El caos toca Odesa

El caos toca Odesa

EFE

Con fama de tranquila y lejana (ningún tren ni vuelo directo la conecta con Donétsk, por ejemplo), Odesa acogió este pasado viernes el día más violento desde que los francotiradores acribillaron el Maidán en febrero. 46 personas murieron asfixiadas, quemadas vivas o arrojadas al vacío cuando radicales proucranianos (según la mayoría de las versiones) plantaron fuego a la Casa de los Sindicatos, ocupada por radicales prorrusos. 20 personas fueron rescatadas por los bomberos y 200 acabaron heridas, 88 de ellas hospitalizadas. Las cafeterías y bares del centro cerraron durante las luchas; hubo granadas caseras, cuchillos, cócteles molotov, pistolas.

Moscú y Kiev se acusan mutuamente, y en medio está ese cuerpo hinchado y putrefacto que es la policía, indiferente, anodina, sospechosa de no haber hecho suficiente para evitarlo. Dos días después, los agentes liberaron bajo presión a 67 activistas detenidos durante las protestas, la mayoría prorrusos.

Si hay una cosa segura en Ucrania, es el caos. No sabemos qué papel juega exactamente Moscú, ni lo que persiguen los prorrusos (federalismo, separatismo, anexionismo), ni si alguien les paga y, si lo hace, quién, ni tampoco si habrá referéndum o si Kiev logrará montar las elecciones presidenciales. El único factor seguro es la completa incertidumbre. En el caso de Odesa, la escalada que llevó a la tragedia comenzó con una manifestación proucraniana y un mensaje prorruso en la red social Vkontakte invitando a reventarla.

La violencia extendió así su brazo del Este al Sur, tocando, de nuevo, el Mar Negro, sin salir de aquella Novorossiya (Nueva Rusia) que vibra hoy en los labios de Vladímir Putin: el colgajo meridional del imperio zarista, de cuya corona Odesa era una joya tan hermosa y apacible que los rusos la siguen llamando "Palmira del Sur". Un lugar abierto y mezclado, tan portuario (es una de las principales entradas de petróleo y gas a Ucrania) que parecía capaz de resistir a Este y Oeste las embestidas del cerrilismo.

Tenía pensado escribir un artículo sobre Odesa para terminar mi viaje por Ucrania de manera amable. En él hablaría de comer pescado frente al mar y tomar whisky bueno en locales de moda (lo que hacen aquí; el vodka les parece basto). De la arquitectura italiana, las escaleras Potemkin y el desprendido carácter local. Disimularía un poco la negrura política, tan pegajosa como el alquitrán, y me centraría en el solecillo, la brisa y los pasteles de chocolate para seguir en esa larga tradición online de las "10 cosas que hacer en Odesa", como si fuese un caramelo esperando junto al Mar Negro.

Visité la ciudad el mismo domingo en que los prorrusos asaltaron edificios administrativos en Donétsk, Járkiv y Luhánsk, hace casi un mes. Aquel día hubo en Odesa dos manifestaciones de signo contrario, separadas la una de la otra por casi cuatro kilómetros de fachadas limpias y calles arboladas. Los colores de la ciudad querían anular las malas caras, los escudos, los gestos de guerra. En una marchaban las Autodefensas y varios niños sostenían huchas para donar a Pravy Sektor. Los otros, acampados delante del edificio ahora quemado, rendían culto al Berkut y mezclaban a los políticos de "la junta de Kiev" con fotografías de nazis y campos de concentración.

¿Qué hacían allí, con sus carteles y altares, teniendo la playa a un paso? ¿Por qué no se desbandaban para tomar un café con leche condensada, "de cuando la gente no sabía lo que eran las calorías"? Quizás porque tenían sus brazaletes, uniformes y banderas tamaño sábana. Estaban en guardia, pero todavía separados por una muralla invisible que se ha ido desmoronando junto con la autoridad.

Ayer lo lamentaba una amiga de allí, a quien la violencia le había sorprendido de viaje en Estambul. "Espero que lo que ha ocurrido sea el final, no el principio".