Alemania, ¿atrapada por su pasado?

Alemania, ¿atrapada por su pasado?

EFE

“Aguas tranquilas, aguas profundas”, asegura un dicho popular alemán. Parece acertado, a juzgar por la crisis existencial que amenaza ahora la paz introspectiva en la que se encontraba el país desde hacía años. El pasado más oscuro, de xenofobia y violencia que provocaron la II Guerra Mundial, insiste en reverberar la conciencia de la sociedad alemana cada vez que trata de pasar página, evocando la célebre película de Brian de Palma, en donde Carlito Brigante –interpretado por un genial Al Pacino- trata por todos sus medios, aunque con poco éxito, de iniciar una nueva vida alejada de los circuitos de Nueva York que un día le empujaron a la cárcel.

Hubo un tiempo en que se podía identificar a un ciudadano alemán en una conversación internacional porque se presentaba únicamente como europeo. El sentimiento de culpa de los alemanes tras la guerra condicionó su manera de relacionarse entre ellos y con el exterior. Su enérgico europeísmo, tan importante para el éxito de la Unión Europea, ha sido durante décadas una forma de suplir una carencia: la de no tener una patria de la que poderse sentir orgullosos con la normalidad con la que lo hacen otros países cuando se suceden los éxitos. Para el escritor judío alemán Henryk M. Broder, Alemania es una especie de “tierra fantasma que vive a la sombra de Adolf Hitler”.

Los últimos años parecían haber normalizado la relación con el pasado. En un artículo reciente, Sebastian Matthes, Editor jefe del HuffPost Alemania, recordaba lo que supuso la organización del Mundial de fútbol de 2006 para su país: “aquel verano Alemania bullía como si fuera una residencia de estudiantes; como un lugar donde los forasteros eran bienvenidos, donde todo el mundo podía celebrar su alegría”. Fue un ejercicio de terapia deportiva para ayudar a asentar la nueva identidad alemana. Por primera vez, los alemanes marcharon en grandes grupos con sus banderas para animar a su selección, tal y como hacen los aficionados de los países “normales”.

Si no piensas que todos los refugiados son unos gorrones que deberían ser cazados, quemados o gaseados, entonces deberías denunciarlo públicamente

Desde entonces, el éxito económico de Alemania y su fortaleza exportadora, pero sobre todo su baja tasa de desempleo -situada ahora en mínimos históricos desde la reunificación, 6,5%- han contribuido a que se normalizara un paulatino sentimiento de orgullo nacional, reforzado por las graves dificultades de muchos europeos durante esta crisis. La popularidad de la que ha gozado su canciller Angela Merkel, bautizada tiernamente por sus compatriotas como Mutti (apelativo cariñoso para referirse a las madres en alemán), da cuenta también de la estabilidad que su liderazgo ha traído al país en el último tiempo.

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Seguidores del movimiento Pegida sostienen un cartel en el que "se busca por hipócritas" a Angela Merkel, Sigmar Gabriel y Joachim Gauck / AFP

El 2015, Annus horribilis en el que se conmemora el 25 aniversario de la exitosa reunificación alemana, parece decidido a alterar bruscamente el apacible cauce de las aguas. Algunos de los elementos que más han contribuido a normalizar la relación de los alemanes con su pasado han comenzado a tambalearse. La fiabilidad y la ética, ingredientes primarios de su éxito, han quedado gravemente comprometidos por varios escándalos.

La gran empresa Volkswagen, que significa “coche del pueblo” y fabrica uno de cada cuatro vehículos comprados en Europa, ha reconocido que manipuló un software en algunos de sus modelos diesel para superar los tests de niveles de contaminación y poder acceder así al mercado norteamericano. Todavía es pronto para calibrar con precisión sus enormes consecuencias económicas (unos 100.000 millones de euros, más que una salida de Grecia del euro, advierte el analista del Financial Times Wolfgang Münchau), pero de lo que no hay duda es sobre el daño que está causando para la autoestima nacional.

El pasado 24 de marzo, otro símbolo de la musculatura empresarial alemana quedó en entredicho cuando Andreas Lubitz, piloto de Germanwings, estrelló contra los Alpes de forma deliberada el Airbus 320 que pilotaba. Murieron los 150 ocupantes. Lufthansa, emblema nacional alemán desde su fundación en 1924 y actualmente la compañía aérea más grande de Europa, no sabe explicar por qué los controles internos de su filial no detectaron que uno de sus pilotos padecía una grave depresión.

Der Spiegel destapó el pasado fin de semana otro escándalo. Según este semanario, Alemania consiguió organizar el mundial del 2006 gracias a una trama de sobornos, en la que estarían implicados tanto el presidente de la Federación Alemana (DFB), Wolfgang Niersbach, como el presidente del comité organizador, el histórico exfutbolista Franz Beckenbauer.

Mientras crujen los nichos que han permitido a la sociedad normalizar la relación con su pasado, la ola de xenofobia sigue su crecida y comienza a permear en los partidos principales. No es este un fenómeno exclusivamente alemán, ni mucho menos. Los movimientos de extrema derecha han proliferado en casi todos los rincones de Europa durante la crisis. Pero en ningún lugar como en Alemania resultan tan traumáticos para la conciencia colectiva.

Yo viviría antes en una sociedad que se está muriendo que en una en la que, por especulación demográfica y económica, se está mezclando con extranjeros para rejuvenecerse

El pasado sábado un hombre trató de matar a una candidata independiente, próxima a la CDU, el partido de Merkel, a causa de su reconocida trayectoria de ayuda a los refugiados. No logró su objetivo: Henriette Reker sigue viva -se recupera de sus graves heridas- y los 980.000 ciudadanos de Colonia, cuarta ciudad de Alemania, la eligieron al día siguiente como alcaldesa con más del 52% de los votos. Pero el atacante, vinculado a movimientos de extrema derecha desde hace tiempo, ha hecho sonar las alarmas, esta vez más fuerte que nunca, en un año en el que Alemania podría recibir más de un millón de refugiados y se han registrado más de doscientos ataques violentos contra sus centros de acogida.

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Henriette Reker fue herida por un xenófobo / EFE

El fallido atentado contra Reker no desanimó a unos 20.000 alemanes a salir el pasado lunes a la plaza principal de Dresden, al este del país, a reivindicar mano dura contra los refugiados. Los congregados, “patriotas europeos contra la islamización de Occidente”, celebraron el primer aniversario de Pegida, una plataforma anti-inmigración cuya popularidad sube como la espuma. Otros tantos ciudadanos, en similar número según la policía, marcharon a la misma hora en defensa de quienes llaman a las puertas de Alemania pidiendo ayuda.

El pulso identitario sobre lo que debe ser Alemania, más allá de la respuesta concreta a esta crisis de refugiados, está servido. Como advertía en su artículo Sebastian Matthes, los violentos y xenófobos son una minoría, pero la situación podría cambiar “si esta peligrosa voz ganara fuerza a causa de la falta de oposición”. La presentadora de televisión Anja Reschke animaba a sus conciudadanos el pasado verano a alzar la voz: “Si no piensas que todos los refugiados son unos gorrones que deberían ser cazados, quemados o gaseados, entonces deberías denunciarlo públicamente”.

En tono pesimista, el periodista Maximilian Popp dejó escrito en un foro de Der Spiegel: “Los alemanes, que adoran indignarse con las injusticias del mundo, los islamistas en Oriente Medio y los evasores de impuestos en Grecia, aceptan mayoritariamente el exceso de violencia en su propio país con apatía”. En el mismo medio, Botho Strauß, escritor alemán, afirmó hace unos días: “Yo viviría antes en una sociedad que se está muriendo que en una en la que, por especulación demográfica y económica, se está mezclando con extranjeros para rejuvenecerse”. La sombra del pasado es alargada en Alemania.