El calvario de la dieta

El calvario de la dieta

Sebastián Fiorilli

El deseo es un malnacido que siempre nos lleva la contraria. Bien sabía Cioran que nos enamoramos de las sonatas más complicadas, de los libros más oscuros, de las mujeres inalcanzables y de los mares cuyo oleaje invita a ahogarse en su seno.

Corrido ya el telón sobre las fiestas navideñas, fláccida la zambomba y amenazando con quedarse para siempre la aterida tristeza de enero, un año más se abre el tribunal en el que ofician los Torquemada de la moda y la dietética, empecinados en meternos en cintura, en torturarnos con dietas imposibles.

Y qué poco consuelan las rebajas si no las hay en los parpadeantes guarismos del peso.

¡Ay de esas miradas a la báscula como si no reconociéramos nuestros pies, más aterradoras que las del reo al garrote vil!

Me pregunto si entre el espartano utillaje de las monjas de clausura, en el que no hay espejos, estará el cilicio de la báscula. Y, si así es ¿habrá en la piadosa pared de la celda un rosario de pesares como el rayado calendario del recluso?

Curiosamente, las básculas son lo único que ha adelgazado hoy en día, hasta parecer tarjetas de crédito. Qué diferencia con las antiguas romanas colgadas de una viga, férrea estructura en la que se ahorcaba el género, desde el guarro en canal al costal de garbanzos.

Un compañero del fogón me contaba que cierta cocinera, llegada a su local para una estadía, le confesó que a ella, procedente de un pobre país africano en el que se alimentaban de cereales, hierbas y tubérculos, le desagradaba el olor a carne muerta que desprendemos los occidentales. "Unos más que otros", precisé a la defensiva.

Si algo huele a muerte, hubiera respondido yo a la postulanta, es la comida triste, ya sea un ayuno yogur descremado, un sopicaldo instantáneo, un impostor filete de soja o esas inhóspitas lechugas iceberg que, incluso en Cuaresma, rehusaría el Yeti.

Defendamos a sartenazos nuestra cocina, que, a decir de Pla, es nada menos que el paisaje (y la memoria, añado) metido en la cazuela.

Pero cómo renunciar a una marejada de pescados baratos, azules y plebeyos, que son los mejores.

¿Hay algo más recurrente y aburrido (por reiterado) que doña Merluza, por muy de pincho que se precie? Por no mentar las caricaturas de lubina, sobre las que se vierte un faralaes de eufemismos para ocultar que proceden de factorías (economía sumergida) sin más oleaje que el provocado por el golpe del pienso contra el agua.

Y mejor pasar de largo ante el aluvión de langostinos anónimos, ese pollo ¿del mar? que nos abruma.

O cómo no escuchar los seductores mugidos, balidos, gruñidos... de nuestra cabaña, desde la vaca gallega (decir "vaca vieja" es aún mayor pleonasmo que "obispo con ramalazo"), pasando por la ternera retinta, morucha, abulense... hasta toparnos con esos corderitos dignos de Murillo, churros o merinos.

Y un punto y aparte merece el cerdo ibérico, nuestro "olivo con patas" (Gracias, Grande-Covián).

Quien tenga el privilegio de meter el cuchillo a una pluma ibérica de montanera (y es tiempo de matanza) asada sobre crepitantes brasas, lo justo para que, impregnándose de humo y aroma, pierda la grasa que le sobra (la que me sobra a mí no tiene remedio) sin más abalorios que una granizada de sal gorda y un relámpago de pimienta, verá como su agnosticismo se diluye cual mantequilla en un risotto, hasta llegar a maquinar que Dios existe. Y come.

¿Y cómo olvidarme del universo de la casquería, de morro a rabo? Pero tan sabroso mundo lo dejo adobándose mientras Leopold Bloom sigue extasiándose con "el delicado toque a orín" de los riñoncitos de cordero irlandés (a saber qué habría comido Mr. Joyce, antes o después).

Y, amén de los huevos que invitan al pan, adoro la guirnalda de legumbres que reiteradamente presiden mi carta.

El ya citado Grande-Covián defendió a cucharadas el reino de las legumbres, desde la minúscula pardina al fuentesaúco, mantecoso GPS de Garbancito.

Comparto sus elogios a la dieta canaria, donde, además del gofio, reinaban las leguminosas, desde el potaje de berros al voluptuoso puchero de lentejas de Lanzarote preñado de verduras locales; guisos que antaño me hicieron comprender el porqué de "Islas Afortunadas".

Corrido ya el telón sobre las fiestas navideñas, fláccida la zambomba y amenazando con quedarse para siempre la aterida tristeza de enero, un año más se abre el tribunal en el que ofician los Torquemada de la moda y la dietética.

Volviendo a Neptuno, desaparecida la inmensa mayoría de las honestas y añoradas casas de comidas que nutrieron nuestro ayer, abandonada a su (mala) suerte la cocina maternal, y taladrados por las inflexibles agujas de las tendencias y la báscula, moviéndonos entre el austero presente y el incierto futuro, todo momento es bueno para reivindicar el privilegio de una despensa sin parangón.

Defendamos a sartenazos nuestra cocina, que, a decir de Pla, es nada menos que el paisaje (y la memoria, añado) metido en la cazuela.

Dejemos las dietas para el año que viene, que es bisiesto y nos regala un día más para arrepentirnos.

Precisaré que nada tengo en contra de las verduras, las de toda la vida y las del Nuevo Mundo, que ya son nuestras. Gracias a ese mestizaje, mis ensaladas, hoy, son más coloristas que la bandera gay.

¿Y habrá mejor oportunidad para derrochar jugosos tomates de invierno? Levantinos, andaluces, norteños... con claras diferencias en color, rugosidad, sabor, textura...

Recomiendo al curioso lector hacer la compra por los bodegones del Barroco, donde comprobará que el advenedizo raf en nada difiere del que los maestros plasmaban en sus lienzos comestibles.

Lástima que en el arco iris de las fruterías haya surgido en menos de una década, una ralea de imitadores que, como mucho, sirven para ser arrojados al político de turno, emperrado en vendernos la moto (y sin gasolina).

En realidad, pasar del luto a la fiesta es muy sencillo. Basta con abrir el armarito en que debieran guardarse las especias (aunque en muchas casas, al parecer, condimentan con aspirinas, tiritas y omeprazol) y estremecerse de gusto ante las mostazas, los chiles ahumados, clavo, nuez moscada, canela, pimientas... las hierbas secas, del sutil tomillo al abrupto estragón.

O el exotismo del ras al hanout (de Marruecos, recuérdenlo para bien, tan sólo nos separa un turbante de agua y el cerdo).

Sin olvidarnos del festivo pimentón, la elegancia del azafrán o la indispensable pebrella, que, generosa, presta su fragancia a toda la cocina levantina.

¿Y por qué nos empecinamos en producir arroz (dejemos el agua para lo importante: los campos de golf, dijo mi vecino sin techo, el de los tres descapotables) pudiendo gozar de una parva de cereales a precios irrisorios y tan pobres en fécula como acaudalados en posibilidades? Desde el trigo sarraceno con su cimitarra de sabores, la avena y cebada perlada que siegan en las inmensas llanuras los personajes de Chejov, o la quínoa andina que, empecinada en alcanzar la cumbre de la popularidad, aún no ha olvidado las chacareras que le cantaba la Gorda Mercedes Sosa.

Si renuncian ustedes a tan imaginativa despensa e insisten en situarse en una encrucijada de dietas a cuál más sádica, quizás les vaya mejor si, emulando a Cristo, se marchan cuarenta días al desierto para ayunar.

O pueden aprovechar los ratos ganados para tramar el lienzo refrescante, nutritivo y antiguo, del escabeche con aceite, vino, vinagre, pimienta en grano, cebolla, pimentón y laurel. Palabra árabe, como casi todas las que merecen la pena, de alambique a harén (cuya etimología, pásmense, alude a lo prohibido. De hecho Boko Haram, nombre de la maldita secta nigeriana, viene a significar "los libros están prohibidos". Más libros, más libres aseveraba un atinado slogan).

Con tan modestos ingredientes y no mucho esfuerzo, podrán resucitar incluso al desabrido pollo crionizado. Y no me quejo de los nuestros si los comparo con los que te agreden en los supermercados del Reino Unido o la América rica, que, tan sólo con verlos, se me pone carne de gallina.

Si renuncian ustedes a tan imaginativa despensa e insisten en situarse en una encrucijada de dietas a cuál más sádica, quizás les vaya mejor si, emulando a Cristo, se marchan cuarenta días al desierto para ayunar.

El valor de Jesús quedó patente, no al pasar tan duro trance o al aceptar la crucifixión, sino al comer las rugosas aceitunas y los panes resecos que fotografió Leonardo sobre una pared milanesa.

La cena de despedida (y no de soltero) que le dieron los apóstoles, sólo se animó cuando Judas, que llevaba suelto, propuso jugar a los chinos.

Y jamás crean a los que nos maldicen a los gitanos por haber forjado los clavos de la Cruz; divina e injusta sentencia que nos condena a la incomprensión y a la errantía.

Como todo el mundo sabe, puntas y maderos eran de IKEA. De ahí la espera en Getsemaní.

Tenían que montarla.

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