La vejez salvaje

La vejez salvaje

La pieza da comienzo en plena oscuridad. La edad de Jennifer Monson no se puede precisar, pero las marcadísimas arrugas de su rostro, bajo la fortísima luz directa del foco, anuncian su avance hacia los sesenta años. Tampoco se tiñe las canas, y rompe radicalmente con el pudor a ocultar aquello que pierde su belleza.

La pieza da comienzo en plena oscuridad. La edad de Jennifer Monson no se puede precisar, pero las marcadísimas arrugas de su rostro, bajo la fortísima luz directa del foco, anuncian su avance hacia los sesenta años. Tampoco se tiñe las canas, y rompe radicalmente con el pudor a ocultar aquello que pierde su belleza. Su puesta en escena es pura provocación, se enfrenta a una sociedad que no nos educa para afrontar el deterioro, sino para evadirnos de él. Esta norteamericana, bailarina y coreógrafa de danza experimental desde comienzos de los años ochenta, ejemplifica que el cuerpo desempeña un papel crucial siempre. Sus piezas estudian la condición humana, la desconexión con la naturaleza y la animalidad, apoyándose primordialmente en la música. Afirma que el público es el océano.

Del 14 al 23 de febrero presentó su último trabajo Live Dancing Archive, en The Kitchen, en Nueva York (un centro cultural que tiene a Laurie Anderson en el Consejo de dirección) y lo hizo con un lleno absoluto hasta el último día. Uno de los aspectos más destacados fue que era la primera vez en muchos años que se podía ver a Monson, conocida por sus improvisaciones en playas, parques y frente a colegios, bailar en un espacio cerrado. Otro de los puntos a resaltar de esta pieza es que consiste en una selección de coreografía realizadas a lo largo de veinte años de trabajo.

Verla bailar sola durante hora y media, sin descanso, es un acontecimiento. Vestía un corpiño de plumas e iba desnuda de cintura para abajo, dejando al descubierto su sexualidad, la de una mujer mayor. Las bailarinas que siguen bailando pasados los cincuenta años, lo hacen escogiendo piezas más reposadas, por eso Monson nos desestabiliza. Su interpretación es enérgica, animal, feroz, de movimientos rápidos, de respiraciones hondas, una coreografía que se divide en tres partes que cada vez van aumentando su intensidad.

Al comienzo es un pájaro, todo gira en torno al equilibrio perfecto, al dominio del cuerpo, al reajuste de su peso y al rigor. Pero en la segunda parte, acompañada de la voz de Anthony and the Johnson cantando Bird Gerhl la indefinición sexual cobra protagonismo; es precisamente en ese momento, en que se pone una peluca rubio platino y se pinta los labios de rojo tratando de ser más femenina, cuando parece ser un hombre travestido.

Todo culmina en una tercera parte extrema, con una música electrónica alta, distorsionada, molesta, que hace que parte de la audiencia se tape los oídos. Aparece en el escenario encorvada, caminando hacia atrás, empujando con el largo pelo blanco alrededor de todo el escenario dos tapas de plástico para cubrir los vasos de café, barriéndolas en diferentes direcciones mientras escuchamos su respiración exaltada. Finge ser un animal o un despojo, se balancea como poseída al detenerse y luego se yergue mostrando su cuerpo completamente desnudo a los espectadores. Hay silencio porque la música se ha detenido de súbito. Estamos obligados a contemplar su cuerpo, un cuerpo musculado, blanco, de extrañas formas. El asomar de las costillas contrasta con la amplitud de las caderas. Tenemos que sostener la mirada, firme, durante esos minutos, tenemos que reeducarnos, aprender a mirar lo que nos desagrada. Es en la quietud donde aparece el tánatos, donde reconocemos la vejez.

Cuando considera que ha sido suficiente, se pone un vestido liviano y por un instante olvidamos todo lo que esa mujer ha hecho antes en escena, por un instante parece una mujer de su edad. Pero aún no ha acabado. Se atreve a desafiar el paso del tiempo y los clichés por última vez. Vuelve a su ring, al centro justo del escenario y se permite la burla adulta, la burla obscena, al hacer el pino mostrando al espectador/a la vida, su culo desnudo. Hay quien ríe. Hay quien reflexiona.

La coreografía a partir de aquí se endurece y se agiliza, como si no hubiera tiempo que perder y es entonces cuando ocurre; rejuvenece otra vez, en el movimiento no se presta atención a los detalles sino al recorrido y a su ritmo. Nos contradice, rompe lo estipulado, nos gana.

La pieza concluye en plena oscuridad.

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***Monson ha ganado diversos premios entre los que se encuentran becas tan prestigiosas como la Guggenheim, la de la Jerome Foundation o la de la NYFA. Además ha sido premiada en dos ocasiones con un BESSIE por Sender (1997) y por Bird Brain Project (2006). En la actualidad es la directora artística del Laboratorio Interdisciplinar del arte de la naturaleza y la danza (ilandart.org), que ella misma fundó en 2004 y trabaja como profesora en la Universidad de Illinois y en la de Vermont***