Cuando la letra no entra ni a tiros: así son los no-lectores

Cuando la letra no entra ni a tiros: así son los no-lectores

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Si usted no ha leído un libro en el último año, no se avergüence: forma parte del 35% de los españoles que no coge uno “nunca” o “casi nunca”. El hábito lector es, sobre todo, de boquilla. Todos decimos que leemos, incluso varios libros al mes. Y todos (o casi todos) aseguramos con gesto satisfecho que hemos culminado el tour de force que supone El Quijote. Decimos, decimos...

La realidad, sin embargo, está muy alejada de nuestros deseos. Los que leen lo hacen a cuentagotas y tan sólo el 14,1% reconoce que lee uno o más de un libro al mes, según el Barómetro del CIS de diciembre. Son, de lejos, los que más leen. Luego existen casos que deberían figurar como argumento de una obra de ciencia ficción, como el de Fernando Sánchez Dragó. El escritor aseguró en 2012 que se había metido entre pecho y espalda 30.000 libros en su vida. Es decir 1,1 al día. No concretó si se los prestaba un unicornio.

Es relativamente sencillo encontrar a gente que no lea. Pero es más complicado que lo reconozca en público. Muy pocos de los entrevistados para este artículo sobre no-lectores han accedido a figurar con su nombre y apellidos. Los hay incluso que han pedido aparecer bajo pseudónimo. No leer no vende y, si acaso, representa un punto de humillación. De ahí que todos tengamos en casa nuestras buenas docenas de libros ordenados... acumulando polvo. La apariencia es lo primero.

Hay decenas de argumentos para defender la desidia hacia la lectura, aunque lo más habitual es tirar de excusas para autoconvencerse de que, si no leemos, no es por nosotros, sino porque existe una conspiración casi universal que nos impide coger un libro: no tengo tiempo, se me cansa la vista o la televisión es más entretenida son los más manidos.

LEER COMO CASTIGO

Podría pensarse que el principal enemigo de la lectura en estos tiempos ajetreados es la falta de tiempo, pero no es así. El primer argumento que esgrimen los no-lectores encuestados en el CIS —un 42%— es simple y llanamente que "no les gusta" o "no les interesa".

Es el caso de Eduardo Verder —nombre ficticio—. Tiene 40 años, es realizador de publicidad y vive en Madrid con su pareja, una chica que no lee libros: los devora. Él, sin embargo, es incapaz de recordar el título o el autor del último que terminó, aunque sí sabe que contaba la vida del cantante Quique González. “Hará un par años de eso”, explica.

Lee revistas —sobre todo de música, su gran afición— y le cuesta nombrar alguna novela que haya terminado. “De Agatha Christie y alguno más, pero de eso hará unos 20 años”, titubea. No es sólo novela. Jamás se ha enganchado a la poesía (“sólo poemas sueltos, nunca libros enteros”) y de los ensayos mejor ni hablar: ninguno.

Toda la pasión con la que habla de música se desinfla a la hora de recordar algún libro que le haya gustado (y terminado). Aunque fuera hace 20 años.

— “¿Ni siquiera uno?”

— “En cierto modo me gustó uno de Paulo Coelho, El Alquimista creo que se llamaba. Aunque lo negaré siempre porque sé que es una cursilada”, ríe.

No cree que las lecturas obligatorias de la escuela hayan contribuido a alimentar su desapego hacia los libros, aunque no recuerda con agrado cuando le tocaba meterse El Quijote o La Celestina. No busca excusas: leer, simplemente, no le interesa. Ni cuando era niño, ni cuando era joven ni ahora, que es un adulto. “Es que para mí la literatura siempre ha sido muy complicada”, señala. “Me pongo a leer un libro y cuando me doy cuenta me he saltado varias líneas. Leo media página con la cabeza en otro lado y tengo que volver. Empiezo y vuelve a pasar lo mismo. Es una tortura”.

La misma sensación la tiene Guillermo —comercial de turismo de 31 años—, quien no lleva un año sin leer un libro, sino tres. De pequeño sí recuerda haber leído cómics, pero nunca ha desarrollado una afición lectora. "Si me pongo a leer, me distraigo. La cabeza se me va a otro lado y me pierdo, y a las tres páginas tengo que volver para atrás porque no me he enterado de lo que ponía". Por eso para él un libro tiene que engancharle desde las primeras páginas para que consiga llegar hasta la palabra "Final".

Para terminarse aquel último libro tuvo que irse al otro extremo del mundo. "Me fui de viaje a Australia y entre las horas de avión y los días de playa me leí El viaje a la locura, de Roberto Iniesta". El autor es el cantante de Extremoduro, un grupo que le obsesiona, según sus palabras. "Me gustó mucho porque se le va la olla", recalca.

UN GUSTO QUE NO SE CONTAGIA

Tanto Eduardo como Guillermo han intentado aventurarse con los libros que les han recomendado quienes más les conocen, pero con distinta fortuna. Eduardo reconoce que el 70% de los libros que le han prestado "los ha devuelto sin leer”. Fracaso casi absoluto. Ni siquiera su pareja ha tenido éxito: “Tal vez me haya aconsejado seis o siete y me he terminado solo uno. He empezado muchos o todos, pero he terminado uno, que yo recuerde”. Este realizador de publicidad prácticamente descarta que, a estas alturas, pueda cogerle gusto a la lectura. “Tal vez con más edad vea las cosas de otra forma, pero lo dudo porque ya he hecho varios intentos y nunca me ha llegado a llenar, jamás he sentido esa cosilla de terminar un libro”, asume.

A Guillermo, en cambio, sí le gustó La catedral del mar, de Ildefonso Falcones. "Este lo leí porque me lo regaló mi padre, que es como yo y tampoco lee mucho. Me dijo que me iba a gustar y sí, éste me enganchó", cuenta.

FALTA DE ATRACCIÓN

Leer puede no gustar, pero también hay quien en el CIS responde que es algo que "no le interesa". Es el caso de Curro, operario de fábrica de 26 años. No falta a su cita diaria con el periódico, pero hace más de un año que no abre un libro porque ninguno le despierta interés. "A mí los libros de suspense en los que no sabes qué va a pasar, no me gustan". Por eso intenta leer obras que tengan relación con su principal pasión: el deporte y el motor.

"El último libro que he leído y que además me gustó fue uno de Jorge Valdano, el que fue entrenador del Real Madrid", recuerda. La sensación que le dejó es que coincidía en muchos aspectos con el argentino en la forma de ver la vida.

Pensando en el futuro es sincero y reconoce que no cree que su consumo de libros vaya a aumentar. "Mucho me tendrían que atraer", apostilla.

EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO

Julio, como el 23,% de los que confesaron no leer en el CIS, sostiene que nunca encuentra el momento. A sus 34 años compagina sus estudios de Bellas Artes con su trabajo como profesor de autoescuela. "No tengo tiempo suficiente. Estudio por las mañanas y por la tarde trabajo. Llego a mi casa a las diez de la noche y ceno y el fin de semana tengo que aprovechar para hacer lo que no me da tiempo entre semana", justifica.

"Si lo veo como obligado sí que leo, pero por motivación propia no", explica. Pese a que no lea demasiado, Julio sí ha terminado un libro que la mayoría de los españoles ni ha empezado —aunque la gran mayoría asegure que llegó hasta el punto y final—, El Quijote.

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En su día se presentó a las pruebas de acceso a la universidad para mayores de 25 años y se encontró con que la obra de Cervantes era una lectura obligatoria. Sin embargo, no le amedrentó. "El libro me sorprendió bastante... El castellano antiguo era un poco lioso pero me resultó curioso por las fórmulas que utiliza. Si se adaptara lo del caballero andante es casi como un videojuego de la actualidad".

Reconoce que los libros nunca han estado entre sus preferencias. "Nunca he tenido el hábito, de pequeño sí leía cómics, pero libros no mucho". Si hace memoria, recuerda una saga que le dejó buen sabor de boca y que eligió porque le interesaba mucho el tema, la de vampiros de Anne Rice.

"NO LEO DESDE QUE SE INVENTÓ WHATSAPP"

Al contrario que a Julio, los vampiros no terminaron de convencer a Beatriz, de 38 años. Lo intentó con la de Crepúsculo, pero no hubo manera. Tampoco lo consiguió la de Cincuenta sombras de Grey: “¡Es que no me llama en absoluto!”, confiesa. Cuando le ha picado la curiosidad por algún libro se ha echado atrás por una cuestión no tanto de calidad como de cantidad: “El grosor me influye mucho, y si veo un libro muy gordo me entran muy pocas ganas de leerlo”, señala.

“Decir que no se lee es algo que normalmente una nunca reconoce, pero bueno, pregunta”, se anima entre risas. “En el último año no he leído ningún libro, seguro”, dice mientras establece sin dudarlo la fecha en la que abandonó la lectura: “Desde el invento del WhatsApp”. Es decir, hace unos cinco años.

Hasta entonces había leído alguno como Paula, de Isabel Allende, y El Secreto (Rhonda Byrne), de autoayuda, el último que recuerda haber tenido entre manos. Lecturas culminadas sin demasiado entusiasmo.

Según el CIS, el 15,4% de los que no leen alegan que prefieren dedicar su tiempo libre a otros entretenimientos. Beatriz estaría dentro de este grupo. El escaso tiempo libre del que dispone esta comercial en una empresa de Telecomunicaciones, unos 30 minutos antes de dormir por día, los dedica, por este orden, a consultar el WhatsApp, echar un vistazo a su Facebook y ver vídeos en YouTube. Tener tan poco tiempo para sí misma le impide también ver películas, asegura. Alguna serie si sigue, pero siempre de fondo mientras consulta las redes sociales.

“A mi nadie me deja libros”, se ríe al tiempo que reconoce contar con varias novelas en casa. “Si tuviera un libro que realmente me llamara la atención probablemente leería un par de páginas todas las noches y al día siguiente lo retomaría”, aduce, aunque más tarde reconoce que ni siquiera hace ese esfuerzo de, al menos, empezar a leer una obra.

NI UN LIBRO EN TODA SU VIDA

Por sus nietas, Isabel Pinel, de 72 años, sí ha llegado a hacer ese esfuerzo. Ella forma parte del extremo del extremo, es decir, es una de esas personas que no ha leído ningún libro en su vida. Ni uno. “A ver, algún cuento a mis nietas sí. El otro día empecé uno infantil y pensé ‘pues sí es interesante”. Pero no lo terminó.

Isabel está de vuelta de todo: es de las pocas personas que ha accedido a figurar con su verdadero nombre para este reportaje. “Claro, ¿por qué no?”, pregunta. Atribuye su desidia hacia la lectura a un problema físico. “Desde pequeñita tengo un astigmatismo altísimo y cuando estoy leyendo más de diez minutos las letras se me empiezan a juntar y es imposible. Al final los ojos me acaban escociendo mucho y literalmente no puedo”, argumenta. Como ella, un 12,9 % de quienes no leen nunca o casi nunca no lo hacen por problemas de salud o de visión, según el CIS.

Su vista no fue un obstáculo que sortear, sino un problema al que se terminó por acomodar. Ese escozor en los ojos que ha matado su posible pasión por la lectura no le afecta a la hora de practicar otras aficiones que también requieren un buen uso de la vista, como ver la televisión o coser.

Isabel sí tiene libros en su casa, pero son un elemento decorativo más. Y así seguirán. Como muchos más que adornan los salones de los no-lectores.

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