Artesanos y sabios

Artesanos y sabios

A los habitantes del continente euroasiático, allá por el neolítico, se les ocurrió utilizar un artilugio circular, llamado rueda, que puede girar sobre su eje y produce unos beneficios insospechados.

Aristóteles dejó escrito que el hombre es un animal "ciudadano", queriendo decir, probablemente, que era un ser social, pero la verdad es que otros animales son tan sociales o tan gregarios como los humanos, sino más.

Lo que nos diferencia de hormigas, gacelas o sardinas no parece ser, pues, nuestra tendencia al gregarismo, o a vivir más bien juntos en colmenas verticales, en colonias extendidas, o en cardúmenes nómadas, porque eso lo hacen también muchos animales, e incluso se puede decir que lo hacen de manera más eficiente que nosotros.

Deberíamos buscar, pues, algún otro hecho diferencial de nuestra especie, y hemos pensado que nuestro principal rasgo identitario podría ser el de "animal innovador".

A diferencia de nuestros parientes del reino animal, en efecto, nosotros no construimos siempre igual nuestras viviendas, ni ingerimos siempre los mismos alimentos, ni nos matamos siempre de la misma rutinaria manera, antes al contrario, desde que dejamos de andar a cuatro patas, desde que nos levantamos y nos pusimos a caminar, hace de ello ya unos millones de años, no hemos dejado de innovar, es decir, de ir haciendo las cosas de manera diferente según se nos iba ocurriendo, o de producir artilugios, artefactos o construcciones mentales que nos facilitaban las cosas, o nos ayudaban a tener un mejor pasar.

En vez de limitarnos a repetir mecánicamente la programación de nuestro "software", genéticamente impreso en nuestra especie, nos hemos dedicado indisciplinadamente al juego del "y si": ¿y si esto fuera comestible?, ¿y si pudiera domesticar a este animal para que trabajase para mí o para comerlo más tarde?

Este rasgo innovador parece privativo de nuestra especie, al menos en la medida en que lo practicamos los humanos, pero ello no quiere decir que todos los individuos lo tengan en igual proporción, o que lo practiquen con el mismo ahínco.

Por ejemplo, a los habitantes del continente euroasiático, allá por el neolítico, se les ocurrió domesticar a una serie de animales, para que los transportasen, les trabajasen, o los llevasen de un lado para otro y, además, se les ocurrió utilizar un artilugio circular, llamado rueda, que puede girar sobre su eje y que si se engancha a alguno de los animales domesticados, produce unos beneficios insospechados.

Pues bien, estas y otras innovaciones parecidas, les confirieron a sus autores, los habitantes del continente euroasiático, unas enormes ventajas sobre sus parientes de otros continentes a los que, acabarían por someter y por utilizar a su servicio, mediante la "ventaja competitiva" que la innovación aporta.

La capacidad de la especie humana para innovar es evidentemente muy anterior a la existencia del conocimiento codificado y, no digamos, de la ciencia moderna; de hecho, el método científico, que ha producido la ciencia que hoy practicamos, no es sino una forma muy sofisticada de innovación.

En contraste con la innovación, en los primeros siglos de rodaje de la ciencia moderna, ésta solía ser practicada mayoritariamente por caballeros de posibles, bien por su propio patrimonio familiar, o por algún mecenazgo sobrevenido.

A medida que la ciencia se fue desarrollando y empezó a descubrir fenómenos, y aun objetos, y a elaborar leyes que podían reportar alguna utilidad concreta e incluso, eventualmente, algún beneficio económico, la actividad de los sabios dejó de ser una ocupación de excéntricos visionarios, para convertirse en una posible fuente de soluciones a problemas reales y una herramienta útil al servicio del poder.

Obviamente, el interés de las autoridades fue a más a lo largo del siglo que vio nacer las primeras academias de sabios y las primeras sociedades científicas, y se fue incrementando a lo largo del siguiente siglo XVIII, cuando prácticamente todos los monarcas ilustrados crearon reales gabinetes, jardines botánicos y museos, financiaron expediciones científicas, fundaron reales academias, observatorios astronómicos y centros de estudios superiores especializados.

El siglo XIX vio ya cómo la actividad de los científicos se convirtió en un asunto de interés general, tanto para los gobernantes, como para los empresarios, que constataban que de su cultivo se podían obtener ventajas competitivas y negocios saneados. Estaba naciendo entonces la política científica que unos años después, ya iniciado el siglo XX, Cajal formula por primera vez en español: La posteridad duradera de las naciones es obra de la ciencia y de sus múltiples aplicaciones al fomento de la vida y de los intereses materiales. De esta indiscutible verdad síguese la obligación inexcusable del Estado de estimular y promover la cultura, desarrollando una política científica, encaminada a generalizar la instrucción y a beneficiar en provecho común todos lo talentos útiles y fecundos brotados en el seno de la raza.

En apenas tres siglos, la ciencia había pasado de ser una ocupación de caballeros curiosos, a un deber inexcusable de los estados, es decir, había pasado de ser una afición privada a una política pública, pero quienes durante milenios habían puesto en circulación innovaciones que permitieron que nuestros antepasados creciesen, se multiplicasen y se extendiesen por la faz de la tierra, no eran de ese tipo de personas que se dedican a especulaciones abstractas, sino simples mejoradores de las técnicas existentes, "improvers of technologies", personas anónimas y probablemente poco pretenciosas.

Sin embargo les debemos a ellos innovaciones fundamentales en nuestras vidas, como el queso, el vino, el aceite, el arte, las religiones, los sistemas políticos, los carros, los molinos, los arados, o los artefactos de matar, por no mencionar sino unos pocos de los frutos creados por el animal innovador. Pero los "amateurs" dedicados a la especulación más o menos abstracta, como los mejoradores de las tecnologías existentes, han dado lugar hoy a los científicos, generadores del inmenso poder de transformación social, de riqueza y de conocimiento que a través de la ciencia ha creado el Homo que no sabemos si debería llamarse simplemente sapiens o también Homo innovator, si se nos permite latinizar un concepto moderno.