¿Mejorar el mundo trabajando en Wall Street?

¿Mejorar el mundo trabajando en Wall Street?

Luchar por justicia tanto nacional, como internacional, no es un deber enfocado en el individuo, como lo pretende el modelo neoliberal. Es un proyecto común, político, tanto de los ricos como de los menos ricos, no tarea de una vanguardia ilustrada y millonaria. Por eso la llamada ayuda al desarrollo no debe ser solo una cuestión de donaciones individuales a ONGs sino un tema de políticas públicas de redistribución de la riqueza mundial.

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Foto de una escuela en Katmandú. REUTERS/Athit Perawongmetha

Este artículo ha sido escrito conjuntamente con Lorenz Lauer, doctorando de la UPV/EHU y miembro de ASAP (Academics Stand Against Poverty) Alemania

Mucha gente, al menos en Europa, pensamos que la manera correcta de enfocar la llamada "ayuda al desarrollo" pasa por aplicar de modo global el modelo de redistribución de la riqueza que puso en marcha la socialdemocracia europea. En general, pensamos que el modo más efectivo de salvar las brechas en el reparto de la riqueza y reparar las injusticias derivadas de haber heredado una situación en lugar de otra, consiste en que los que más tienen contribuyan más, a través de instituciones legítimas, al bien común. Nuestro deber ciudadano, básicamente, es presionar para que se construya un sistema eficiente de redistribución de la riqueza a nivel mundial, y vigilar que el sistema no se corrompa, ni del lado de los contribuyentes ni del de los receptores.

Sin embargo, ni todo el mundo piensa así, ni parece que los modelos existentes evolucionen en esa dirección. El sistema que parece imponerse es el de la donación individual vehiculada a través de ONGs que compiten entre sí en el mercado.

En este sistema, los individuos adquieren la responsabilidad de "ayudar". En la analogía que traza Peter Singer, el individuo interpelado por una ONG está en una situación similar a la de un caminante que ve ahogarse a un niño en un lago: el deber de salvarlo está por encima de cualquier otra consideración -salvo si tiene que poner su propia vida en riesgo-. El héroe en este modelo es el estudiante que decide salirse del mundo académico para trabajar en Wall Street y así poder donar más, o los superdonantes, como Bill Gates, Warren Buffett o el recién llegado Mark Zuckerberg. Por su parte, las ONGs se ven impelidas a competir en un mercado de recursos escasos y ser especialmente eficientes a la hora de vender su producto. Por esta razón, tienen que dedicar cada vez más tiempo y personal a lograr presencia en los medios y satisfacer al donante.

¿Puede ser este un buen modelo para afrontar las desigualdades entre áreas geográficas? Es bastante dudoso. La donación tiene sesgos, límites, y a menudo, genera problemas. Los individuos somos volubles, manipulables y, en general, poco racionales. Donamos cuando algo se nos mueve dentro, cuando la empatía nos motiva. Pero la empatía no es ni mucho menos un indicador fiable. En primer lugar, es una emoción sesgada por la cercanía que percibimos en el otro: como se ha repetido últimamente, uno de los detonantes de la reacción al éxodo de refugiados fue ver que Aylan era muy parecido a nuestros propios hijos. En segundo lugar, la empatía depende del grado de inocencia que proyectamos sobre la otra persona: donamos masivamente cuando hay catástrofes naturales, pero nos retraemos cuando el motivo del sufrimiento es una guerra. En tercer lugar, la empatía funciona a partir de cómo se nos aparecen las cosas a simple vista: la presentación impactante de un caso hace que nos movilicemos, e incluso que desconectemos nuestra racionalidad.

La primera vez que se dona a una ONG, se hace con ilusión, no sólo porque se crea que se va a conseguir algo, sino también porque hacerlo proporciona felicidad. Pero pronto se va generando una actitud más cínica hacia la donación.

Un ejemplo claro de esto último es el caso Kony 2012. El emocional vídeo de la ONG Invisible Children relatando la historia del huérfano ugandés Jacob secuestrado por el señor de la guerra Joseph Kony, tuvo más de 100 millones de visitas, e incluso se pegaron pósters en lugares de EEUU y Europa. Cuatro años después, el balance es desilusionante: Kony aún está libre, el dinero recaudado apenas ha beneficiado a los ugandeses, y el interés de donantes y medios se ha desvanecido.

Y es que no sólo los medios, sino también los donantes, se cansan. Se cansan de donar para aliviar una situación en particular, y se cansan de donar en general. Este fenómeno se conoce como "fatiga del donante". La primera vez que se dona se hace con ilusión, no sólo porque se crea que se va a conseguir algo, sino también porque hacerlo proporciona felicidad. Pero pronto se va generando una actitud más cínica hacia la donación, ésta reporta menos al propio individuo, y se acaba dejando.

A esto, finalmente, hay que sumarle que la donación basada en emociones puede generar más problemas de los que resuelve. Por ejemplo, las donaciones europeas de ropa prácticamente han destruido la producción de ropa en Kenia, Malawi, Mozambique, Nigeria, Ruanda, Senegal, Suazilandia, Tanzania, Zambia y Zimbabue.

Algunos partidarios del modelo de donación son conscientes de éstos y otros problemas. Para corregirlos abogan por el "altruismo eficiente", que combina empatía con "evidencia" para conducir al donante a un tipo de donación realmente útil. La idea es buena: libera al donante de sus decisiones basadas en las emociones, y a las ONGs, de la lucha por activarlas. Por ejemplo, la ONG GiveDirectly ayuda a los hogares más pobres del mundo con transferencias directas de dinero que se emplea en abrir negocios, enviar los niños a la escuela o construir una pequeña casa.

Sin embargo, el modelo del altruismo eficiente necesita que los individuos estén previamente motivados para donar. El actual modelo caótico consigue, a duras penas, motivar a los donantes apelando a emociones activadas por casos y situaciones concretas. Si prescindimos de éstos, ¿cómo se va a conseguir movilizar a la gente? Hay que lograr un cambio en la conciencia moral de los individuos para que lleguemos a convencernos de que debemos compartir parte de lo que tenemos, y nos sintamos impelidos, cada uno de nosotros, a comportarnos de acuerdo con nuestra nueva conciencia moral.

Puede que llegue a producirse una revolución moral de este tipo, pero a nuestro juicio sería bastante más útil volver a enfocar toda la cuestión como una cuestión clásica de redistribución de la riqueza. Luchar por justicia tanto nacional, como internacional, no es un deber enfocado en el individuo como lo pretende el modelo neoliberal. Es un proyecto común, político, tanto de los ricos como de los menos ricos, no tarea de una vanguardia ilustrada y millonaria.