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La hipersensibilidad del público con el destripe y nuestro pobre adiestramiento narrativo.

Los hipocondríacos del destripe

Este artículo termina con la palabra spoiler. No lamento destriparos el final. Si el valor de una creación se condensa en el clímax (o peor aún, en el cliffhanger de turno), algo se está haciendo rematadamente mal. Hacer un spoiler por error es un desliz bastante molesto; si es deliberado, se convierte en una auténtica descortesía. Evitar los spoilers es una forma razonable de decorum. Y el decoro es fundamental en el arte: prescribir límites a la representación sirve, entre otras cosas, para diferenciar entre lo explícito y lo pornográfico, o para subrayar una escena sacando al personaje del plano o del escenario. Por tanto, no cabe duda de que los spoilers son un gesto de mala educación. Nada que ver con los hipocondríacos del spoiler, los enfermos imaginarios a los que continuamente destripan la historia porque alguien ha deslizado un detalle nimio.

La lógica del destripe lleva a situaciones algo esperpénticas. Has visto el trailer de la película: ¡spoiler! Pablo Escobar muere: ¡otro spoiler! Clerks es una comedia: ¡superspoiler! El capítulo que acabo de ver me ha gustado mucho: ¡megaspoiler! Estos alérgicos a la información son capaces de indignarse si se enteran prematuramente de que Gladiator es una película de romanos o de que Jesús de Nazaret muere en La Pasión de Cristo. Quieren consumir historias como quien come en un restaurante con los ojos vendados (eso sí, que te lo den todo hecho y que te ayuden a masticar, si es necesario).

Hay cinéfobos de mi generación (disfrazados de cinéfilos, cómo no) que en 2018 se pueden alarmar si descubren el final de El sexto sentido (quizás lo alarmante es por qué en casi veinte años no tuvieron la ocasión de verla y así evitar un spoiler cuya sombra les perseguirá hasta el día del Juicio Final). Querer acercarse a una obra artística desde un estado cuasi virginal me parece respetable, siempre y cuando la persona no lleve, sin saberlo, una mochila cargada de prejuicios (y esto es mucho más natural y habitual de lo que pensamos). A menudo esa hipersensibilidad ante el spoiler revela un interés muy pobre por las historias. Si los formalistas rusos levantaran la cabeza, pensarían: "Tanta investigación narrativa para nada".

Vivimos en sociedades aceleradas con una preocupante incontinencia informativa y es encomiable que haya opositores a esa promiscuidad comunicativa, pero no está de más aceptar que los spoilers son una consecuencia previsible de nuestro consumo masivo y compulsivo de ficciones.

Sabemos que en el teatro griego el público conocía las desgracias de los personajes antes de ver la obra y no se arruinaba la experiencia estética. No defiendo las ficciones despojadas de cualquier elemento sorpresivo, pero me parece lamentable que el ámbito de la ficción se estreche hasta parecerse a una esquemática trama detectivesca cuya magia se apaga al dar con el autor del crimen. La ficción es algo más que el mero whodunit. En palabras de Alberto Manguel, que lo expresa mucho mejor que yo (copio un fragmento de una entrevista que le hice en 2009):

«En la novela Headlong Hall de Thomas Love Peacock, uno de los personajes muestra su jardín a un visitante y le dice: "Distingo lo pintoresco y lo hermoso, y cuando estoy diseñando un jardín, a ello agrego una tercera calidad diferente a la cual llamo lo inesperado". Su visitante contesta: "Decidme, por favor ¿qué nombre le dais a esa calidad cuando una persona se pasea por el jardín una segunda vez?".

Lo inesperado tiene, por cierto, su encanto: la primera vez que descubrimos que el doctor Jekyll y el señor Hyde son una sola persona o cuando nos enteramos de quién asesinó a Roger Ackroyd, sentimos una satisfacción especial de resolución y esclarecimiento. Pero, como señala Peacock, esto no puede ocurrir más que una sola vez. ¿Qué queda cuando el misterio está resuelto? Queda todo el resto que llamamos literatura y que no depende de un enigma puramente literal. En cambio, saber si Don Quijote está o no loco, si Madame Bovary busca o no, conscientemente, su propia muerte, son cuestiones que un sinnúmero de recorridos no resolverán.

En cambio, conocer estas respuestas de antemano (el final de Fausto, de Edipo, de Macbeth) alientan nuestra empatía, nos ayudan a no distraernos. En la historia de la lectura, el conocimiento de un texto en la época de lectura en voz alta (hasta casi entrado el siglo nueve, cuando la falta de puntuación y de separación entre las palabras dificultaba la lectura), permitió a ciertos lectores asiduos la lectura silenciosa, el recorrido de una narración cuyo desenlace ya era conocido. De todos modos, todo autor parte de un acuerdo tácito con el lector: que el mundo que recorrerán es un mundo compartido, ya que nadie puede leer y entender un texto en el cual todo es absolutamente desconocido. Leer siempre implica de algún modo ya conocer al menos parte de la historia.»

Alberto Manguel ha hecho varios spoilers de novelas que muchos hipersensibles del destripe jamás leerán. Eso da igual: no se lo van a perdonar (a mí tampoco, tras reproducir sus palabras). Cabe preguntarse si habrán perdonado a quienes le reventaran la trama de los Reyes Magos o del Ratoncito Pérez (quizás fueron ellos mismos, que se autospoilearon).

¿Hay que respetar las ficciones? Todo lo que se pueda y más.

¿Hay que proteger de forma específica la virginidad narrativa, la gazmoñería y a los eternos ofendidos? Cuidado que viene un spoiler: no, no se da esa garantía porque no existe el derecho a no sentirse ofendido.

Por cierto, este texto no termina con la palabra que anuncié al principio del artículo. Mentí.

Concluyo con una pregunta retórica que quizás no lo sea tanto: ¿y si usáramos la idea del destripe a modo de pista falsa para defender lo que supuestamente está en jaque?

Continuará... [ya he jodido el final anunciando que habrá continuación]