Araceli Ruiz, refugiada de la Guerra Civil: "Hay que ser solidario con quien llega como lo fueron conmigo"

Araceli Ruiz, refugiada de la Guerra Civil: "Hay que ser solidario con quien llega como lo fueron conmigo"

ASOC. ASTURIANA NIÑOS DE LA GUERRA

Francisco Franco murió hace 40 años. Con su silencio al fin, empezaron a volver a España lentamente aquellos rojos e hijos de rojos a los que su país, primero en guerra y luego con la bota de la dictadura en el cuello, acabó echando. Más de medio millón de civiles tuvieron que dejar sus vidas, su hogar y su patria.

En el corazón del exilio republicano, los cerca de 40.000 menores que hubo que sacar del país para evitar que fueran asesinados por las bombas o por el cerco y su hambre, para evitar que fueran carne de vejaciones por parte de los ganadores. Fueron a Rusia, a Francia, a Argelia, a México. Todos eran refugiados, exactamente como los cientos de miles que hoy tratan de llegar a Europa. Un idéntico cielo, un idéntico miedo.

En 1937 comenzó a tomarse conciencia de que la guerra iba para largo y era necesario proteger a los chiquillos. Fue el año de los primeros barcos con niños de la guerra, que salieron sobre todo del norte y de levante. En la noche del 23 de septiembre, casi rozando la medianoche, embarcaba en el Musel -un carguero de carbón francés- Araceli Ruiz Toribios, de 13 años. Viajaba con tres de sus cinco hermanos. En el puerto de Gijón (Asturias) comenzó un exilio en la entonces URSS que duraría 43 años.

A los 91 años, con el dictador podrido, Araceli evoca aquel tiempo con una voz enérgica de mujer forjada en un siglo negro del que es historia viva y protagonista activa. "Yo recibí una ayuda esencial cuando mi país estaba en guerra. Yo no fui a refugiarme, en realidad, sino más bien a recibir una ayuda humana, que es la que necesitaba el pueblo español entonces, y sobre todo los niños, los que más sufren las guerras, los menos responsables de lo que pasa... Humanidad es lo que hace falta, ayuda para la gente que lo pasa mal como nosotros, que ha pasado por calamidades, hambre, frío, por la falta de cariño, que es lo que nos regalaron en Rusia", defiende.

ESCAPAR EN BARCO, SIN LUZ, A LO DESCONOCIDO

Su relato no necesita un periodista que le dé forma, porque grita por sí mismo lo que fue aquel calvario. Araceli explica sin descanso -"no hay instituto de Gijón que no haya escuchado mi historia"- que ella y sus hermanas estuvieron "muchos días" concentradas en escuelas, esperando la llegada de su barco. Como nadie sabía cuándo llegaría el momento, estaban todos los críos reunidos, aguardando. Esperaban al buque, esperaban que las autoridades de León y Asturias lo tuvieran todo listo, y esperaban a que el Cervera los dejara salir. Porque frente al dique estaba el barco franquista que "atormentaba y bombardeaba a todo Gijón".

Una noche llegó el permiso. "Lo recuerdo como si fuera hoy", dice Araceli. "Nos sacaron en autobuses, sin una luz, en silencio. Cuando llegamos al barco, sólo había una lamparita, por precaución. Allí no hubo ni discursos ni despedidas de nada, había niños solos, llorando. Nos metieron como pudieron", cuenta. Sus padres no pudieron despedirlas. "No tuvimos ni el beso último". Allá que zarparon ella, dos hermanas menores de 11 y cinco años y otra mayor, de 22, educadora de las Juventudes Socialistas, que les hizo de madre y maestra.

Tres días duró su travesía en la bodega del barco, hasta Francia. Allí las recogió un trasatlántico ruso "precioso, limpio, con la hoz y el martillo", donde recuerda que fueron tratadas como "personas", nada que ver con lo que ahora conoce que pasa en Hungría o Macedonia. "Todo era digno. Nos llevaron a Londres incluso para repartirnos en un barco gemelo, porque si no éramos muchos y no iríamos tan bien. Todos llegamos a San Petersburgo en dos tandas, en buenas condiciones", rememora.

No encontraron alambradas ni antidisturbios ni zancadillas, sino "brazos abiertos". "En España éramos hijos bastardos, los hijos de los perdedores, pero allí... en absoluto. Nos recibieron en el puerto no sólo las autoridades, sino el pueblo, engalanados, con pañuelos rojos de pioneros. En los carteles se podía leer "Bienvenidos los hijos del heroico pueblo español". Nos cuidaron desde el primer paso. Se puede decir que nos mimaron. Nos hicieron reconocimientos médicos, nos dieron ropa, estaban ya las casas preparadas... Me acuerdo de todo", abunda.

OTRA GUERRA, LA MUNDIAL, DE LA QUE ESCAPAR

Araceli, que hoy preside la Asociación Asturiana de Niños de la Guerra, recuerda los tres años siguientes como un tiempo "casi perfecto", lejos de su gente pero con sus necesidades cubiertas. Estuvo estudiando, en paz, hasta que la Segunda Guerra Mundial se cruzó en su vida. Otra vez la violencia. Empezó entonces su segundo exilio, desplazada aún en la URSS pero sometida a la persecución nazi. Ella se fue a Odesa, separándose de sus hermanas, que viajaron a otros puntos de Ucrania.

Escapó a pie, luego enlazó trenes, autobuses... hasta llegar a la mítica Samarcanda (Uzbekistán). "Toda la guerra la pasé allá, pero no había manera de seguir estudiando, porque tenía hambre. Me tuve que ir al campo y ponerme a recoger algodón, como jornalera", lamenta.

Pasada la contienda mundial, Araceli recuperó su vida en Moscú, se casó -con un español hijo de minero, porque tenía claro que su deseo era regresar un día a su tierra- y en 1959 se enroló en otra aventura, rumbo a Cuba. "Como el Ejército soviético fue a ayudar tras la revolución y necesitaban traductores, pues nos fuimos", dice. Viajó con su esposo, con su hija mayor y con su título de economista bajo el brazo, "a hacer que se entendieran". Un tiempo en el que vivió la adrenalina -y la angustia- de la historia, nuevamente, al presenciar la Crisis de los Misiles con EEUU.

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Araceli Ruiz, durante una entrevista en Canal Sur Radio.

LA DESCONEXIÓN, EL REENCUENTRO

Ahora hay refugiados que apuntan en su chaleco salvavidas el número de sus madres en Siria, por si hay que informar. Los que llegan con vida, lo primero que hacen es llamar a su gente. "Todo bien. Estamos en Europa". Araceli y sus hermanas no tenían tanto adelanto. Ni cartas podían mandar a su casa para decir que estaban en Rusia. La censura, dice, examinaba esas misivas de tierra enemiga y no llegaban a Gijón. Con los días, su hermana mayor recordó a los familiares que tenían en Brasil y Argentina e ideó un plan: mandar sus cartas a América y que, de allí, con un nuevo sobre, partieran a España. "Y así supieron mis padres que estábamos vivas, por lo menos".

Más tarde, el padre pudo escuchar a su familia rusa vía Radio España Independiente (La Pirenaica). Ya una vez había sido encarcelado por tener un transistor y seguirla. "Delatado", dice su hija.

El tiempo en Cuba fue el del reencuentro entre Araceli y sus padres. Y todo gracias a Ernesto Guevara, el Ché. "Fue como si hubiera nacido de nuevo", explica, aún con la emoción del aquel episodio -el abrazo, la alegría, el favor de un héroe histórico- en la voz. "El Ché me preguntó por todo, por cómo era ser niño de la guerra, por dónde vivimos, por mis padres... Le dije que estaban en Gijón y llevaba sin verlos casi 30 años. Cuba, me recordó, aún mantenía relaciones diplomáticas con España, y ya que a Rusia no podían viajar, quizá sí a La Habana. Pero estaba el problema del dinero. Yo podía pagar, pero había que hacerlo en divisa internacional, en dólares, y yo tenía rublos... El Ché lo organizó y luego se lo pagué. En una semana estaban mis padres en Cuba", narra.

Ya con una niña de seis años de la mano, embarazada de otra, vio llegar a sus padres. "Lloraba sin parar porque perecía que no los conocía", se duele. Fue el inicio a cuatro meses de vida recuperada. La última vez, de hecho, que vio a su padre.

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EL RETORNO A CASA

En 1969, la familia de Araceli trató de volver a España, pero la persecución, con Francisco Franco aún en el poder, fue asfixiante y los llevó de vuelta a Moscú. "Esperando, a ver si se moría", su esposo falleció a menos de tres meses de que lo hiciera el dictador. Araceli no pudo retornar hasta los años 80, y no sin ciertas complicaciones para lograr la reagrupación familiar. Una de sus hijas no podía volver con su marido, hijo de españoles, porque había hecho la mili en la URSS. El socialista Fernando Morán, que por entonces era ministro de Exteriores, medió y logró que todos regresaran a Asturias.

Araceli reconoce que estar en Gijón fue maravilloso pero no sencillo. Sus estudios de ingeniería y economía no servían ni para una oposición, viniendo de un entorno comunista, "como si la economía tuviera nacionalidad". Acabó de interna en una casa de retornados de América con bastante buena posición.

¿Se acordaba de su tierra? "Pues claro, la recordaba muy bien, pero lo que pasa es que ha cambiado mucho. ¡Gijón está muy bonita!", replica. No quiere irse, ni habiendo estado tanto tiempo fuera se siente extraña. Ni a Rusia ni a Cuba ni a ningún otro lado. Es un derecho humano, repite insistente, y es lo que desea para quienes ahora tienen que huir de sus casas. "Debemos ser solidarios con los que vienen, como otros lo fueron con nosotros. Porque las guerras son muy malas, muy malas".

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