Los algoritmos no bailan canciones de amor

Los algoritmos no bailan canciones de amor

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Estamos regidos por los algoritmos. En Facebook, la gente suplica a los amigos que saluden con un "hola" en su muro, para evitar que el "perverso" algoritmo les deje ver sólo noticias de 25 amigos preseleccionados por fórmulas matemáticas, perdiendo otros contactos. Aparte las falsas verdades y las fake news que se estrellan por las redes, es cierto que vivimos el "éxtasis del algoritmo", mezclado con el "miedo" que siguen produciendo las matemáticas. Y eso que son sencillas: el alcance del sistema binario que se maneja en las ciencias de computación es el de numeración con dos cifras (0 y 1) que también se llama "diádico" y se utiliza para todo tipo de ordenadores, con diferentes voltajes para cada cifra.

Un algoritmo es cualquier cosa que funcione paso a paso, con fórmulas en las que cada paso se pueda describir sin ambigüedad a una computadora en particular, que extremen la claridad de las funciones y permitan un resultado limpio que fije la cantidad de datos que se pueden leer/escribir en un solo paso. Se parece al baile, en dónde la danza tiene sus reglas, mucho más azarosas, aunque también basadas en los pasos, que se codifican, se numeran y se organizan con el fin de establecer un lenguaje que responde a los sistemas musicales y a los sistemas coreográficos, para producir el goce rítmico y artístico de bailarines y observadores.

Es una armonía que se alcanza en la multitud o en la soledad, en el espacio de lo público o en los recintos privados. De las películas que lo cuentan, la lista es muy larga: Danzad, danzad malditos, de Sydney Pollack (1969); a 50 años de historia, Le Bal (La sala de baile), de Ettore Scola; el ascenso del nazismo, Cabaret, de Bob Fosse (1972); o el precariado industrial, Billy Elliot, de Stephen Daldry (2000) son algunas de mis favoritas. Bailar es un ejercicio de matemáticas de códigos ocultos aún en las más osadas de las improvisaciones, pero deja huellasen cada paso.

Los lenguajes basados en algoritmos se están esparciendo para controlar los sistemas de energía y transportes... y precarizar empleo y garantías

Los algoritmos están de moda. Con ellos, las empresas convierten datos en dinero. Se les trae a cuento de casi toda nuestra vida cotidiana, de manera que, en lugar de asustarnos, nos sean imprescindibles para discurrir por la ciudad. Los lenguajes basados en algoritmos se están esparciendo para controlar los sistemas de energía y transportes... y precarizar empleo y garantías. En Europa trabajamos con un sistema denominado Quanticol, que planifica sistemas dinámicos mediante modelados de sistemas colectivos adaptables (CAS, en siglas en inglés) que sirven para usar fuentes de datos con eficiencia para constituir almacenajes fiables de información, que viene tomada de redes de sensores y de conjuntos de microsistemas de formación de algoritmos verificables para seguir los pasos a las decisiones matemáticamente más rentables.

Por eso hay gente que cree en ellos más que en la emoción, o que en la palabra de dios. Los algoritmos, antes tenidos por fantasiosos, ahora son vías para entrecruzar datos y compartir recursos cuantitativos y cualitativos, geometrías de datos. La ingeniería de sistemas incluye programas como Carma, en la ciudad de Edimburgo, que duplica su población durante el Festival Internacional de Arte. En verano, cambia los patrones del interacción del modelo de sistemas nodales de transporte; no sólo de los desplazamientos, sino los recursos para que la ciudad funcione. El arte exige que la ciudad no se convierta, sin más, en meros flujos de mercado; ya que los algoritmos podrían entenderla mejor desde la ingeniería urbana.

Pese a ello, si los arquitectos y urbanistas nos interesáramos más por el arte y por las matemáticas, -incluso por los pasos de baile-, sabríamos que los algoritmos no bailan canciones de amor, porque no saben. Se limitan a optimizar los resultados, los mercados. Se les puede enseñar a buscar almas en la ciudad binaria, pero ese es un proceso complejo, por la cantidad de pasos a dar y, además, por darlos con acierto, encadenados. La Inteligencia Artificial (AI, en inglés) no está en los planes urbanísticos, porque estos no tienen codificación binaria.

Junto con urbanistas y geógrafos, las autoridades locales debían aprender cómo se baila con los algoritmos

Las redes de información e intercambio económico del urbanismo a menudo usan políticas anticuadas. La maquinaria burocrática de los ayuntamientos suele empeorar las decisiones de mercado con los prejuicios políticos, que descalifican y descodifican lo que de racional podría tener la información de las redes. Además, como nos ha enseñado el turismo, una cosa es la racionalización urbana y otra el beneficio exclusivo del capital, como ocurre con los algoritmos colusorios, que sí pueden orientar relaciones causales entre precios actuales y futuros. Como sostiene Daniel García (2018): "Basta con que el algoritmo incluya la historia de precios de todas las empresas del mercado en su predicción de los precios de sus competidores. Individualmente, cada algoritmo observa que (i) otros reducen precios cuando una los reduce, y (ii) el resultado de tal estrategia son precios supra-competitivos y grandes beneficios. Por tanto, los algoritmos sí pueden coludir, en el sentido que mantienen precios supra-competitivos fundamentados en una creencia común (o al menos mutua) de relación causal entre precios presentes y futuros". Esta colusión se basa en la racionalización de procesos para que el lucro vaya por un lado y a la mayoría le toque bailar con el desequilibrio más feo.

Junto con urbanistas y geógrafos, las autoridades locales debían aprender cómo se baila con los algoritmos, y con qué propósitos, innovando su manera de interpretar redes urbanas y planes para hacer la felicidad de la gente, en lugar de sacarles sólo más provecho. Los que bailamos en la ciudad somos los ciudadanos. Nuestros pasos, - imprevisibles o anticipables -, no pueden ser constreñidos por el Big Data a las leyes de mercados desalmados.

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