Con los meapilas hemos topado

Con los meapilas hemos topado

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Los hombres que no amaban las religiones y el chico que soñaba con un debate sobre fe y espiritualidad.

La crucifixión del periodista converso

Hace un mes aproximadamente tuve una agria polémica con varios periodistas. El contexto se me antoja bastante ridículo, pues se dio en las redes sociales y no personalmente. Tendremos que aceptar que algunos debates públicos se dan on line o no se dan. Amén.

Parte de aquel grupo de periodistas emprendieron un linchamiento dialéctico contra un nada humilde servidor. Me acusaban, entre otras cosas, de plantear la discusión como si fuera un duelo pugilístico donde solo cabe ganar o perder. Ellos, buenos hijos de Dios, supongo que entienden el rifirrafe teológico como un exceso de amor fácilmente controlable, un desliz en el sosiego que nos traen los convencidos (quienes espolean falacias del tipo: "Demuéstrame que Dios no existe", como si los juicios negativos tuvieran que demostrarse) y los funambulistas religiosos (el salto al vacío de la metafísica igual les produce adrenalina: podría existir un Dios igual que podría tocarme la lotería). Ellos apuestan a Pascal (salen ganando crean en lo que crean) y a mí, por desgracia, no me van las apuestas.

La guerra santa entre religión y pseudociencias

Me asombró el ardor con el que aquellos espíritus prosaicos (el periodismo es un lugar muy gris y tétrico desde el que defender a Dios) atacaban el reiki, la homeopatía y otras pseudociencias (magufadas que no me merecen ningún respeto) y el silencio monacal que guardaron ante la religión. La posición de estos impíos plumillas (por su falta de piedad hacia un pobre descarriado como yo) es que la pseudociencia nunca es inocua por ser abiertamente anticientífica; me imagino que verán la resurrección del crucificado como un asunto médico y nunca como un mito, una mentira histórica o como un caso particular de nigromancia.

La cuestión es que me retrataron como uno de los nuevos ateos que campan por el mundo para sacar a los creyentes de su error. Para nada. No llevo una lista de los mandamientos ateos ni nada parecido. Me despediría de la gente diciendo ¡A ningún Dios! (como hace Richard Stallman), pero lo cierto es que no me sale. Contra todo pronóstico, el fenómeno religioso me interesa desde que me apartaron del rebaño en las clases de religión (mis amigos Adrián y Arturo eran los otros dos grandes herejes de un colegio público que enseñaba a convivir alegremente con fuertes contradicciones religioso-científicas). Me he interesado por la obra de William James o de María Zambrano, entre otros, pero sobre todo me interesa ver hasta dónde llega el debate público, en qué momento la gente se hastía de una controversia y entiende que la deliberación ha terminado. En el caso de mis compañeros de periodismo, el debate era inexistente: argüían que la fe es algo complicado y que mis palabras estaban cargadas de pseudoprofundidad. Asunto zanjado.

La conspiración de Cristo y su última tentación

Lo crean o no, tuve una revelación que vale para la cuestión religiosa y para muchas otras. El debate se abortó apelando a mi falta de profundidad porque como estrategia retórica resulta inapelable. Decir que alguien o algo es superficial y que va de profundo, sea verdad o no, es como decir que un grupo de música o un actor están sobrevalorados. Funciona (Pierre Bourdieu sabía de esto). Se puede quedar como un gilipollas si dices que La última tentación de Cristo está sobrevalorada, pero a priori te da un aire de distinción entre los que asumen que tú tienes dos dedos de frente. Cualquier pensamiento crítico se desactiva si dices que solo aparenta ser profundo, bien porque no lo entiendes o porque no quieres entenderlo. A propósito, ya que he sacado a colación una película de Scorsese, aprovecho para recomendar Silencio, la última joya del excomulgado italo-americano (no he comprobado si Scorsese fue realmente excomulgado, pero a un buen creyente no le hará falta saber si estos hechos son ciertos o no), una áspera meditación sobre la imposibilidad de erradicar la fe.

Aburrirse de un debate puede deberse a que la discusión es un coñazo, pero en otras ocasiones el tedio esconde una supina ignorancia sobre el asunto tratado. La ignorancia no es ningún pecado capital que yo sepa (como mucho venial), pero la vanagloria de las masas (criticando la celebración del debate en lugar de intentar aprender de él) sí que es algo que Ortega condenaría con severidad. No hay que postrarse ante al ateísmo, bastaría con que ciertos fieles no se avergonzaran de sus ideas. Mi posición está muy sesgada, qué duda cabe (no por casualidad entrevisté a la autora de La conspiración de Cristo, un estudio algo endeble que adopta una posición beligerante frente a todo lo religioso), pero mi ambición última no es presentarme en sociedad como un simple materialista, sino como alguien que ha intentado comprender mejor las relaciones entre religión, ciencia y filosofía, lo que no implica que quiera acercar una vez más la fe a la razón (de eso ya se encargó la escolástica, una palabra desconocida por quienes me acusaron de pseudoprofundidad).

Los evangelios apócrifos

Entiendo que ser profesor de filosofía no es un gran aval (profe en la escuela pública, tras sacar plaza en unas oposiciones, no gracias a un enchufe en un instituto concertado de opusinos o jesuitas), pero reconozcan que este hecho demuestra un interés algo más imparcial por el asunto religioso que el de algunos de esos periodistas.

Sus avales intelectuales son, hasta nuevo aviso, sus clases de religión del instituto, donde todo el mundo sabe que sacaron un diez por la gracia de Dios (bueno, por la de los profes de religión, que algo saben de comprar voluntades) a cambio de ver películas (La decisión de Anne, una peli con un claro mensaje cristiano; la saga Crepúsculo, con mensajes ultraconservadores bañados de pseudopaganismo; y hasta Ouija, película de terror sin demasiados mensajes cristianos, pero que se proyecta por aclamación popular de un alumnado altamente motivado con los asuntos demoníacos).

Admito que mis escritos sobre religión son muy escasos y mis lecturas tampoco sirven de mucho. Además, tal y como dice mi madre (la de verdad, la biológica, no la que concibió gracias a una paloma): no todo está en los libros.

El problema es que si para discutir con estos periodistas sobre espiritualidad no puedo apelar a la filosofía (por ser pseudoprofunda), ni a los libros (no los necesitan para discutir), ¿a qué acudo? Ya respondo yo por ellos, en vista de que declinarían mi oferta a participar en esta columna del Huff: a la razón pura, esa que Kant extendió por todo el mundo como la pólvora (Kant era deísta y un deísta es, según dicen por ahí, un hombre que aún no ha tenido tiempo de hacerse ateo). Una engañosa razón pura que escupe de forma natural ideas trascendentales como Dios, mundo y alma. Ellos, sin decirlo explícitamente, creen que no hay ningún libro o argumento que pueda resquebrajar mínimamente sus intuiciones, pero entonces, ¿dónde está el debate público? ¿Acaso todo debate religioso es una injerencia en la intimidad del creyente? ¿Podremos volver a discutir sobre la fe o nos estrellaremos contra una fila de escudos y lanzas que dice estar dispuesta a la paz? ¿No es la fe como el foso de un castillo que intenta evitar cualquier asalto a esa razón pura?

La evolución de las religiones y su inexistencia

En realidad, me rebatió un ufano periodista para quien la ciencia aún no había respondido a las grandes cuestiones de la religión, pero quizás algún día pueda hacerlo. Esta idea de la ciencia como una especie de medicamento definitivo que puede curarnos a todos de la religión y de la filosofía la encabeza el científico británico Stephen Hawking, una persona tan brillante en física como ignorante en filosofía (reconozco que esta afirmación es muy arrogante). Si se alcanza una teoría del todo (eso será como alcanzar la inmortalidad científica, digo yo), me pregunto qué haremos quienes no la comprendamos. ¿La convertiremos en una nueva religión? ¿Conocer la aerodinámica de un avión evita que puedas sentir miedo a volar? Vamos, Stephen, puedes hacerlo mucho mejor.

La "adaptación científica" de la religión no me resulta nueva. He discutido con un cura que acepta sin problemas la teoría de la evolución de Darwin. Y todo discurso científico que le eches encima. Al final, para él, la religión solo es amor. Lo bueno: ese amor no genera fricciones. Lo malo: la religión no opera exclusivamente según los criterios que él defiende.

Quizás tenga razón el filósofo alemán Peter Sloterdijk y las religiones no existan: son simples ejercicios espirituales y hay tantas religiones como creyentes (pongan a dos católicos a compartir sus creencias, coincidirán en muy poco porque ni ellos saben qué partes de la Biblia han de interpretar como una alegoría y cuáles como un hecho histórico).

El Apocalipsis del ateo

Algo es evidente: sigo predicando en el desierto (no creo, como sostiene Daniel Dennett y buena parte del nuevo ateísmo, que la religión sea un simple órgano atrofiado, una idea que nos ayudó a sobrevivir y que ya no resulta útil) mientras los bienaventurados de la simplicidad (periodistas que se cansan muy rápido de leer noticias de actualidad) ya hace mucho que encontraron el reino de los cielos. El paraíso estaba en el convencimiento gratuito y en el júbilo de las verdades apodícticas (las mismas que cuestionaban Hume y muchos otros).

Algunos periodistas (no todos, ¡gracias a Dios!) mean agua bendita, aunque no tienen necesidad de demostrarlo. No van a darnos una prueba de fe que no sea la de orinar con los ojos cerrados con la esperanza de atinar dentro de la taza ya que, hasta ahora, ese anti-intelectualismo disfrazado de dichosa ligereza les ha funcionado. ¡Alabado sea su Señor!

He topado con varios meapilas y eso es peor que un ateo desatado.

Palabrita del niño Jesús.

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Andrés Lomeña Cantos (Málaga, 1982) es licenciado en Periodismo y en Teoría de la Literatura. Es también doctor en Sociología y forma parte de Common Action Forum. Ha publicado 'Empacho Intelectual' (2008), 'Alienación Animal' (2010), 'Crónicas del Ciberespacio' (2013), 'En los Confines de la Fantasía' (2015), 'Ficcionología' (2016), 'El Periodista de Partículas' (2017), 'Filosofía a Sorbos' (2020), 'Filosofía en rebanadas' (2022) y 'Podio' (2022).