'A media luz los tres': verbena, terraza y teatro

'A media luz los tres': verbena, terraza y teatro

Cuando uno se acerca al Teatro Galileo de Madrid a ver A media luz los tres de Miguel Mihura se encuentra con un ambiente de verbena. El que propicia que esta comedia se represente en el patio que antecede a la entrada del teatro lleno de mesas y sillas de plástico donde puede comer y beber. Buen ambiente para ese público que se relaja y se afloja las ropas en verano y sale en busca de diversión y fresco.

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A media luz los tres, con Fernando Cayo y Pepa Rus. Foto cedida por la productora de la obra

Cuando uno se acerca al Teatro Galileo de Madrid a ver A media luz los tres de Miguel Mihura se encuentra con un ambiente de verbena. El que propicia que esta comedia se represente en el patio que antecede a la entrada del teatro, lleno de mesas y sillas de plástico en las que antes, durante y después de la obra, uno puede beber y comer lo que se haya comprado en el chiringuito que hay al efecto. Algo que ya predispone a la risa, al cachondeo, a una actitud positiva para pasárselo bien sin necesidad de tener que aplicarse ningún libro de autoayuda.

El caso es que comienza la función y a uno le pilla a punto de meterse el pincho de tortilla o la croqueta en la boca. Y casi se atraganta de risa, pues lo primero que ve es a Fernando Cayo, el Alfredo de la obra, en calzoncillos y delantal limpiando la casa e ilustrando a un amigo, el tal Sebas que interpreta Javier Coll, en cómo atraer a las mujeres. Surrealismo jocoso directamente sacado de La Cordoniz, aquella revista humorística de los tiempos franquistas de la que todo el mundo habla con asombro pues nadie sabe cómo lo hicieron para superar la censura y ser tan populares, al menos entre las élites instruidas.

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Foto de Pepa Rus en A media luz los tres. Foto cedida por la productora

Nadie debería asustarse por el párrafo anterior y pensar que van a ir a ver una atrascanada. No lo es, pero si lo fuera, se trataría de una astracanada moderna y renovada. Llena de encanto kitsch, donde el detalle, y no es un detalle menor, es que para comunicarse con el exterior, me refiero el exterior de la casa en la que sucede la obra, se usa un teléfono fijo, como los de antes, en un color rosa fucsia. Teléfono que siempre está trayendo noticias, conversaciones que su director, Fernando Soto, ha resuelto de forma sorpresiva mediante un recurso sencillo que se repite durante la obra y con la habilidad de que no cansa.

Director que también acierta al marcar a los actores una interpretación en forma de dibujo animando clásico o de película cómica y en blanco y negro. Que añade un acertado trabajo físico a la ya de por sí acertada escritura de su autor. Permitiendo el lucimiento de los actores. Sobre todo de la actriz, Pepa Rus, a la que le toca representar a todas las mujeres de la obra y dotarlas, por pequeña que sea la duración del personaje, de personalidad y matices. Cosa harto difícil y que si no se hace bien, el público no pasa por alto, aunque esté sentado en la butaca con cuerpo de terraza y de verbena.

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A media luz los tres, Javier Coll. Foto cedida por la productora

Y para rematarlo, y al más puro estilo de Mihura, la cosa se acompaña de una pequeñísima y excelente orquesta, de violín y acordeón. Son Desvarietés Orquestina, formada por una húngara y un norteamericano, colocados como el elemento más surrealista de la obra. Una especie de artistas ambulantes que residen en la terraza del personaje principal, que ponen música y también los sonidos de dibujos animados o de payaso de circo que acompañan a las conversaciones y peripecias amorosas de los protagonistas.

Es cierto que existen desajustes o fallos, algunos propios de los nervios del día del estreno al que pertenece esta crónica. Día en el que se suele concentrar la profesión para ver a los compañeros que se suben a escena y dar pie a la crónica social. El mismo que se convoca a la prensa cultural y de sociedad y a la crítica para que lo cuenten. Y al que en este caso se añadió un viento que hacía de las suyas en un espectáculo al aire libre como este, poniendo a prueba la profesionalidad de los actores. Pruebas que ellos supieron resolver con el humor y la urgencia que pide la comedia.

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A media luz los tres, Fernando Cayo. Foto cedida por la productora

Aunque también es cierto que su tono ligero, gaseoso y, en definitiva, burgués y tópico, escondido bajo una superficie de cierta liberalidad sexual que nunca llega a consumarse, le debería asegurar esa popularidad que no da la crítica sino el público. Ese que se relaja y se afloja las ropas en verano y sale en busca de diversión y fresco con la pareja, la familia o los amigos. Estos últimos, quién sabe si como los protagonistas de la obra, buscando algo del roce y del ligoteo que favorece la cercanía de las mesas de esta terraza y la necesidad de compartirlas si son menos de cuatro.

Mientras tanto, ahí sigue la inteligencia de Mihura, haciéndonos reír de nosotros mismos. De nuestras costumbres y usos amorosos que, tal vez, parecen que no han cambiado mucho gracias a la adaptación de Rubén Tejerina. Buen trasunto para pasar una noche verano en una terraza y una tarde de otoño, invierno o primavera en el teatro.