La muerte se combate con la risa

La muerte se combate con la risa

De la suma del saber y del credo de unos y otros nació una fiesta que celebra la muerte, que rinde honor a los que se fueron y que rezuma alegría, homenaje y esperanza. Y cierta befa, y un tantito de sorna. Los cementerios se llenan de altares con ofrendas, de catrinas de dulce y pan de muertos.

El Samhain de los misteriosos druidas de las tierras del Norte, el prehispánico Día de Muertos, con sus catrinas y sus altares de flores, la fiesta de Halloween, que toma la forma y el color de la calabaza y ese Día de Difuntos, que sabe a buñuelos de viento allá en la vieja España, en realidad, son la misma cosa. En cada esquina del mundo, la única democracia real es la que instaura con su negro manto la Dama de la Guadaña, esa señora de largo velo y rostro ahogado en el grito eterno que campea a sus anchas por todas partes y siempre vence, agostada la vida, cuando nos llega el tránsito y el barquero estigio nos acompaña y seguimos camino, no se sabe bien a dónde (nadie volvió para contármelo), y pasamos a otro mundo, a otra vida, a la luz, a lo que cada uno quiera creer que suceda.

La muerte. Nacemos y desde que lo hacemos empezamos a morir lentamente, pasa la vida, llega el final. Es así. No nos duelan prendas en aceptarlo, no es de recibo sufrir. Todos morimos. Es así. Ojala nos educaran mejor en la dura tarea de asumir que la vida es paso, que el final terreno existe, que no hay eternidad posible en esta tierra, solo aquella en la que uno decida creer.

Así que, inevitablemente, la muerte, allá donde vayas, se conmemora, o se llora, y se ríe, se canta, se bebe, se espanta, se abraza y conmueve, estés donde estés, sea tu sayo del color que sea y cualesquier el color de tu piel. La muerte y su mundo negro, las almas perdidas y las deidades del averno, lo oscuro, lo otro, lo que da miedo.

Interesante pensar en aquellos hombres de la Mesoamérica previa a la invasión genocida de los barbudos españoles que ya celebraban, lejos aun de complejos de culpa y purgatorios católicos, el camino que emprendían las almas de aquellos cuyas vidas terrenas terminaban. Aquellas creencias dieron lugar a una de las celebraciones más coloristas que existen en el mundo en torno a la muerte, el Día de Muertos mexicano. Cuando la Cruz y la espada llegaron al viejo continente (por mucho que nos empeñemos en llamarle Nuevo Mundo, es tan viejo como todos los demás), la herencia de aquellas creencias mexicas y purépechas se vio condenada a la transformación. De la suma del saber y del credo de unos y otros nació una fiesta que celebra la muerte, que rinde honor a los que se fueron y que rezuma alegría, homenaje y esperanza. Y cierta befa, y un tantito de sorna. Los cementerios se llenan de altares con ofrendas a los que ya no están, de catrinas de dulce y pan de muertos, las flores pueblan la ciudad y el espíritu festivo se apropia de las gentes. Los retratos de los difuntos reciben su ofrenda de tabaco y mezcal, de pulque, de atole, de sarcasmo y calaveritas. La muerte se combate con la risa, la vida sale al encuentro de quien celebra a la Pálida Dama, Mictlantecuhtli, la Santa Muerte, la que siega vidas y nos iguala a todos.

El parecido entre lo sucedido con la antigua celebración de los muertos mesoamericana y lo ocurrido con el Sanhaim de los druidas celtas tiene como vínculo la intervención de la Iglesia Católica. Los celtas celebraban en estas fechas el Año Nuevo, el fin del verano, la llegada de los días cortos y las noches largas, la cosecha. Se encendían hogueras y las velas alumbraban los alféizares de las ventanas para ayudar a que las almas de los muertos pudieran encontrar la luz.

Eran aquellos tiempos oscuros, de superstición y de miedos atávicos y el temor a la muerte se combatía con hechizos y amuletos, con tradiciones paganas que buscaban la paz de la Morrigan, la diosa de las batallas y los muertos, la misma que se llama Némesis o Kali en otros lugares y otros tiempos. Cuando la dominación cristiana llegó a aquellos predios todo lo que sonaba a brujería o espanto fue eliminado. ¿Cómo se iba a entablar conversación con aquellas almas en pena que venían a la tierra de paseo a principios del otoño? Entonces llegó el Día de Todos los Santos. Me viene a la cabeza aquella canción de los Golpes Bajos, A Santa Compaña.

En realidad la Iglesia, en ese afán totalizador que tanto la ha caracterizado, no hacía sino encauzar bajo su hégira todas aquellas tradiciones que ya existían entre las gentes que quedaban bajo su yugo. Si se presta atención a la historia y a los ritos cristianos la historia se repite muchas veces. Y en este caso, para tapar otras liturgias, esas de los bárbaros infieles, esas que olían a sátiros y a demonios, a azufre y que venían envueltas en el halo siniestro de la noche, se eligió noviembre para honrar a todos aquellos santos que no tenían fecha de conmemoración. La víspera del día de Todos los Santos se convirtió, con el tiempo, en Halloween, la etimología del término lo indica, miren las enciclopedias. Y de aquellos polvos estos lodos. Fueron los irlandeses los que propagaron esa verdad de la muerte en tierras de Norteamérica. Y luego, el "truco o trato", las películas de miedo, los disfraces, todo eso. Esos mismos irlandeses que celebran el duelo pinta de Guiness en mano fueron. Esos que, perdiendo el respeto al llanto, ahogando en cerveza negra el luto, convirtieron de nuevo en fiesta lo que los clérigos le arrebataron al ansia de superstición del pueblo.

Da igual, en realidad, el disfraz de bruja o de hechicero. Las creencias de cada uno o el pecado -para otros- de no creer más que en el recuerdo son potestad de la patria única cuyo lema es aquel "de la piel para adentro comienza mi exclusiva jurisdicción", que decía Escohotado.

Me quedo con la entrada del otoño en la vieja Europa, los primeros boniatos asados y las castañeras, los huesos de santo, el Tenorio y el magosto, las bufandas que cubren el cuello porque ya refresca y las manzanas prestas para la sidra en el lagar. Me quedo con las máscaras de susto y arrebato y la tradición gringa de querer asustar, la calabaza que amenaza y los dulces en la bolsa, quiero pensar que son los muertos hoy los que vienen a mi puerta y traen historias pasadas y consejo, quiero saber que el miedo es cierto y es útil porque atrapa al arrogante, sé que la vida es cierta porque confío en que la muerte llegue y caiga, sobre todos, como promesa de un fin que se repite igual que se repiten los solsticios, el baktum, la llegada del verano, la cosecha.

Hoy pondré en mi altar de muertos, quizá, un vaso de ron, algo de incienso, unas galletas, flores, telas, y honraré sus vidas y sus espíritus, y les pediré que me acompañen, que me guíen, que manden desde donde estén andanadas de consuelo.

Porque es Halloween, porque es Día de Muertos, por el Sanhaim.

Buen otoño.

#sedcuriosos.

Besos y sus cosas.

Huesos de Santo

Para el mazapán:

200g de polvo de almendras

200g de azúcar glasé

1 clara de huevo

Mezclar la almendra molida con el azúcar. Añadir la clara de huevo y removemos también toda la mezcla. Tapar la masa con un paño y dejarla reposar durante una hora en el frigorífico.

Para el relleno:

150g de azúcar

6 huevos

15cl de agua

200g de azúcar + 100g de agua

Poner en un cazo el agua y el azúcar. Calentar a fuego medio y remover hasta que comienza a hervir. Dejar cocer hasta obtener un hilo continuo y espeso, como miel.

Separar las yemas y ponerlas en un cuenco de acero.

Ir vertiendo, poco a poco en el cuenco de yemas, el almíbar templado; la textura tiene que ser tipo crema pastelera ligera.

Hacer pequeñas bolas de mazapán, estirar como minichurros y hacer un agujero en el interior (con un boli Bic sale a la primera). El resultado final debe ser un tubo del tamaño de un dedo más o menos.

Rellenar los canutillos uno a uno. Cuando ya estén todos los montamos en una bandeja sobre papel de hornear.

Y listo.

*Deben airearse durante al menos dos días y hay que darles la vuelta para que se aireen por los dos lados.