kazajistán y ciertas zonas de Rusia. Lo que sí hay son numerosos testimonios (de víctimas y observadores contados, como Jones) y estudios sociodemográficos de alcurnia. Un libro muy extendido es Tierras de Sangre, de Timothy Snyder (Galaxia Gutenberg, 2011), donde se arrojan cifras contrastadas y ejemplos de brutalidad desconocida.

El Partido y el Ejército secuestraron hasta la última patata, tendieron alambradas y elevaron torres de vigilancia. Nadie podía entrar ni salir de regiones enteras; sólo quedaba esperar. Las víctimas que no murieron en un mes lo hicieron en dos o en dos y medio. Tres como máximo. Algunas familias elegían qué hijo comerse; lo mataban, lo metían en el horno y devoraban todo menos la cabeza, que luego aparecía semienterrada en el jardín o en un estanque. Se denunciaron 2.500 casos de canibalismo; quién sabe cuántos hubo. Fue una guerra de desgaste en la que de tres a cinco millones de personas fueron empujadas a la barbarie y la muerte.

Sea por ignorancia (durante las casi seis décadas siguientes de comunismo estuvo prohibido referirse a a la masacre), sea por la vergüenza suprema de haber descendido al bestialismo, es un tema que a día de hoy se toca muy poco en Ucrania. La Rada lo calificó de genocidio en 2006; existe algún documental, como Zhivi, de Sergii Bukovski (que no está ni a la venta ni en internet, pero es una maravilla: breve, sencillo y muy bien filmado), y poco más.

A bordo del Donbás cruzamos las tierras que fueron más castigadas por la hambruna (la franja que va de Kiev a Járkiv). Por la mañana los pasajeros se desperezan paso a paso, enrollan el colchón, se frotan los ojos. El adolescente que viaja con su madre abre una botella de cerveza para desayunar y el dormilón que ha estado 10 horas roncando se vuelve a poner la camisa.

El campesino ucraniano es ahora un obrero corpulento, come abundantemente y vive, pese a las circunstancias, en relativa libertad, dispuesto, quizás en otra región o en otro momento, a descabezar una botella de vodka para entablar una conversación estilo plastkartnyi.