Haití, detenido en el tiempo

Haití, detenido en el tiempo

Todos estamos aquí para lo mismo, para crecer fuertes y sanos, progresar en la medida que podamos o queramos y tratar de ser felices. Todos tenemos al fin y al cabo idéntico final. Pero el camino viene marcado por algo tan caprichoso como la geografía que nos da la bienvenida al mundo. Y hay tantos mundos en un solo planeta... El fatalismo geográfico condena a una parte importantísima de la población mundial al sufrimiento y a una vida indigna.

Es un ejercicio relativamente sencillo: basta con detenerse en cualquier rincón del mundo y observar a fondo cualquier escena cotidiana que nos resulte algo ajena. Es una fórmula infalible para tomar una dimensión adecuada a nuestros problemas típicos, más o menos graves, pero casi siempre sorteables, de las sociedades desarrolladas. Todos estamos aquí para lo mismo, para crecer fuertes y sanos, progresar en la medida que podamos o queramos y tratar de ser felices. Todos tenemos al fin y al cabo idéntico final. Pero el camino viene marcado por algo tan caprichoso como la geografía que nos da la bienvenida al mundo. Y hay tantos mundos en un solo planeta... El fatalismo geográfico condena a una parte importantísima de la población mundial al sufrimiento y a una vida indigna.

Me he detenido en el tiempo mientras conversaba con algunos de los habitantes de un área remota de Petit-Goâve, al oeste de Puerto Príncipe, la capital de Haití. Es un día especial porque se celebra la primera vuelta de las elecciones presidenciales. "Todo está tranquilo, por aquí nunca hay problemas", insiste Zwicky Pete, uno de mis interlocutores. Los nervios tienen más que ver con el miedo a que se repitan los episodios de violencia de las pasadas elecciones de agosto - hubo disturbios por todo el país - que con el resultado final. Calma a la vista.

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Marvens, Maïcon y Lovens, tres niños de Trou Chouchou. Foto: CARLOS CARNICERO URABAYEN.

Ajenos a las elecciones, al mundo de los mayores y también al destino que les ha traído a las montañas de Trou Chouchou, tres niños, Marvens, Maïcon y Lovens, juegan placidamente. Se revuelcan por el suelo lleno de hojas y probablemente insectos, se dan patadas y golpes con la ingenuidad típica de los niños y corretean con la misma libertad con la que lo hacen los niños en los parques de Manhattan. Sus sonrisas irradian una fuerza capaz de frenar el tiempo. Les pido que posen para tomar una foto y se colocan de forma ordenada con la solemnidad con la que se tomaban antes las fotos de familia.

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Haitianos el día electoral en Trou Chouou. Foto: CARLOS CARNICERO URABAYEN.

Por razones obvias, mi presencia no pasa desapercibida entre los moradores. Mi piel blanca se tuesta lentamente ante el sol del caribe buscando a cada rato un tiempo de tregua bajo las palmeras. Siento distancia en algunas miradas, como ocurre en tantos otros rincones de Latinoamérica. En Haití, el único país del mundo cuya independencia es hija de una exitosa revolución de los esclavos al inicio del siglo XIX, la piel oscura, oscurísima, de la gran mayoría de sus ciudadanos, va acompañada en ocasiones de una mirada desafiante al visitante blanco. No es el caso del joven Pete, que ahora vive en la ciudad y al despedirnos anuncia que le gustaría continuar nuestra conversación en Facebook.

Hay que relajarse para disfrutar, aunque no siempre resulte fácil. Tengo en la mente la mirada de la doctora belga que me puso varias vacunas antes de partir y me explicaba juntando sus propios labios la forma en la que debía ducharme. "Boca cerrada, para que no entre agua"; "lávate los dientes sólo con agua embotellada"; "no comas vegetales crudos"; "nada de hielos en las bebidas"; "lávate las manos cada vez que toques cualquier cosa"; "antimosquitos hasta en las axilas". El dengue, la malaria, el chikungunya, el cólera o la rabia acechan. Es ahora época de huracanes. ¿Un paraguas en la maleta?

Más del 50% de la población vive en áreas rurales, la mayoría sin electricidad. El Banco Mundial estima que el 58,5% vive en condiciones de pobreza, con menos de 2,44 dólares al día, de los que el 23,8% lo hace en extrema pobreza. Este es quizás el país más infortunado de América Latina, el mismo al que la madre naturaleza se encargó de dar la puntilla el 12 enero de 2010, cuando un terremoto de intensidad 7 lo cambió todo. Murieron 200.000 personas y más de 1,5 millones de haitianos quedaron sin techo. El cólera, todavía presente, mató a otros 8.500 haitianos. Aquel tremblement de terre ha partido la historia de Haití como el 11S lo ha hecho para sus vecinos de EEUU; todo sucedió antes o después de aquél día maldito.

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La costa de Petit-Goâve. Foto: CARLOS CARNICERO URABAYEN.

A su llegada en 1492, Colón llamó a esta tierra "La Isla Española". Antes era conocida por los autóctonos como Quisqueya. La fatalidad de Haití es algo paradójica si se observan las paradisíacas aguas cristalinas de la costa y la relativa prosperidad de su vecina República Dominicana, con quien comparte insularidad. Las relaciones son complicadas, aunque no tanto como cuando en 1937 el general Trujillo ordenó exterminar a aquellos del lado dominicano de la frontera que no supieran pronunciar la palabra "perejil". Los haitianos, francófonos, tenían aparentes dificultades para hacerlo. Hoy en día, a pesar de la mejora de las relaciones de vecindad tras el terremoto, sigue habiendo tensiones sobre todo a raíz de las deportaciones de haitianos por parte del gobierno dominicano.

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El tap-tap, un medio de transporte local. Foto: CARLOS CARNICERO URABAYEN.

Las carreteras y los caminos de Haití son un espectáculo, por su elasticidad - dos carriles pueden ser tres si hay la condensación de tráfico adecuada -, la libertad con la que embisten sus conductores y la capacidad que tienen sus entrañables tap-tap (un rudimentario auto local, casi siempre pintado con colores vivos y a veces mensajes bíblicos) para transportar a decenas de haitianos en un espacio minúsculo. La calma convive con el caos.

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Señoras en el mercado. Foto: CARLOS CARNICERO URABAYEN.

Los mercados animan el paisaje. Mujeres y hombres trasladando sobre sus cabezas enormes cestas de alimentos en equilibrios insólitos. Una mujer me ofrece patos, vivos por supuesto, que porta en sus brazos y muestra, desafiante, como un gran trofeo. Otra agarra las patas de un par de gallos que esperan su turno boca abajo. Los cabritos - una carne apreciada en Haití - completan la fotografía. Los precios son sorprendentemente altos en Haití, entre un 30-60% más elevados que en otros países de la región.

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Señora vendiendo patos en el mercado. Foto: CARLOS CARNICERO URABAYEN.

Ahora, los haitianos, con el foco puesto de la comunidad internacional, pero ignorados por unos medios de comunicación probablemente fatigados de contar la triste historia de este castigado país del Caribe, pelean duro por dar un impulso a su país. La eterna campaña electoral del 2015 (el país elige en tres elecciones a su presidente, diputados, a dos tercios de sus senadores y representantes locales) no ha dejado virgen un milímetro de sus calles, sobre todo en Puerto Príncipe.

Me detengo un instante a recordar las calles de Londres el pasado mayo, en víspera de sus elecciones: no había rastro electoral a la vista. Frialdad británica en la más antigua democracia parlamentaria europea. En Haití, la democracia es incipiente, se hace paso y hace ruido. Los carteles electorales muestran al menos tantos rostros como candidatos presidenciales (se han presentado cincuenta y cuatro a la primera vuelta). Algunos camiones hacen campaña con la música caribeña a un volumen penetrante; no en vano, Michel Martelly, el presidente saliente que no se presenta, fue antes músico que político.

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Carteles electorales en Puerto Príncipe. Foto: CARLOS CARNICERO URABAYEN.

A pesar de la invasiva presencia electoral, muchos haitianos les dan la espalda a las elecciones. Un 18% votaron en la primera vuelta. La democracia es joven en Haití, gobernada hasta los años noventa por dictaduras y golpes civiles y militares de distinto cariz. Hay cansancio ante las disputas partidistas mientras el país necesita urgentemente desarrollarse. Es el sentimiento que tiene Arnold Africot, joven haitiano que ha regresado a su país tras estudiar un Master de Gestión de Recursos Naturales en el Instituto de Estudios Internacionales de Monterey (California). "El desarrollo que este país tanto necesita está lejos de ser una prioridad de la mayoría de candidatos que se han presentado".

Algunos opinan que la comunidad internacional ha tratado a Haití de manera condescendiente y le ha dado dinero tras el terremoto sin preocuparse mucho de su resultado. Otros como Arnold creen que la mala gestión de la ayuda internacional podrían estar dando los incentivos equivocados al país. "Alrededor del 80% de la ayuda internacional no ha alcanzado a la gente más vulnerable. Dadas las fracturas en el gobierno y nuestra fragilidad institucional, mucho dinero ha caído en manos de la corrupción, lo que ha terminado por desestabilizar al país más que el propio terremoto".

De regreso a Europa paso por Miami y se confirman algunas de mis percepciones. Jean, el conductor de Uber que me recoge en el aeropuerto, es haitiano. Es una casualidad relativa, puesto que muchos haitianos se han marchado de su país y unos 830.000 se encuentran en EEUU. Es significativo que haya tres vuelos diarios de American Airlines entre Miami y Puerto Príncipe. Jean tiene interés por conocer mis impresiones tras el viaje. Y yo las suyas sobre las elecciones. Pero mi sorpresa se produce cuando compruebo que no conoce a los candidatos que están en liza. Ha perdido interés en la política de su país justo cuando su país más necesita a los haitianos.