Elogio de la tristeza

Elogio de la tristeza

A Barra es un restaurante que juega sobre seguro porque ya viene de la experiencia del excelente Álbora y se ha asentado sobre el antiguo Bodegón, uno de los más clásicos y elegantes de Madrid, en decadencia desde hacía años.

JESÚS ANDREU

Ya les aviso que este post no va a ser tan completo, gastronómicamente hablando, como les tengo acostumbrados, y ello es porque fue resultado de una muy divertida cena de amigos en la que se habló del mundo y de arte más que de cualquier otra cosa. Seguía a una velada en casa de una inteligente dama, viuda de un famoso pintor, que, entre sus muchas habilidades, tiene la coctelería y prepara unos martinis perfectos a la manera de Buñuel: con un aire de Noilly Prat, y no con cualquier vermú.

O sea, no pude trabajar para mis queridos lectores durante mi primera cena en A Barra, pero sí divertirme de lo lindo y aprender de arte y de mundo. Y es que, igual que la alegría no es propicia para el arte, tampoco arrastra al trabajo. Montaigne, autor de mi frase fetiche, "no hago nada sin alegría", era un hombre optimista en medio de guerras políticas y luchas de religión. Quizá por eso se dedicó al ensayo, por el optimismo, digo.

La alegría y el amor invitan a gozarlos disfrutando de la insoportable belleza del mundo, que así nos parece bajo los efectos del amor. Es la ausencia de alegría, la melancolía de la juventud perdida, el dolor del desamor o la acechanza de la muerte, las que han producido las más bellas obras de arte de todos lo tiempos o, al menos, las más numerosas.

Todo esto, para hablarles de A Barra, un restaurante que juega sobre seguro porque ya viene de la experiencia del excelente Álbora y se ha asentado sobre el antiguo Bodegón, uno de los más clásicos y elegantes de Madrid, en decadencia desde hacía años. La obra de reforma realizada sobre sus vetustos salones, más parecidos a un club de caza alpino que a un restaurante de hoy, ha sido impresionante, y todo se ha llenado de flores, maderas claras, espacios abiertos y lámparas en forma de bloques de criptonita.

En realidad son dos restaurantes, uno absolutamente convencional, con carta y menú degustación, y otro que es una gran barra circular donde solo se sirve un largo menú mientras se observa el trabajo de numerosos cocineros. Prometo hablarles de ese tras alguna comida a dos, porque este modelo es solo adecuado para la soledad o, como mucho, para la pareja, ya que todo el mundo se sienta codo con codo.

Siendo la primera vez, nos dejamos guiar y tomamos un menú muy parecido al de degustación porque, siendo uno de los socios del restaurante el creador de uno de mis jamones preferidos, Joselito, no me resistí a incluir la llamada triología jamón Joselito, así denominada porque los clasifican por años. Todos son excelentes, pero es curioso comprobar cómo el mismo producto de un mismo productor puede ser tan distinto.

Dos buenos aperitivos, crema de zanahoria, calabaza y naranja y un delicioso flan de txangurro, nos dieron ya muchas pistas de la cocina elegante y moderadamente clásica que probaríamos a continuación.

Una cocina también de sabores intensos, aunque la ensalada de judias verdes es suave y sencilla. Una corona de brunoise de zanahoria y remolacha rodea las tiernas judías, que esconden un alma de mozzarella. Un buen aliño que completa un plato refrescante, sano, sumamente colorido y muy vistoso.

El arroz de montaña tiene un nombre adecuado porque su sabor fuerte y envolvente evoca altas cumbres. Los caracoles, las setas y un aromático e intenso fondo de carne hacen lo demás para completar este paseo campestre.

El canelón ibérico es otra hábil creación en la que la lámina de pasta de un canelón normal se sustituye por un macarrón al dente perfecto de punto, relleno de carne y bañado en una leve salsa de chorizo. Hay que tener mucho valor para idear esta salsa, pero el riesgo es controlado y el resultado no es exageradamente fuerte o graso.

El salmonete sobre jugo de cebolla es todo lo contrario, una preparación mucho más suave en la que el sabor dominante -como debe ser- es el de este maravilloso pescado rosa argentino. Todo lo demás son acompañamientos que lo realzan sin oscurecerlo.

El pichón en dos cocciones es el más elegante de todos los platos descritos y una gran manera de rematar el menú. El punto de la carne, el crujir de la piel, los dos estilos de cocinarla y la salsa, leve como caldo pero intensa como fondo de caza, es sobresaliente. Para no rivalizar, se sirve en soledad, porque es absurdo competir con tan sublime ave.

Resulta muy adecuado, tras tanta intensidad, refrescar el paladar con un fresquísimo y frutal sorbete de flor de saúco, que se acompaña de diminutos cubos de fruta casi helados.

Así se llega con el paladar fresco para el rey de los postres, según mi particular mundo dulce, el cacao. Los tres chocolates no es un postre original. Sus sabores y texturas se han probado mil veces pero siempre hay una buena forma, como esta, de combinar temperaturas, sabores, estructuras y construcción.

A un mes de su apertura, el restaurante estaba abarrotado. El servicio, capitaneado por el muy profesional Jorge Dávila, se movía con soltura, y la carta de vinos, elaborada por Valerio Carrera, el sumiller, se revela como una de las más variadas y completas de Madrid. La verdad es que todo me gustó en A Barra pero, especialmente, ese delicado equilibrio entre clasicismo y modernidad que es lo que mejor constituye la promesa de la permanencia. ¡No se lo pierdan!