Mas y Rajoy

Mas y Rajoy

Dos no se pelean si uno no quiere, pero cuando dos quieren, es muy difícil evitar la pelea. A CiU y a PP, a PP y a CiU les ha convenido evidenciar su particular pelea. Les ha sido políticamente rentable. En el terreno lingüístico, y en general: Cataluña contra el resto de España. Y viceversa.

En el año 2006, lejano pero no remoto, el entonces aspirante a president de la Generalitat, Artur Mas, firmó ante notario un Contrato con los catalanes. En el apartado XIX, titulado "Catalunya trilingüe", decía lo siguiente:

"19.1 Haremos de Catalunya un país trilingüe: el catalán, como lengua propia, configura nuestro ser como pueblo y cultura; el castellano, lengua compartida, que nos permite convivir con el resto de los pueblos de habla castellana; y el inglés, que nos facilita proyectarnos por todo el mundo. Este objetivo de la Catalunya trilingüe lo haremos realidad en la escuela".

Seis años después, el programa electoral del Partido Popular de Catalunya para las elecciones de 2012, en el punto 70, proponía:

"70. Impulsaremos en la escuela catalana la enseñanza trilingüe, introduciendo progresivamente el inglés como lengua vehicular, conjuntamente con el catalán y el castellano."

Entre los dos planteamientos hay diferencias: Artur Mas concedía prioridad al catalán, y el programa electoral del PP coloca castellano y catalán en igualdad, junto al inglés. Hay diferencias. Sin embargo, a la vista de estos textos no es fácil entender que CiU y PP, PP y CiU hayan protagonizado o alentado un enfrentamiento político y judicial sobre el catalán en la escuela, aduciendo posiciones irreconciliables, con acusaciones mutuas de poner en peligro la misma existencia de Cataluña o de España, o incluso recurriendo a leyes específicas destinadas a torcer el brazo del rival, con advertencias de insumisión e insinuaciones de conductas propias de franquistas y nacionalisocialistas.

Es un tema delicado. Enciende pasiones. Es de polémica transversal: personas que comparten ideología y voto discrepan sobre este punto. No es razonable minimizarlo, porque es probablemente en este asunto donde más alejadas se encuentran las opiniones mayoritarias en Cataluña y en el resto de España. Es un tema espinoso, de acuerdo, pero no es insensato pensar que a lo largo de la historia de la humanidad ha habido acuerdos políticos más difíciles del que podría derivarse de intentar acercar los dos textos anteriores sobre la enseñanza trilingüe y el trilingüismo en la escuela.

Hay en Cataluña quien no está de acuerdo con la inmersión lingüística escolar. Alrededor del 20% de la población, según una reciente encuesta de La Vanguardia. Hasta un 33% aplicaría la inmersión con mayor flexibilidad, según la misma encuesta. Es muy difícil creer que no hay margen para el acuerdo, pero pretender alterar el modelo contra la opinión de la inmensa mayoría de Cataluña, contra la mayoría parlamentaria catalana, contra las instituciones de autogobierno, contra la comunidad escolar y anunciando españolización para los alumnos catalanes solo consigue el respectivo enroque y colocar a CiU y PP, PP y CiU, de nuevo en modo urgencia nacional.

Como es sabido, PP y CiU, CiU y PP, han compartido mayorías parlamentarias, en Barcelona y en Madrid, durante años, y lo han hecho estando vigentes en Cataluña las mismas normas educativas que, como por arte de magia, un día pasaron a ser inadmisibles. No es mi intención escribir sobre la escolarización en catalán (lo dejo para otro día), sino tomar este asunto, que es especialmente sensible para tantísimas personas, en Cataluña y en el resto de España, como ejemplo de cómo CiU y PP, PP y CiU, han administrado a conveniencia sus discrepancias, trasladando a su electorado, o a su audiencia, trasladándonos a todos, una tensión desproporcionada.

Dos no se pelean si uno no quiere, pero cuando dos quieren, es muy difícil evitar la pelea. A CiU y a PP, a PP y a CiU les ha convenido evidenciar su particular pelea. Les ha sido políticamente rentable. En el terreno lingüístico, y en general: Cataluña contra el resto de España. Y viceversa. Tan fácil es hacer un relato de las barbaridades (dejémoslo en inexactitudes) que se han dicho en Cataluña sobre España como de las barbaridades (inexactitudes) que se han dicho en el resto de España sobre Cataluña. ¿Unos más que otros? Puede ser. ¿Otros más que unos? De acuerdo. Sí a todo, pero ese relato ha sido políticamente rentable durante años para PP y CiU, para CiU y PP.

En algún momento se les fue de las manos. A los dos. No sólo el independentismo hiperventilado está fuera del control de Artur Mas. El españolismo hiperventilado tampoco está completamente bajo control de Mariano Rajoy, como se comprueba con las periódicas advertencias que recibe de los joses, como se denomina al sector del PP más radicalmente identificado con José María Aznar.

¿Reforma constitucional? ¿Financiación? ¿Singularidad? ¿Reconocimiento? ¿Renuncia a la consulta a cambio de? ¿Aceptación de una consulta a cambio de? ¿Declaración solemne de? Podemos estar dándole vueltas a la noria, pero cualquiera de esas fórmulas sería útil y ninguna sería necesaria si hubiera voluntad de entenderse. Por el contrario, todo sería inútil y estéril si al día siguiente de una reforma constitucional heroica regresara la hostilidad mutua. Lo único imprescindible para el acuerdo es que se desee el acuerdo. Y sabemos todos que nuestros gobernantes solo desearán el acuerdo cuando resulte electoralmente más rentable el acuerdo que el desacuerdo.

Artur Mas y Mariano Rajoy, que comparten la fama, probablemente no del todo injustificada, de pertenecer a la internacional grouchomarxista ("Estos son mis principios, y si no le gustan, tengo otros") no tendrían gran dificultad en lograr un pacto. Su problema no es el acuerdo, sino cómo nos lo cuentan sin que sus respectivos sectores hiperventilados les abandonen electoralmente; cómo lo escenifican para sobrevivir al zarandeo mediático que, quién sabe, bien pudiera incluir aparición en prensa de documentos personalmente comprometedores para uno, para otro, para los dos y algunos allegados. Será por documentos comprometedores. En España, cuando menos te lo esperas, aparecen papeles para todos. Y cuando más te lo esperas, también.

Sin necesidad de recurrir a fantasías político-policiales: mientras el desacuerdo sea electoralmente más rentable que el acuerdo, no habrá acuerdo. Por eso lo proponen los socialistas: porque para ellos este escenario de polarización de patriotismos es electoralmente el peor. Si esta situación fuera tan mala electoralmente para CiU y PP como lo es para el PSOE, nunca habríamos llegado hasta aquí. Y podríamos suponer lo contrario: si para los socialistas fuera electoralmente rentable, estarían metidos en la pelea de cabeza. De hecho, cuando les convino, entraron. Todos los partidos trabajan a favor de sus intereses electorales. El que crece en el enfrentamiento lo subraya. El que no, intenta minimizarlo. CiU y PP no son peores. Como le sucedía a Jessica Rabbit, no es que sean malos, es que les han dibujado así. El uno al otro se han dibujado así. Son dos partidos que podrían tener una alianza permanente, como la que tienen la CDU y la CSU en Alemania. Aquí, por el contrario, sobreactúan para proteger su espacio político y su territorio. Ahora son prisioneros del papel que se han dado a sí mismos. Viven amenazados por sus ultrafans y corren un riesgo serio de fragmentación electoral.

Una vez ha llegado todo tan lejos, incluso es posible que CiU y PP, PP y CiU, consideren que, siendo mala esta tensión, desagradable y peligrosa, es mejor mantenerla tanto tiempo como sea posible, porque es preferible una cierta tensión social al estallido interno que podrían sufrir si de repente presentaran un acuerdo, en el que inevitablemente los dos tendrían que aceptar renuncias a lo que se han comprometido a no renunciar bajo ningún concepto. Grouchomarxistas sí, pero no suicidas.

¿En algún momento tendrán más incentivos para el acuerdo que para el desacuerdo? CiU podría estar ya sintiéndolo así. Le empujan las encuestas. El PP parece que puede esperar un poco más, a ver si de verdad hay abismo o solo es un decorado.

Somos poco exigentes con nuestros gobernantes. Asombrosamente permitimos como si fuera normal que, hace quince meses, Artur Mas, president de la Generalitat, tras una reunión de dos horas dos, dos horas con Mariano Rajoy, anunciara: "¿Pues sabes qué? Me hago independentista". Y, como si fuera normal, aceptamos que el presidente del Gobierno respondiera: "Pues aquí te espero comiendo un huevo". Y lo aceptamos como algo lógico, en lugar de cogerles de las orejas y obligarles a sentarse, exigiendo que no transfirieran a los ciudadanos su incapacidad para hacer política.

Desde entonces, cada día que pasa es más difícil para ambos reunir la valentía necesaria para dejar de rentabilizar el enfrentamiento y buscar un pacto que no aceptarán sus respectivos hiperventilados. Dificilísimo, pero es su trabajo, y hay que exigírselo.