Huesos de santo

Huesos de santo

'La muerte de Sócrates'.

Se cuenta que la madre de Savarin, al sentir el estertor que anunciaba la guadaña, apremió al servicio con una orden imperativa y caprichosa: "¡Rápido, el postre, que me estoy muriendo!".

Preocuparse en semejante trance por no dejar a medias el banquete es toda una declaración de finales.

"Un minuto antes de morir, uno sigue vivo", recordaba Cela, dando la razón a la vieja dama.

Y no hace muchos días, husmeando entre libros (antes tenía tiempo para leerlos) me topé con las presuntas últimas palabras de Pancho Villa: "No me dejen morir así; digan que dije algo".

Cuesta creer que el tipo que había gestado una epopeya dejando más viudas que Hernán Cortés y follando más que Pedro Páramo (se casó setenta y cinco veces, agotó las arras), en su último suspiro, estuviera preocupado por la posteridad terrena en vez de buscar en vano el gatillo del Colt para defenderse como un jabalí herido.

Por cierto el mexicano, murió sin saber que, años después, un tal Clyde Barrow repetiría esa escena. Espejos con los que juega el azar (y Hollywood).

Apócrifa también, invento de un cervecero probablemente, fue la revelación de aquel mangante italiano, que, habiéndose forrado con el negocio del vino, reunió a sus hijos alrededor del lecho mortuorio para desvelarles su gran secreto: "Hijos míos, el vino también puede hacerse con las uvas".

Me imagino a Sócrates, y nadie lo escribió, eructando al primer trago de cicuta: "la próxima vez, con sacarina"

Quizás las que Abel farfulló bajo la sombra de la quijada no estuvieron a la altura de su linaje, y por eso no fueron recogidas en El Libro: "Joder, Caín, cada día más burro."

Siempre me han emocionado aquellas que para los siglos fueron talladas en la bancada de una galera a fin de que el mar no dejara de leerlas: "Madre de Cartago, entrego el remo" (puede que las últimas de Bárcenas sean: "Su Señoría, entrego el sobre").

Me imagino a Sócrates, y nadie lo escribió, eructando al primer trago de cicuta: "la próxima vez, con sacarina".

Tampoco ha trascendido que en la performance del Calvario, uno de los ladrones, sacando pecho inquirió a su compinche: "Tronco ¿tú sabes manejar el móvil con la nariz? Pues llama al SAMUR, que esto no pinta bien".

"Vale -respondió el otro agitando la cruz- pero antes dame fuego".

Y sospecho que las de César, y tantas otras, nos han llegado mal traducidas: mientras Bruto limpiaba el puñal, el cónsul aún pudo exclamar, señalando a su hijo con un dedo de sangre: "¿Tú también, gilipollas? Anda que si te viera tu madre...".

"Mucho más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas por las que pasee el hombre libre." Más o menos así (cito de lejos), con tanta dignidad como cojones, se despidió Allende al afrontar su final y el principio de la barbarie.

Mi abuela, presa del alzhéimer, no se despidió. Sí lo hizo, ¡y cómo!, Ángela, la partera del pueblo.

Durante el funeral, tedioso como todos, yo intentaba a toda costa reprimir mis lágrimas, víctima de un pudor absurdo. Intuí que un buen método sería distraerme. Ignoré los cuatro tópicos del cura y me entretuve escrutando a la monja que lo auxiliaba, más fea que un rape.

"Yo no quiero morir. Por favor, no me dejen morir". Éste fue, al parecer, el ruego final de Hugo Chávez

Mi primo Tomás y yo cargamos el féretro desde la angosta iglesia hasta el coche. Malicié que de mi abuela sólo quedaba el alma; pesaba menos que una pavesa.

De repente, y en plenas escaleras, nos detuvo Ángela, también ella hecha una uva pasa.

Ésta golpeó la caja con sus frágiles nudillos y musitó con una vehemencia jamás escuchada por mí: Adiós, Herminia. Buen viaje y cuídate, hija, que pronto nos veremos".

Se me rompieron los ojos y el empedrado fue un Gévalo de llanto.

Y sin embargo, a pesar de tantos ejemplos, no comparto con Petrarca que "un bel morir tutta una vita onora", y siempre me ha resultado chocante esa obsesión por embellecer el cadáver con una frase lapidaria.

Me alegró saber que "más vale morir de pie que vivir de rodillas" no pertenecía a los recolectores de aceitunas, ni a La Pasionaria, ni a ese torero bajito cuya manía de torear rodilla en tierra se me antoja un pleonasmo, sino a la tradición.

Y quién diría que nuestro sentido ¡No pasarán! ya fue pasado a la bayoneta en la Primera Guerra Mundial.

"Yo no quiero morir. Por favor, no me dejen morir". Éste fue, al parecer, el ruego final de Hugo Chávez. La manipulación oficial quiso trucarlo por una arenga patriótica, sin darse cuenta de que nada engrandece más a un dirigente que saberlo asustado. Aferrado a la vida, humano al fin y al cabo.

También el Ché, antes de convertirse en camiseta, suplicó: "No me maten; valgo más vivo que muerto". Y eso no quita ni un gramo de verdad a su abnegada gesta.

Creíble, propio de tan ilustre bromista, fue el chiste final de Muñoz Seca: "Podéis arrebatarme mi hacienda, mi patria, mi fortuna, mi vida... Pero hay una cosa que no podéis quitarme: ¡El miedo!"

Mi madre, a cambio, me regaló dos vidas: la mía y la suya. Ni un solo momento la sentí lejos

Sigo sin entender, ochenta y dos años después, cómo la maquiavélica derecha no supo, en su momento, sacar partido a tamaño atropello. Cierto que don Pedro no tenía la talla de Federico, pero en este país frailuno y mojigato, un tipo tan lúcido, divertido y locuaz era no menos necesario que el granadino.

Dionisia, mi madre, fue siempre tan humilde que hubiera aceptado de buen grado un epitafio escrito en su tabla de lavar.

No me dejó una frase antes de convertirse en yerba. Las palabras que escuché, y que aún me duelen, fueron de Alba, mi sobrina:

Yo, en el limbo del Hospital Doce de Octubre, inoportuno, me había ido un instante al bar.

"Que ya. Que ya", urgió Alba con voz rota mientras también mi vaso se hacía añicos.

Mi madre, a cambio, me regaló dos vidas: la mía y la suya. Ni un solo momento la sentí lejos. Siempre se mostró orgullosa de mis aciertos. Nunca miró hacia otro lado en el infortunio o en mis incontables desmanes.

Con vino de pitarra escribí para ella estos cuatro versos en los que no cabe cuanto mi madre es aún:

Luciérnaga de mis noches,

fuiste mi estrella y mi faro.

Caricias, nunca reproches,

ahora sólo yerba y barro.

Confieso que cuando sueño con ella, en "esa borrosa patria de los muertos" (gracias, Paz), me lleno de euforia, hasta tal punto que en más de una ocasión he buscado el reencuentro aprovechando algún que otro somnífero que rueda por mis cajones.

Podía ser más generoso quien controla los sueños. ¿Qué coño le costaría facilitarme un mando a distancia? ¿Y por qué sueño siempre en blanco y negro?

A mí ni se me pasa por el sombrero prepararme para tan desatinado instante. A un persuasivo editor de Planeta empeñado en publicar mis memorias, le respondí: "¿Estás loco? Todavía me quedan semanas de vida".

Aunque reconozco que mis últimas palabras las pronuncié hace tiempo: "Si no hay caballos, me vuelvo".

De un tiempo a esta parte, y me lo reprochan mis lectores, me ha dado por los obituarios. Me estoy convirtiendo, apuntan, en un especialista en lápidas.

Hubo quien echó de menos un homenaje (que se lo merecía) a Montserrat Caballé

Me imagino el epitafio de René Lavand, mi adorado manco: "Ché, aún se podía hacer más lento". En afortunadas noches sale de la penumbra, se sienta sobre el mármol y, para la luna, sigue barajando.

Y es conocido el que orla la tumba de Isidoro Álvarez: "Ni estoy satisfecho ni me devuelven el dinero"

Hubo quien echó de menos un homenaje (que se lo merecía) a Montserrat Caballé. Yo estaba relinchando en París, pero de haber tenido media hora y un ordenador cerca, lo habría hecho con mucho gusto. Y de peso.

Y qué no daría por conocer las ateridas palabras de Lorca entre banderilleros, en su último paseíllo hacia el Miura de la noche.

O las irónicas, luminosas de Borges, que prefiero omitir.

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He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”