Habaneras de una goleta

Habaneras de una goleta

En la esquina más sucia de la dársena, al fondo, donde las corrientes acumulan porquerías, ratas y desechos me encontré con un barco que un día quise. Un amante casi olvidado que a pesar de los años y lo que habíamos cambiado me volcó el corazón. Se mecía con gemidos de barco viejo, aunque no lo era tanto.

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Habaneras, de Mayte Piera.

En la esquina más sucia de la dársena, al fondo, donde las corrientes acumulan porquerías, ratas y desechos me encontré con un barco que un día quise. Un amante casi olvidado que a pesar de los años y lo que habíamos cambiado me volcó el corazón. Se mecía con gemidos de barco viejo, aunque no lo era tanto, con hierros podridos y agujereados que ya no ansiaban cortar más mares que los de las aguas sucias y amargas de su amarre prisionero. Había tantas horas de mi vida entre sus cuadernas y baos, horas de pinturas, barnices, singladuras, olas y calmas interminables que a pesar de la melancolía me acerqué a míralo de cerca. Los barcos suelen dejar alguna historia de amor, incluso aunque no hayamos sido sus propietarios y la relación haya sido estrictamente profesional, siempre deseamos que en nuestra forzosa ausencia queden en las mejores manos posibles para que los cuiden y los mimen como si fueran perros desvalidos.

Todavía era palpable, entre la dejación y el abandono, la esbeltez de aquella goleta de stay de airosos mástiles, uno de los aparejos más elegantes para este tipo de veleros, un buque escuela que causó la alegría y la vocación de muchos. Ahora no era más que un barco enfermo y débil al que le habían negado hasta el derecho, la leyenda y la heroicidad de hundirse por sus propios medios. Sus ocupantes parecían haber salido corriendo atraídos por misiones más importantes, dejando sus cabos desparramados por cubierta sin decoro, sus chicotes como plumeros sin rematar, sus velas reverdecidas por las lluvias de años, las amarras imbécilmente tendidas desde cualquier sitio en vez de por sus nobles gateras, sus toldos y lonas arrancados, descosidos e hirientes, sus barnices despellejados, sus bronces pringosos y con una pátina de inmundicia, sus defensas tan mugrientas que ya no defendían ni de sí mismas ¿Quién podía gustar tan poco del bello arte marinero? Esa ocupación que perdura incluso después de la maniobra de atraque y el descenso de pasajeros, ordenando, estibando, adujando, arranchando y aclarando su cabuyeria, dejándola lista y pulcra para el día siguiente.

Hay barcos que tienen malos comienzos, sobre todo cuando su armador no tiene claro si los quiere y mucho más cuando el propietario no es un individuo sino un ente abstracto como la administración. Ni siquiera en la elección de su nombre tuvieron acierto; cuando se mezclan politiqueos y marinería el resultado suele ser desastroso y se tiende más hacia los lugares comunes que a la solución brillante. La corrección política le privó de un nombre innegable o genuino y la convirtió en una goleta masculina, de un abominable mal fario. Con un gran contrasentido se la bautizó como la representación de un héroe de caballerías terrestres y polvorientas. Esos fueron sus nefastos orígenes. A pesar de ello vivió algunos años de andanzas honestas en su juventud.

Pienso que incluso en el caso de barcos con feos augurios y mala reputación, sus tripulaciones pueden ser capaces de defenderlos a muerte como si fueran su propia familia. Para ello es obvio que debe haber una marinería competente que se encargue de las necesidades que surgen cuando desarrollan su cometido: navegar. Los técnicos terrestres no conocen sus exigencias como la gente que los marea, nunca se adelantará a sus debilidades o a sus penurias. Los barcos, incluso los más humildes, están bien siempre que los hombres que vayan a bordo sean buenos y afectuosos con ellos, pero si la gente que los tripula está de paso, nunca habrá una relación entrañable que les lleve a desvivirse por ellos.

Por eso fue dañino, en un barco de esas características, poner un capitán contratado por días o por horas, para ahorrar gastos, como si se tratase de un conductor de camión. Quien así lo pensó no tiene ni idea de lo que es un barco. En esta ocupación mía de la náutica de recreo profesional, hasta el más nuevo advenedizo imagina que sabe horrores y que tu trabajo bien lo puede ejecutar un primo o sobrino amateur por el simple gozo de pasearse mirando a babor y estribor con complacencia y dar dos voces autoritarias.

Sus verdugos más despiadados fueron la vanidad y la codicia. La necesidad de gloria y mando de aquellos que solamente pensaron en la entrada triunfal a puerto con el timón en sus manos y la voracidad de otros que solo rumiaron venganzas e intereses, utilizando un bien público para sus negocios privados. Decía Conrad que el arte de gobernar barcos es más bello que el de manejar hombres pues a estos se les engaña con facilidad pero los primeros son criaturas traídas al mundo para que nos obliguen a dar la talla. Eso sería en sus tiempos románticos, ahora nada importa y todo vale, incluso dejar a un velero consumirse hasta su espina dorsal y luego abandonarlo.

A pesar de su desolación, en un último truco ilusionista de tapar sus vergüenzas le habían pintarrajeado la matrícula y el mascarón con colores chillones y llamativos, mientras por sus imbornales rezumaban goterones negros desconsolados. Y en el colmo de sus desdichas, unos días más tarde, la llevaron renqueando, mascando lamentos, como un penitente, a exhibir sus castigos en la Valencia Boat Show ; eso sí, la amarraron muy lejos de visitas y miradas, podrida en su dignidad y con unas banderitas de colores colgando sin hermosura como pingajos burlones.

- Pareces una ramera vieja, con el radiante carmín de tus labios, tus abalorios y el rímel corrido por el cansancio.

Me salió del alma, como al protagonista de Memoria de mis putas tristes, uno de los inmensos cuentos de García Marquez, cuando descubre que a su amada Delgadina la han transformado en una furcia corriente:

... me aturdieron los artificios: las pestañas postizas, las uñas de las manos y los pies esmaltadas de nácar, y un perfume de a dos cuartillos que no tenía nada que ver con el amor...Un vapor raro me subió de las entrañas.

--¡Puta! --grité.

La canción de hoy es una copla de Quintero, León y Quiroga, Ojos verdes, conocida por todos en múltiples versiones, quizás la más famosa es la de la Piquer. La verdad es que todas tienen su encanto singular y aunque una de mis favoritas es la de Pasión Vega me he decantado por esta de Silvia Perez Cruz porque me parece original. La canción es una historia de prostíbulo que inicia la estrofa con un "apoyá en el quicio de la mancebía".

Me hizo gracia encontrar una antiquísima versión de la Jurado que la cambiaba por: "apoyá en la trama de la celosía". Supongo que la censura de entonces evitó el referirse de esa forma al lupanar, pero luego el resto de la letra, pensé, ya no tenía ningún significado, y realmente las coplas eran historias cerradas y redondas, con argumentos de culebrón. Pero estas cosas sin sentido me vienen como anillo al dedo para esta entrada.

Este post fue publicado originalmente en el blog de la autora.