Siria: no preguntes por quién doblan las campanas

Siria: no preguntes por quién doblan las campanas

Cuando huele a gas sarín, no tiene sentido hacerse esa pregunta, porque la respuesta ya la dio el escritor inglés que formuló el interrogante y del que Hemingway tomó el título de su novela sobre la Guerra Civil española (con la que se inventó la política de "no intervención", ¿se acuerdan?): doblan por nosotros.

No seamos ingenuos. Bashar Al Assad tiene un plan. Y lo está ejecutando (en todos los sentidos de la palabra) paso a paso desde que en agosto lo lanzó en forma de gas, según Barack Obama y François Hollande, contra la población del país que todavía preside: igualada la guerra civil -con un coste humano monstruoso- y demostrado que ninguno de los contendientes puede ganarla militarmente, lo siguiente es conseguir que la Comunidad Internacional se implique y le implique en su cese negociado en vez de hacerlo a favor de una de las partes.

¿Cómo? Arriesgando. Es decir, atrayendo la atención de los poderes occidentales a través de una masacre cometida con uno de los medios más infames que se han inventado, las armas químicas, y advirtiendo así de hasta donde puede llegar.

La apuesta de Al Assad es tan terrible como arriesgada: confrontar a Obama con su propia línea roja para decidirse a intervenir sabiendo que ni su opinión pública ni la de otros países democráticos van a prestar un apoyo mayoritario a la misma, vistos los antecedentes y teniendo en cuenta que la oposición despierta un nulo entusiasmo, algo comprensible a la luz de quien la compone (por ejemplo, radicales fundamentalistas de todo tipo y condición).

Lo que llevaría a las democracias a un callejón sin salida o, mejor dicho, con una sola: si se lanza un ataque, probablemente sea limitado, lo que conseguirá aumentar el caos y la presión para que la guerra termine sin que Al Assad renuncie; si no se interviene, la única alternativa presentable sería patrocinar el término del conflicto negociadamente, con su régimen incluido. El orden de los factores no altera el producto final.

Así, en cualquiera de los dos escenarios, el guión del dictador sirio tiene como siguiente paso el objetivo a alcanzar: que Occidente abandone su política de armar a la oposición para pasar a otra consistente en sentarla a negociar con él y auspiciar tales conversaciones con Moscú. En otras palabras, convertirse en parte ineludible de la solución en vez de serlo del problema.

No olvidemos, además, que Al Assad sabe que nunca será señalado por la ONU como el autor de los ataques con armas químicas del agosto (lo que le imposibilitaría sentarse en una mesa de negociación, se supone), porque la única misión de sus inspectores es dictaminar si se usaron, no quién lo hizo, como se ha recordado estos días por su portavoz.

De esta forma, el régimen habría encontrado una salida que pocos hubieran considerado factible hasta los últimos acontecimientos.

Para cualquier demócrata, el dilema salta a la vista: ¿debe entrarse (se quiera o no) en esa estrategia o, por el contrario, finalizar la guerra acabando con El Assad mediante una intervención militar a gran escala, con todo lo que ello implica?

Es difícil hacer predicciones, pero uno puede imaginar que quizás haya finalmente una intervención limitada como prólogo de unas conversaciones de paz. Seguro que Rusia ya está planteando con fuerza esta vía a los miembros del G-8 y la propia petición de la Casa Blanca al Congreso de los Estados Unidos está destinada a ganar tiempo para definir una salida en esa dirección. Sea como sea, habrá negociaciones y, al menos, ello deberá servir para frenar el baño de sangre -lo prioritario por encima de todo lo demás- y, esperemos, para que cambien cosas.

Estos días se ha utilizado muchas veces la expresión "tambores de guerra" al hablar de la posible intervención norteamericana y francesa contra Al Assad, complicada inesperadamente por el voto de los Comunes (en el que los euroescépticos del partido Conservador tuvieron algo que ver, por cierto, a años luz de la honestidad y la coherencia del voto laborista). Pero tambores de este tipo ya suenan en Siria desde hace mucho tiempo.

Lo que me preocupa es que, de aquí en adelante, en las democracias se prefiera en realidad el título de una película clásica: Tambores lejanos, y cuanto más mejor. Sin darnos cuenta de que, cuando huele a gas sarín, no tiene sentido preguntarse por quién doblan las campanas, porque la respuesta ya la dio el escritor inglés que formuló el interrogante y del que Hemingway tomó el título de su novela sobre la Guerra Civil española (con la que se inventó la política de "no intervención", ¿se acuerdan?): doblan por nosotros.