La mutilación de los débiles: el puritanismo del Tea Party

La mutilación de los débiles: el puritanismo del Tea Party

El bipartidismo como regla de convivencia se encuentra en un serio riesgo de ser sustituido, tanto en EEUU como en España. Lo que menos necesitan las sociedades occidentales en estos momentos de fragilidad es la escisión de los radicales conservadores en otros nuevos partidos.

Cada día que pasa sobre la undécima hora, EEUU se convierte en un país socialmente más fracturado, y a medida que esa fractura se hace más profunda, ensanchando el vacío por el que se precipita la herencia de valores consagrados a una vida racional y pacífica, aumenta mi sensación de que asistimos a la representación de un progresivo fraude histórico.

Un fraude que probablemente será reconocido como tal dentro de unos 200 o 300 años por algunos nuevos eruditos libres de ser sospechosamente partidistas. Es entonces cuando se podrá implantar un consenso a la hora de calificar al ciclo histórico en el que EEUU fue el Imperio, como una etapa estridentemente bipolar en términos de ética y coherencia moral.

En la reciente y valiosa serie de Aaron Sorkin para HBO, "The Newsroom", el periodista protagonista, Will McEvoy, interpretado por Jeff Daniels, definía en su informativo a los miembros republicanos del Tea Party como los talibanes americanos. Paul Krugman, hace pocas semanas, les caricaturizaba en The New York Times como el "Crazy Party". Arthur Goldwag, en su último libro, "The New Hate: A History of Fear and Loathing on the Populist Right", diagnostica a sus miembros como personas con desorden mental, es decir, como auténticos "paranoicos". No cabe duda que el uso que hacen del lenguaje es enfáticamente hostil y despectivo ante el adversario.

El otro lado, al defenderse, ya sabemos que utiliza ese mismo vocabulario, siendo una práctica que lleva realizando desde hace una década. En diciembre de 2004, cuando el Tea Party todavía no se había construido formalmente, William Donahue, uno de los líderes de la Liga Católica por los Derechos Religiosos y Civiles, difundió su discurso "Fascistas Culturales", acusando a los demócratas de querer eliminar la Navidad, cercenar la libertad religiosa y acabar con los valores morales destinados a compartir con el prójimo. Aproximadamente en esas mismas fechas, Mac Johnson, en su influyente site de orientación ultraconservadora, Human Events, utilizó en uno de sus ensayos la expresión "Yijadistas de izquierdas", y ha seguido afirmado en múltiples ocasiones que para los progresistas, "Dios es el enemigo".

La guerra entre ambos bandos y las agresiones que se vienen lanzando, tanto a nivel de construcción de pensamiento como en aspectos puramente emocionales vinculados a la vida cotidiana, son un hecho consumado y con una responsabilidad por los daños que causan que se encuentra cada vez más equidistante para unos y otros. Lo que puede provocar que la verdad se distorsione para poder ser ajustada al marco de las hipótesis que cada bando afirma defender en aras del bien común.

En definitiva, un escenario en el que no es difícil sentirse confundido ni terminar por adherirse al discurso de los líderes más influyentes, en aquellos en los que cada uno confía más, sin notar que las motivaciones y los fines se han disfrazado o camuflado. Por esta razón, en lo que me parece interesante profundizar sobre la actual polarización desmesurada de la vida política y social estadounidense es en cómo se ha producido la escalada, qué es lo que está realmente en juego, y quiénes están siendo las autenticas víctimas. Para ello voy a realizar un recorrido muy abreviado para intentar interpretar algunas de las claves del proceso.

El ecosistema social y político en EEUU, desde la caída de las Torres Gemelas, se ha caracterizado por ser un enfrentamiento visceral, anclado a sentimientos y creencias antes que a datos objetivos o principios susceptibles de ser evaluados mínimamente por la ciencia. Desde hace un tiempo, lo que contemplamos es la batalla de lo que se conoce como las "dos Américas". Una realidad prefabricada por los think-tanks conservadores liderados por Gertrude Himmelfarb, pionera allá por 1999 en sentar las bases para articular la lógica del funcionamiento sociodemográfico de su país, clasificándole en dos grandes macro-regiones sin espacio para matices o terceros actores: la región demócrata y la región republicana.

Dos espacios socioeconómicos no sólo diferentes entre sí por tener inclinaciones políticas y culturalistas claramente distintas susceptibles de ser explicadas por los índices de desarrollo económico y las tasas de empleo, sino que sus planteamientos vitales, por acción natural, debían evolucionar en un estado de enfrentamiento permanente para imponer cada una su respectiva supremacía ideológica. Donde una atacaba, la otra se defendía.

En aquellos mimbres, el ambicioso sueño conservador consistió en empujar hacia su redil a todos los blancos de clase trabajadora con el propósito de realizar una inversión en la construcción de lo que debía ser su visión de clase social a la hora de entender el mundo que les rodeaba, para que de ese modo pudieran llegar a estar a favor de abolir muchos de los derechos conquistados por miembros de su misma clase desde la década de los años treinta.

La estrategia era convertir a su "credo" a los estados del medio oeste y de parte del Sur que durante la Gran Depresión habían sido núcleos activos del radicalismo social que perfilaron las políticas benefactoras que Roosevelt, en mayor o menor medida, fue digiriendo hacia cauces prácticos. Para el fin conservador, la forma más segura de mantenerse en el poder pasaba por reclutar a las "Grandes Llanuras" y utilizarlas en un proyecto novedoso: generar un golpe directo contra la clase media de las grandes ciudades de norte, inyectando el mensaje de alarma de que éstas estaban dominadas por el profesionalismo y el intelectualismo arrogante que utilizaba la izquierda demócrata como adoctrinamiento para toda la nación.

Los discursos políticos armados desde los prolegómenos a la reelección de Bush hijo, empezaron a definir al votante republicano como un ciudadano con una identidad y una cultura intrínsecamente única, original y pura: se trataba de un individuo corriente, muy trabajador, disciplinado, estricto, pulcro, religioso, familiar, amable y alegre. Nociones generadoras de buenos sentimientos, pero a su vez demasiado generales como para que la mayor parte de la gente no se pudiera indexar como un miembro más de esa comunidad sin tener la obligación de votar por los republicanos. Por ello, para fijar una genealogía más exigente y diferenciadora, el truco fue colocar ese compendio de atributos en oposición a sus contrarios. La clave era el enfrentamiento contra el Otro.

De ese modo, el ciudadano que votaba al partido demócrata fue sesgado como alguien pretencioso, compulsivamente inconformista, que actuaba con un sentimiento de superioridad, creyéndose más inteligente que al resto, egoísta por naturaleza, enfermizamente ambicioso, anti-religioso, y practicante de un marcado relativismo moral.

Con esta matriz, de una simpleza publicitaria sin paragón, se aprovechó la específica coyuntura histórica estadounidense que ha impedido que la clase trabajadora se organizara de un modo sano y ordenado en movimientos sindicales de lucha de clases, similares a los equivalentes europeos que todos conocemos.

Así que fue razonablemente sencillo transmitir la percepción de que la clase media siempre había sido, con su reiterado monólogo cultural, quien había impuesto las ideas más brillantes, las órdenes más perfectas, las definiciones mas precisas, las reglas comunitarias más justas y las sugerencias de ayuda a los más pobres, para que la clase trabajadora, teniendo menos recursos disponibles y soportando mayores sacrificios, las acatara sin poder objetar nada en contra o, ni tan siquiera, poder participar con su opinión.

Este mensaje resultó verosímil porque el flujo de comunicación y acción social para que la clase trabajadora estadounidense pudiera transformar la forma de pensar de la clase media, ha carecido de canales bien construidos desde el auge de la lucha de los derechos civiles de los años sesenta.

Con esta ventaja, la jugada conservadora pasó por encender el odio entre la gente humilde para encontrar a los culpables de su situación de estancamiento socioeconómico, pero se trató de inducirlo no hacia la clase de los más privilegiados, lo que hubiera significado pulsar la revolución comunista que siempre han temido, sino enfocar la ira contra quienes impedían realmente que la movilidad social y la prosperidad no se distribuyera mejor, permitiendo el declive moral, el despilfarro presupuestario y la corrupción. Esto es, la clase media liberal.

Aquí empezaría a emerger un primer gran fraude, consistente en que la mayoría de los lideres conservadores, perteneciendo a familias ricas, habiéndose graduado en las universidades de la Liga Ivy, y sabiendo utilizar los mecanismos de las instituciones para alcanzar sus objetivos personales y empresariales, no pararon de denostarlas públicamente, explotando un sentimiento anti-intelectualista y contra el Estado. Poniendo de moda el acento rural, el autodidactismo y la laboriosidad frente al pusilánime aprendizaje académico. Como indica Thomas Frank, otro de los argumentos esgrimidos fue el de "Harvard odia a América".

La ironía estuvo servida cuando se pudo reconocer a un puñado de radicales multimillonarios y abogados graduados en Harvard, liderando un levantamiento proletario contra otros millonarios y abogados también graduados en Harvard, ampliando el alcance de sus hostigamientos contra médicos, arquitectos, dueños de periódicos y ejecutivos de grandes multinacionales que formaban el ala moderada del partido republicano.

La segundo jugada que se bosquejó en aquellos años fue contra el estado federal, para disminuirlo y controlar sus capacidades de intervención sobre todos los asuntos importantes: sanidad, fiscalidad, educación, y la regulación del mercado, siguiendo aproximativamente la tradición de la administración Reagan pero con mayor ambición todavía.

Entonces eclosionó la crisis económica mundial, y no fue por arte de magia que floreció rabiosamente el Tea Party. Fue una consecuencia fácilmente explicable por la lógica de las "dos Américas". Pero al mismo tiempo resultó ser una "mutación" del proyecto original: una mezcolanza de jóvenes y mayores que aborrecían a la izquierda pero que aprendían de ella, se unieron para demandar un cambio.

Y aspiraban a lograrlo leyendo "Rules for Radicals", del socialista Saul Alinsky, para saber organizarse en las calles y movilizar comunidades enteras, o "Dedication and Leadership", de Douglas Hyde, para imitar las tácticas de afiliación utilizadas por el Partido Comunista en Reino Unido. Recibiendo suculentas aportaciones de Freedom Works, y el patrocinio mediático de Glenn Beck, la última estrella de Fox News, aunque ahora haya sido repudiado por la cadena.

Todos estos filamentos convergieron en un movimiento popular que logró articularse súbitamente en 2009 como una reacción de malestar ante los efectos de la recesión. Su presencia en el escaparate de la opinión publica cobró una fuerza sin precedentes a partir de mediados de 2010, momento en el que su índice de popularidad alcanzó ratios de entre el 18% y el 30% de la población estadounidense, según la procedencia de la encuesta, aunque sólo el 4% de sus adeptos eran verdaderos activistas que asistían a mítines y realizaban donaciones.

A finales de ese año, se produjo el giro definitivo, muchos de sus líderes, como Rand Paul y Marco Rubio, lograron colarse en las primarias del Partido Republicano, para posteriormente obtener escaños en las elecciones al Congreso de noviembre de 2010. Lo que había comenzado como un movimiento popular, en apariencia espontaneo, lograba una licencia para jugar con pleno derecho en el teatro de Washington D.C.

Es importante subrayar que la motivación principal de los miembros del Tea Party no ha sido nunca la movilización virulenta contra el aborto y el matrimonio gay. Lo que más logró agarrar por las solapas a sus bases y a los nuevos seguidores que fueron consiguiendo poco a poco, fue su rechazo radical a los rescates financieros y al paquete de estímulo de 787.000 millones de dólares que el Congreso aprobó para detener el colapso económico.

En el origen, las ideas que compartían sus integrantes eran cristalinas: Nos han engañado. Hemos hecho todos nuestros deberes y cumplido con nuestras obligaciones correctamente. Hemos luchado duramente para alcanzar un puesto entre la clase media. Sin embargo, el Gobierno usa los impuestos que pagamos para dárselos al sistema bancario, y para mantener políticas que favorecen a los negros, a los inmigrantes latinos y para subvencionar a los pobres. Queremos recortar el Estado, puesto que sabemos hacerlo mejor, porque tenemos una fe firme en nuestra autonomía individual.

Las contradicciones empezaron a ser constantes: criticaban al gobierno por ayudar a los ricos pero confiaban en que sería el capitalismo puro el que se ocuparía de resolver todos los problemas. Sus parámetros emulaban a la reacción conservadora de los sesenta liderada por el senador por Arizona, Barry Goldwater. Su doctrina, recogida en su libro "The Conscience of a Conservative", dejaba claro que el fin de la política republicana no debía ser promover el bienestar, sino extender la libertad: "(...) Mi objetivo no es aprobar leyes, sino rechazarlas."

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Imagen de un programa de televisión de Glenn Beck.

En resumen, los líderes del Tea Party han aglutinado dos fundamentos con una larga tradición en la historia norteamericana: la desconfianza hacia las instituciones, y una sorprendente e injustificada confianza en sí mismos. Desde mi punto de vista, el más interesante para analizar es el segundo fundamento, y para hacerlo tenemos que sumergirnos no en investigar la tradición libertaria, sino en el curioso fenómeno del puritanismo.

Tal y como indicó Randolph Bourne en 1917, el puritanismo es un tipo de "desarrollo secuestrado del individuo". El puritano conforma su capacidad de influencia en la sociedad no de un modo plausiblemente inofensivo como lo suele hacer un artista, un filósofo o un científico, sino que lo obtiene mediante un crudo asalto a la parte más vulnerable del alma de una persona: su pulsión moral, sus emociones y sentimientos interpretados de un modo único e inviolable.

La ambición del puritano es ejercer el control interno, de uno mismo, y combinarlo con el control externo, el control sobre los demás. Todo empieza por el autocontrol, una virtud idealizada de la que el gentil puritano se siente profundamente orgulloso. Una vez posee esa destreza, esa superioridad, su anhelo es imponer tal virtud sobre todo el mundo que tenga a su alrededor, y disfrutar, sentir la realización personal al poder hacerlo. Fijémonos entonces en que el buen puritano alcanza la plenitud, es feliz, cuando es capaz de inspirar a los miembros de su comunidad un patrón de conducta, una forma de compromiso. Los que se resisten, los que no le siguen, por supuesto, son expulsados del privilegio y pasan a ser el adversario, una persona débil.

Como notó Bourne precozmente, hemos de tener cuidado porque cualquiera de nosotros puede convertirse muy fácilmente en un puritano en potencia. De algún modo, llevamos a uno latente en nuestro interior: "(...) Un niño de 10 años puede sufrir una fuerte agonía ante el dilema de sucumbir o no a la ingesta de caramelos en el día del Sabbath. Que al final te los comas es secundario, lo que cuenta es la culpa que te envuelve, tener la sensación de que todo el Universo te vigila y te condena".

La nula tolerancia a la negociación y al diálogo para integrar puntos de vista divergentes por parte del Tea Party, colinda con este tipo de visión "sagrada". Del mismo modo que Goldwater, en 1964, dijo estar a favor de acabar con la segregación racial, pero al mismo tiempo se mostró activamente en contra de la integración forzosa por obligar a la gente a pensar y actuar de un modo concreto, lo que a su parecer era otra forma de ir en contra de las libertades individuales.

Otro modo de enfocar el puritanismo nos lo ofrece Thomas R. Pegram en su reciente obra "One Hundred Percent American: The Rebirth and Decline of the Ku Klux Klan in the 1920s", donde describe el fenómeno del Klan como un fenómeno más complejo que el habitualmente recogido por los libros de Historia. Originado en la era de la reconstrucción tras la Guerra de Secesión, fue evolucionando hasta convertirse en los años veinte en una potente organización terrorista. Su objetivo ya no sólo pasaba, como al principio, por recuperar y garantizar la superioridad de los herederos de los primeros nativos blancos estadounidenses frente a los liberados negros, sino que puso en práctica un conjunto de estrategias denigratorias contra todo tipo de inmigrantes, integrando el antisemitismo e incluso el anticomunismo entre sus principios políticos. Como no podía ser de otra manera, su autoconfianza se extraía de la tradición protestante, que como ya hemos visto les encarrilaba para ser una policía moral legitimada por Dios, promoviendo la sobriedad, la pureza de raza, el patriotismo y la ética en el trabajo.

El KKK no se limitó a movilizarse ante cuestiones raciales, también trató de controlar instituciones e influir en nombramientos públicos, creando una red fraternal de clientes y amigos a través de la cual se impulsaban negocios con todo tipo de "privilegios". Su decadencia tuvo mucho que ver con no poder mantener la coherencia con sus planteamientos teóricos, y según fueron "cayendo", saliendo a la luz pública los "malos puritanos" - homosexuales salidos del armario, alcohólicos, maltratadores de mujeres, delincuentes empresariales, adulterios interraciales-, el movimiento fue quebrando. A medida que la economía iba mejorando, el Klan fue sobreviviendo tan sólo como una serie de crepúsculos aislados entre sí en diversas zonas rurales de los Estados del Sur, pero sin la influencia a escala nacional que llegaron a acariciar justo antes de la crisis económica del 29.

Por su parte, el moderno Tea Paty, con las reminiscencias al Klan que uno puede achacarle con cierta facilidad, tendrá la opción en las próximas elecciones de constituirse como el tercer partido de EEUU, tal y como recomiendan inteligencias de la talla de Sarah Palin. A mi juicio, ese no será el error capital que le precipitará al declive si finalmente se deciden a dar el paso. El error que les llevará al precipicio serán los efectos visibles de sus contradicciones derivadas de un modelo de pensamiento compuesto, en buena parte, por supersticiones, por mitos y en modular cierto grado de odio contra los más desfavorecidos.

A medida que sus seguidores tengan que utilizar el Medicare y la seguridad social para sobrevivir, irán tomando conciencia sobre las consecuencias de apoyar un programa ideológico que persigue disminuir todos esos mecanismos. En cualquier caso, el pobre está siendo una de sus principales víctimas.

Es importante que recontemos que más del 15% de la población de EEUU, casi 50 millones de personas, una de cada seis y uno de cada cinco menores, viven oficialmente en la pobreza. La postura conservadora es considerar que el pobre es un vago, es perezoso y un mediocre profesionalmente hablando, sin darse cuenta que muchos de esos pobres tienen dos mini-jobs, o que hay 6 estadounidenses luchando entre sí por cada puesto de trabajo que se abre al mercado. En este punto concreto es donde soy crítico también con la posición demócrata, ya que casi nadie de ese partido está defendiendo a los pobres de una manera nítida y audaz.

Obama reiteradamente va buscando reconectar su discurso con el concepto virtual de clase media, mientras que la clase trabajadora humilde y el pobre siguen siendo perfiles no prioritarios para sus planes de transformar el país, viejos tabúes que no terminan de tener el atractivo y el potencial para mover hacia arriba las encuestas de aceptación y popularidad.

Por consiguiente, mientras los republicanos atacan para que los impuestos nunca más sean utilizados para sufragar programas de reinserción para los presos de las cárceles, y presionan para que el recorte de Medicare continúe aumentando, los demócratas parecen estar muy despistados, enfrascados en diseñar el modo de mantenerse en el poder con un nuevo candidato para los próximos comicios, permitiendo que puedan suceder derogaciones tan relevantes para la igualdad como la asistencia de un abogado de oficio para todos aquellos ciudadanos que no tienen dinero para pagárselo (el pasado mes de enero se introdujo una moción para acabar con la Legal Services Corporation Act por iniciativa de cinco miembros de la cámara de representantes, todos ellos republicanos, tres del Tea Party).

Lo inmensamente cierto es que se está produciendo una progresiva deshumanización de los pobres desde los atriles del Grand Old Party: "no tiene sentido dar beneficios a la gente en paro ya que se les incentiva para no encontrar trabajo". Y por ende, si ellos tienen la culpa de ser desempleados de larga duración, se han ganado a pulso que se los considere como personas diferentes: ya "no es alguien realmente como nosotros".

Al mismo tiempo, en un país tan vasto ocurren muchas cosas a la vez; se te ponen los pelos de punta cuando se publican informes que denuncian que entre 2006 y 2010 se han esterilizado bajo coacción a 148 mujeres presas en varias cárceles de California. Es entonces cuando la gestión social de EEUU, con toda la suma de incidentes y fenómenos que la compone y la sacude prácticamente a diario, me resulta mucho más surrealista, deprimente y peligrosa que la actual escena política italiana o española.

Pero además, lo que resultaría estéril para tratar de mejorar la sociedad en términos de justicia, es pensar que una realidad tan agresiva y paradójica, donde casi todo el tiempo resuena el eco de la Ley de la Selva, sea fruto de un cierto desorden burocrático, razonablemente subsanable. Del mismo modo que se puede caer en la tentación de minimizar al Tea Party como si fuera un juguete roto, una especie de Frankestein que se le ha escapado de las manos a los republicanos, como indica Krugman. Considero que estos diagnósticos son demasiado cómodos, y sólo sirven para camuflar los agujeros estructurales de un sistema político, económico y cultural afectado por un ciclo de degeneración nerviosa.

La avería es mucho más profunda.

Volviendo al principio, estoy de acuerdo con Will McEvoy cuando, en un instante de "The Newsroom", es criticado por haber ido demasiado lejos al tildar de "talibanes" a los miembros de Caucus del Tea Party, y responde -"Es cierto. Los Talibán se ofendieron". Sin embargo, la solución no pasa sencillamente por estigmatizar a sus miembros ante el resto de la opinión pública estadounidense, hay que rascar más hondo en la piel de la democracia, sin tanto miedo a lo que se pueda encontrar. De lo contrario, será otra oportunidad perdida para detener el contagio.

Un contagio que está asolando a Europa y particularmente a España con algunas de las ideas más regresivas del conservadurismo exaltado: la simpatía por la ingeniería social propugnada por la escuela austriaca de economía, la radicalización sentimental de las bases de los partidos y de sus líderes políticos, la apología de la ética del trabajo protestante, y la segregación clasista de los más débiles por parte de la clase media liberal.

Al fondo del túnel, el bipartidismo como regla de convivencia se encuentra en un serio riesgo de ser sustituido, tanto en EEUU como en España. Lo que menos necesitan las sociedades occidentales en estos momentos de fragilidad es la escisión de los radicales conservadores en otros nuevos partidos. Me pregunto si estaremos pagando el precio de la moderación de tanto traicionarla.