Una historia interminable

Una historia interminable

Esta historia inacabable que hoy me trae aquí empezó en Itaca, cuando encontré una antigua fotografía de la entrada al puerto de Vathi en la que se veía a un hombre llegando en un pequeño velero con los brazos abiertos; era un griego que había cruzado el Atlántico norte con su mujer, allá por los años 50.

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Fotografía: Esencia de libro viejo, de MAYTE PIERA

Esta es una historia que se construye a sí misma. Cada vez que la escribo en una página, deja entrevisto un fleco que asoma por debajo de la falda y, tirando del hilo, aparecen nuevas piernas que, andando, se van a otro paisaje y dan lugar a nuevos episodios. Me recuerda a una merienda con buñuelos que preparé una vez; me debí pasar en algún ingrediente, porque aquello crecía hasta desparramarse por los bordes del recipiente. Nos pusimos a freír rosquitos sin descanso y, cuando teníamos una montaña inabarcable, ¡Dios, el cacharro volvía a estar colmado de masa! Llegamos al límite del empacho y la indigestión, pero aquello no cedía. Terminamos por tirar el magma por el inodoro. Yo lo miré caer con aprensión, imaginando que seguiría creciendo allí donde fuera y, si nadie lo paraba, llegaría a apoderarse del mundo. Me tiré un tiempo oyendo las burbujas de su fermentación en mi cabeza.

Pero esta historia inacabable que hoy me trae es más seria y empezó en Itaca, cuando encontré una antigua fotografía de la entrada al puerto de Vathi en la que se veía a un hombre llegando en un pequeño velero con los brazos abiertos; era un griego que había cruzado el Atlántico norte con su mujer, allá por los años 50. El viaje estaba relatado en un libro autobiográfico del que desgraciadamente solo se hizo una edición limitada y era difícil de conseguir. Después de escribir a medio mundo y de esperar en vano que una persona me lo fotocopiara, contacté con un librero de viejo de Atenas que tenía un ejemplar y me lo mandó. Si queréis leer esa historia , seguid este enlace.

Cuando comencé a leerlo, en los primeros párrafos, el autor hacía mención a un libro del escritor Tasos Zappas, El Jónico en una barca; la edición debía ser de los años 30, así que me volví a rastrear la pista de este segundo libro. Esta vez, algún librero me dijo que lo intentaría, pero luego no volvían a escribirme. Estos detalles dieron lugar a otras historietas que podéis leer aquí, si tenéis ganas.

Algún tiempo después, cuando volví a publicar en El Huffington Post la anécdota del libro, y cuando ya daba por descontado que no lo conseguiría, me escribió una mujer desconocida contándome que había visto ese libro en una librería de Exarchia, en Atenas. Por supuesto que volví a escribir al nuevo librero que me avisó de que el libro era de segunda mano y que estaba en mal estado. Me lo compré.

Volvió a llegar el cartero. Esta vez el hombre del chaleco amarillo traía un aroma apolillado y remoto. Abrió su saca y alcancé a ver un chisporroteo de mosquitas brillantes y diminutas que se alejaban en todas direcciones dejándonos absortos.

-¿No he venido yo otra vez a esta casa con este paquete?

Yo no quise destrozarle el déjà vu; por él, porque siempre es mejor vivir en un hechizo que pisar la realidad; y por mí, para darle alguna posibilidad de que esto, como en un juego de muñecas rusas, fuera un cuento dentro de otro cuento que a su vez pertenece a otro cuento.

Subí las escaleras envuelta en tufos, mosquitas y recuerdos huidizos. Me dispuse a desenvolver, con un cuidado de neurocirujano, las capas y capas del embalaje cebollino, hasta llegar a un cuadernillo de pocas páginas y muchas heridas. Algún desalmado lo había intentado reparar con cinta de perfilar ¡qué pena daba! Nada más abrir sus tapas, volaron miles de insectos imaginarios y la habitación se llenó de figuras y de esencias de libro viejo, tanto que me estremeció. No tenía fotografías, pero sí unos dibujos a plumilla, honestos y genuinos, sin ningún esmero por aparentar.

Qué perfume el de los libros viejos y usados. Por un lado, contienen letras y palabras que articulan novelas. Por el otro, emanan de ellos unos vapores sugerentes y enigmáticos.

Su primer dueño dejó grabada en la contraportada la fecha de adquisición. O de lectura. O del regalo que recibió. La tinta era casi violeta y el año el mismo de la edición. Qué impaciencia debió tener ese desconocido lector. Qué lástima que no dejara su firma para poder dirigirme a él como dios manda. Qué perfume el de los libros viejos y usados. Por un lado, contienen letras y palabras que articulan novelas. Por el otro, emanan de ellos unos vapores sugerentes y enigmáticos. Me estoy yo enganchando a estos fetichismos bibliófilos. Cerré los ojos por un rato, medité y escribí a mi amiga Mayte Piera, la fotógrafa que con tanta delicadeza colabora conmigo en las entradas del Huff.

-¿Tú serías capaz de plasmar el olor de este libro en el instante de tu cámara?

-Tengo que verlo.

Así que le dejé el cuadernillo, depositándolo con un mimo de relojero y con temor de que a la vuelta hubiera perdido ese olor que tanto me trastornaba. Pero era el precio que se debía pagar para viajar en el tiempo, hasta el año 38, a lomos de un perfume histórico. Y valió la pena, como se puede comprobar en la imagen que ilustra esta entrada.

Por supuesto, escribí a la persona que me dio la dirección del librero y le di las gracias. Abrimos otra matrioska rusa. Ella pintaba y su marido escribía y era marino. Y casualidades de la vida, estaban haciendo un libro de recopilación de recetas de una gran cocinera de Cefalonia, la isla vecina a la mía, una tal Ioanna Lazaratos; por amor al arte y a su cocina. Y me preguntaron si quería publicarlas yo en el blog. Así que se me ocurrió que si funciona, si nos gusta, si divierte, abriré una pestaña de recetas para ir colgándolas de vez en cuando. La pestaña de recetas, de libros, de fotografías, de historias, de buñuelos, de muñecas...rusas.

Recetas de cocina

Desde pequeña le gustaba quedarse sola en la cocina,

matando el tiempo, cocinando,

y derraba lágrimas recordando su vida

y le daban a sus guisos un sabor mágico.

Comino, nuez moscada, pimentón,

nunca tuvo compañero para intercambiar deseos,

para reducir el fuego después del primer hervor,

para rehacer la creación desde el principio.

Perejil picado y diente de ajo

para alumbrar la esperanza en unos ojos de miel.

Y al final añade un vaso de aceite

para que sientas una caricia en el cabello por la mañana.

Un día prendió fuego a su cocina,

hizo que su huida pareciera una fiesta

tal que a su alrededor florecieron lirios blancos de novia,

iguales a aquellos que siempre había soñado.

Cuántos corazones que se convierten en destello y fuego

nos hicieron grande algún pequeño momento,

y sin ruido pasan por la vida,

sin dejar lágrimas que surquen sus mejillas.

Este post fue publicado originalmente en el blog de la autora