Los silencios de los economistas

Los silencios de los economistas

Preguntados por algunas cuestiones, los economistas de nuestro tiempo guardan un espeso silencio. Ya conocemos su opinión sobre el déficit. habría que pedirles su opinión sobre la guerra, el paro, la política, el suicidio, la falta de atención en hospitales, el deterioro en la educación pública...

La economía es nuestra nueva religión y el dinero, como canta Sabina, el único dios verdadero. Los sacerdotes supremos, los economistas que están al mando en la tormenta del euro, nos piden fe ciega en sus recetas, pero la realidad las hace añicos cada día. Pocos panes y menos peces; pero nos piden que sigamos creyendo en el milagro. ¿Hasta cuándo?

Para Soledad Gallego Díaz, de El País, el dinero todo lo envuelve. Su escasez condiciona cada conversación. La frialdad del dinero, con su cuánto, cómo y cuándo oculta casi siempre el cómo y el quién lo tiene. Todo lo demás poco importa.

Quizás por eso los economistas ocupan una posición hegemónica sobre las otras ciencias sociales, como la historia, la ciencia política o la sociología. Si un día los filósofos de la antigua Grecia se debieron sentir todopoderosos, algo parecido les debe pasar a nuestros economistas de hoy.

No nos hace falta ir a misa para creer en el más allá; basta con escuchar sus promesas.

En esta Europa que se asoma al abismo escuchamos a los economistas más de lo que deberíamos. Es verdad que su conocimiento específico les convierte en profetas naturales en esta crisis. Pero con frecuencia perdemos de vista que esta crisis es tan social, política y ética como económica. Y sin embargo, las recetas que proponen y que seguimos a pies juntillas ignoran las lecciones más elementales de la historia.

Preguntados por algunas cuestiones, los economistas de nuestro tiempo guardan un espeso silencio. Ya conocemos su opinión sobre el déficit. Pero como ha dicho José María Ridao, habría que pedirles su opinión sobre la guerra, el paro, la política, el suicidio, la falta de atención en hospitales, el deterioro en la educación pública... Y también sobre las familias desahuciadas que se quedan con una mano delante y la otra detrás.

Por razones evidentes, los economistas alemanes que, de la mano de Merkel, aprietan todo lo que pueden a los países del sur, se llevan la palma. Son tozudos en exigir que nos apretemos el cinturón, pero miran para otro lado cuando se disparan los suicidios en Grecia o está en auge el partido Nazi. Su obsesión por controlar la inflación les hace perder de vista el tensionamiento democrático al que nos conducen. Tratan de proteger lo suyo pero a cambio siembran el odio en un continente convulso.

Es verdad que no todos los economistas son iguales. Krugman alerta cada semana de que con esta austeridad a ultranza se está desangrando el moribundo paciente europeo. Stiglitz ha publicado un libro alertando sobre las nefastas consecuencias de la creciente desigualdad. Y mi amigo Toni Roldán tiene presente una dimensión política en cada uno de sus posts. Pero los tres tienen una cosa en común: no mandan en la crisis del euro.

Por el bien de su credibilidad, pero sobre todo por nuestra propia salvación, necesitamos economistas humanistas, que se quiten la bata de laboratorio y salgan a la calle para ver las llamas del incendio.