Ángeles guardianes

Ángeles guardianes

A. G.

Aunque el bastón pueda parecer una varita mágica, quien la tiene en realidad, invisible, es la cuidadora que lo acompaña. Con ella lo protege del dolor, las dificultades y la incertidumbre que supone el declive.

Durante un tiempo fueron los filipinos los encargados de la custodia de nuestros ancianos, pero habrá que aceptar que no tenemos más afinidad con su cultura que los apellidos. Con América, en cambio, la proximidad es evidente. Cambia el acento, pero costumbres y miradas se sostienen en la cercanía.

Siempre he defendido que el español es la lengua de las cocinas y los cuartos de jockeys; certeza contrastada que puede hacerse extensiva a las largas sombras que empujan, en este país, las sillas de ruedas o sirven de apoyo al fatigado caminar de nuestros mayores.

Recojo aquí un dístico del gran Rafael Amor, cantautor y poeta cuyas extremas honradez y dignidad le han impedido llegar al alto lugar que merece:

No me llames extranjero, ni pienses de dónde vengo,

mejor saber dónde vamos, adónde nos lleva el tiempo.

Los cuidadores ayudan, y nos ayudarán en un futuro cada vez más cercano, a sobrellevar las limitaciones de la edad y el pasado, un lastre del que, en ocasiones, nos ¿libera? el alzhéimer.

Cela aludía a la memoria como "esa fuente del dolor", y Juvenal Urbino, el taciturno doctor que quiso curar el cólera en el tiempo de su amor, no pensaba más que en ponerse a salvo de los tormentos del recuerdo.

Los domingos, los cuidadores se reúnen en los parques para comer, bailar, charlar... quizás para recordar de dónde vienen y olvidar dónde están, aunque sería igualmente lógico lo contrario. En el de la fuente del Berro, los pavos reales ya ponen huevos cuyo sabor lleva trazos de ajíes y cilantro.

Mientras a ellos se los tocan los municipales y algunos vecinos a quienes altera su bulliciosa presencia, sin tener en cuenta la vida que les salvan de lunes a sábado.

Los domingos, los cuidadores se reúnen en los parques para comer, bailar, charlar... quizás para recordar de dónde vienen y olvidar dónde están...

A cambio de su esfuerzo, nos referimos a ellos con términos insultantes que van desde el clásico "sudaca" a los aún más nauseabundos "panchito" o "huachipungo", sin olvidar el gesto de desprecio con que fingimos tocar una quena a sus espaldas.

Entre gitanos, la gente de mi sangre, es usual referirse a estas razas bajas de esqueleto como "payoponis". Su éxito en la grupa (hoy lideran las estadísticas de cualquier hipódromo del mundo) estriba en su morfología, que no agrede a la báscula, en su entrega y en sus músculos de acero. Que son de algodón cuando de cuidar viejos se trata.

Si no hubiera sido por Menchu, un faro dominicano, los doce años que pasó mi padre perdido en la niebla del alzhéimer, hubieran supuesto para él una pesadilla sin tabla de salvación.

Ella le entregó cuidado, comprensión y dignidad. Incluso cuando limpiaba su cuerpo o lo paseaba buscando el poco sol del invierno, atenta a sus frases sin sentido ni memoria. Son muchos, muchísimos, doce años en la sombra del alzhéimer, ese niño caprichoso y cabrón que se gasta el dinero de las chuches en gomas de borrar.

Ahora, mi padre ya es yerba junto a mi madre. Ambos estercolan la pobre y abnegada tierra de Robledillo, que apenas sirve para arroparnos y que enraíce el centeno.

"Antes, cuando moría un español se mutilaba el universo" escribió Pepe Hierro. La muerte de mi padre ha quebrado varios pequeños mundos; entre ellos, el de Menchu y el mío.

A partir de ese momento, tuve que presenciar cómo, paulatinamente, se iba borrando, al tiempo que yo me borraba de él.

La primera cuchillada la sentí una tarde en que ambos íbamos en coche hacia la aldea. Sin ni siquiera cambiar el tono de la conversación, me espetó a bocajarro. "Oye ¿tú quién eres, que me suena tu voz?".

A partir de ese momento, tuve que presenciar cómo, paulatinamente, se iba borrando, al tiempo que yo me borraba de él. Ahora, prefiero salvar del naufragio los momentos en que volvía con todo su ingenio y su buena mala leche.

En reciente ocasión, rescaté su navaja del cajón y le propuse ir a injertar. Jamás hubo en la comarca injertador como mi padre; logró frutos que todavía sorprenden a quienes los prueban.

Ayer, antes del funeral, arranqué un limón que era a su vez naranja y mandarina. ¡La terrena trinidad del sabor!

Gracias a su afilada sabiduría, en nuestro huerto, cada árbol frutal era un arco iris. He visto manzanos en los que Eva hubiera podido pecar a la carta, con más de una docena de variedades.

"¿Injertar?, ¡no te jode! -me escrutó con su ojos acuosos- Cómo no injertemos la antena de la televisión...". Y apuntó desde su silla de ruedas a los cuernos metálicos del aparato.

¿Cómo iba a dejarlo solo en la muerte, si nunca lo había abandonado en vida?

Adolfo, mi padre fue generoso sin que la mezquindad encontrara jamás un resquicio por el que entrar en él. Estaba en su naturaleza y no sabía traicionarse,

Una tarde, tan lejana en el tiempo como viva en mi memoria, le acerqué su precaria merienda: pan, queso y, ojalá, un torrezno. Sorprendido, le pregunté porque estaba arando, amén de la suya, la viña de un vecino. Él, que detestaba los elogios más que al granizo (agradezco esa herencia), farfulló señalando a las mulas: "Es que así vuelve mejor la yunta".

En mitad de la noche, y arracimándolos en el cocedero de mi casa, el fuego por testigo, enseñó las cuatro reglas a todos los destripaterrones que ni siquiera podían ir a la escuela.

Los afortunados que la pisamos (poco) fuimos aún más ágrafos. Juzguen por mí. La maestra que nos asignaron a dedo (que se llamaba Cruz y era Calvario) tan sólo nos enseñó a vivir en el temor de Dios y de la autoridad pertinente. Maldito bagaje.

Mi padre fue "pan que no sabe su masa buena" (Gracias, García Calvo): bueno y libre.

Mientras el cura que abría el cortejo fúnebre recitaba un rosario solitario y desvaído (cada cual arrastraba su propio recuerdo, su propio pesar) yo abandoné un instante el cortejo para esquilmar un ramillete forestal: chaparra, tomillo y pegajosa jara.

Esas fueron las "flores" que arrojé sobre su ataúd.

Cuando el sacerdote, ungido de buena voluntad, me dijo que procediera a cerrar la caja, le espeté: "Mejor la dejo abierta, por si quisiera salir a fumar".

Y me guardé en el bolsillo la dorada llave que ahora acaricio.

Tras la ceremonia, trepé a la troje, que, ayuna de membrillos y sin parva de manzanas, ya ni su olor guardaba.

Pero sí sus herramientas: azadas, zachos, hoces... melladas por el óxido del tiempo, y en cuyos mangos encontré la huella de sus manos encallecidas, fuertes y pacientes.

¡Qué suerte la suya, contar con las de Menchu, siempre sonriente, siempre escanciando cariño, para recorrer el laberinto inabarcable del olvido! ¡Cuánta ternura no habrá derramado en doce años de monólogos!

Paradójicamente, sí creo en los ángeles...

Ella, la extraña, pasó a ser la más allegada, la única imprescindible, el hilo que lo unía a la vida.

Ante mi padre, aún caliente, me dijo con la tranquilidad triste de la resignación:

"Él ha sido, durante estos años, mi hermano, mi padre, mi abuelo y el niño que no llegué a tener".

Y durante dos días, con sus noches, no hubo manera de separarla del cristal que, en la sala del tanatorio, mostraba el cuerpo que fue Adolfo. ¿Cómo iba a dejarlo solo en la muerte, si nunca lo había abandonado en vida?

Para mí, descreído, blasfematorio, y profundamente convencido de que no hay más eternidad que el recuerdo y los sueños, mi único consuelo ante la insobornable biología es la buena memoria de mi hija Julieta.

Paradójicamente, sí creo en los ángeles: Menchu, y todos aquellos en cuyo rostro, como en el paño de la Verónica, está impreso el largo, aunque tan breve, recorrido que va del dolor ajeno al dolor propio.

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