¿Para qué queremos ganar?

¿Para qué queremos ganar?

Debemos esforzarnos en ser menos representantes del pueblo para ser más pueblo, una parte integrante de una sociedad en movimiento que, día a día, comprueba de primera mano que los consensos neoliberales levantados por la oligarquía económica y la élite política no garantizan el bienestar de nuestra gente.

5c8b2deb2400004205a448b4

Foto: EFE

¿Para qué queremos ganar?, ¿cómo podemos hacerlo? Los enormes avances del campo popular en general y Podemos en particular estos años abren el debate sobre estas cuestiones. ¿Podemos hablar de victoria si ganamos el Gobierno, pero no tenemos el apoyo para iniciar la tan necesaria transformación democrática y progresista que necesita nuestro país?

Abrir una brecha en el sistemas de partidos de nuestro país, herir de muerte al bipartidismo, entrar en el Congreso rozando la segunda fuerza política (¡por dos veces!), cuestionar la corrupción, que socialmente se le exija responsabilidad a las eléctricas o que se logre subir el Salario Mínimo Interprofesional. Cuando se esté celebrando el segundo Vista Alegre recién se habrán cumplido tres años desde que Podemos apareció en el panorama político. Si en algo es seguro que coincidimos todas y todos es en que se ha avanzado muchísimo. Pero no lo suficiente.

El objetivo es ganar nuestro país para la mayorías populares. Eso supone que debemos hacer un balance reconociendo los aciertos y errores de casi tres años de ciclo electoral ininterrumpido, aprendiendo de aquellas lecciones que nos han permitido llegar hasta donde estamos, pero contrastando las carencias que nos impiden seguir avanzando por esta vía. Si estando maniatados por el ritmo de una interminable carrera electoral se ha logrado conseguir el apoyo de cinco millones de personas, ¿qué no sería posible con una orientación que permita ligar lo cotidiano con la lucha política general?

Entramos ahora en un nuevo escenario político caracterizado por la formación de un Gobierno coronado y sustentado por la triple alianza. Las denuncias que llevan años enunciándose en los platós se han hecho, por fin, patentes en las manifestaciones simbólicas institucionales: el divorcio entre la élite política y el pueblo.

Si el divorcio es patente, nosotros debemos posicionarnos. Nuestra senda debe ser la de construir pueblo. Esto significa tejer una gran alianza social que concentre las aspiraciones de las clases populares y las capas medias de la población, asediando la fortaleza del poder político y económico. No debemos pensar tanto en clave de cómo asaltar la fortaleza rápidamente. Lecciones como la griega deben ayudarnos a pensar cómo vamos a sostener el control de la misma una vez la hayamos tomado. Sin un pueblo que nos apoye y nos dé músculo para ganar el Gobierno sería más un regalo envenenado que una oportunidad para producir políticas para la mayoría social.

Allí donde politicemos lo cotidiano habremos transformado las legítimas tertulias de bar o las quejas tan típicas de los encuentros familiares en pequeños altavoces del programa del cambio.

El pueblo nos ha traído hasta aquí

Los éxitos del movimiento popular no han sido obra exclusiva de grandes mujeres y hombres. Ciertamente, sin la acción de estas y estos, todo lo acontecido estos últimos años no habría ocurrido, pero lo que ha dado origen a la actual posibilidad política es la existencia de una materia prima que alimentó las ansias de un pueblo por construir una alternativa política. Hemos sido la avanzadilla de un pueblo que quería frenar los despropósitos de los poderosos. Las huelgas generales contra las reformas laborales y el 15-M fueron algunas de las primeras manifestaciones de un pueblo que no soportaba más paro, falta de democracia, reformas laborales, bajos salarios y, sobre todo, promesas incumplidas. La crisis del Estado del bienestar era, en realidad, la evidencia de que el bienestar era incompatible con el desarrollo capitalista propugnado por el Eurogrupo y Wall Street durante las últimas décadas.

El descontento podía ser capitalizado tanto por opciones nuevas de corte popular como por opciones regeneradoras auspiciadas por el IBEX 35. Lo cotidiano se manifestó como descontento, y aquellos que supieron conectar mejor con él, tuvieron la posibilidad de colarse por la ventana de oportunidad política que se había abierto.

Agraciadamente, Podemos entró. Afortunadamente, un Frente Nacional a la española no lo hizo. Desafortunadamente, el IBEX 35 consiguió infiltrar a Ciudadanos.

Pero ese momento ya pasó. Ahora que el tablero político-institucional se ha reconfigurado, debemos decidir: ¿delegamos nuestras esperanzas a cómo se juegue en él o somos capaces de hacer política dentro y fuera del mismo?

Politizar lo cotidiano es construir bases de apoyo

Ha sido la conexión política con el descontento cotidiano lo que nos ha permitido llegar hasta donde estamos. Sólo si somos capaces de politizar lo cotidiano podremos dar una vuelta de tuerca a la actual relación que se ha establecido entre una sociedad descontenta y nuestra acción política.

Esa conexión hoy se limita, en la mayoría de casos, a una identificación entre el ciudadano descontento y nuestras reclamas políticas. El problema es que hoy no dejamos de ser representantes para todas estas personas, en vez de ser pueblo: de ser la avanzadilla de sus luchas, de sus sufrimientos y alegrías cotidianas. Y no hablamos exclusivamente de lo institucional. El mandato representativo también se da creando cuadros que concentren las demandas de diferentes espacios de socialización donde se dan contradicciones y, por lo tanto, se da la lucha.

No es malo que exista una parte avanzada de la movilización social que represente a amplias mayorías (fuera y dentro de las instituciones). Lo nocivo es divorciar a esta parte avanzada del conjunto. Esto engendrará, inevitablemente, intereses corporativos que alejarán a estos sectores del ritmo al que marcha la mayoría del pueblo. ¿Cómo salvar esta contradicción y que no se genere esta separación entre vanguardia y retaguardia?

Debemos esforzarnos en ser menos representantes del pueblo para ser más pueblo, una parte integrante de una sociedad en movimiento que, día a día, comprueba de primera mano que los consensos neoliberales levantados por la oligarquía económica y la élite política no garantizan el bienestar de nuestra gente.

Hoy podemos identificar la materia prima del cambio en las quejas, lamentos y opiniones de la gente. Bajar junto a ellas es un proceso de empatía, pero también es un proceso de construcción. El problema del paro, la pobreza energética, los bajos salarios, la temporalidad, la exclusión social, la falta de participación o el endeudamiento tienen diferentes formas de resolverse. La pugna por ofrecer una solución progresista a estos problemas, de popularizar un relato donde el pueblo puede resolverlos para su propio beneficio (que siempre es colectivo) es, precisamente, politizar lo cotidiano.

Salvador Allende nos advirtió que ganar el Gobierno no significa ganar el poder.

Allí donde politicemos lo cotidiano habremos transformado las legítimas tertulias de bar o las quejas tan típicas de los encuentros familiares en pequeños altavoces del programa del cambio. Y lo que es más importante, el descontento pasará de ser manifestado exclusivamente por la queja, a articularse de forma organizada como actor colectivo de la sociedad civil. Si logramos ser reconocidos como parte del pueblo (y esto supone estar junto al pueblo y, a la vez, construir políticamente su orientación), este nos corresponderá no sólo con su apoyo en forma de voto al campo popular, sino con su identificación cotidiana, con su colaboración y con su empuje por el cambio en su realidad inmediata.

Además, no debemos olvidar que Salvador Allende nos advirtió que ganar el Gobierno no significa ganar el poder. Alexis Tsipras podría dar fe de ello cuando se ve obligado a aceptar los dictados de sus socios europeos pese a contar con el apoyo de su pueblo tras un referéndum. La política no es únicamente la fuerza de la razón sino, en no pocas ocasiones, la razón de la fuerza. Esto significa que no impulsa políticas quien necesariamente tiene mejores argumentos (aunque estos sean fundamentales para construir mayorías), sino quien tiene fuerza para lograrlo.

Necesitamos un movimiento popular sólido y una sociedad civil fuertemente estructurada. Ambos ligados entre sí y guiados por la convicción de desarrollar un programa de progreso, bienestar y democracia para nuestro país. Esto no asegurará ninguna victoria inmediata, pero sí aumentará nuestras posibilidades de aguantar las embestidas de un sistema político y económico que, por su propia conformación, tiene un carácter mundial. No debemos perder de vista que el camino es largo, y aun desalojando a las élites políticas y a la oligarquía económica de las instituciones de nuestro país, no habremos protagonizado más que el primer acto de la obra del cambio: la creación de una trinchera en Europa que levante un asedio al capital financiero transnacional.

¿Y cómo lograrlo?

No podemos entender esta tarea como un simple trámite entre procesos electorales. De la sinceridad y acierto de la creación de estos vínculos se determinará gran parte de la fuerza con la que contemos para ganar los pulsos contra la oligarquía en los primeros asaltos del combate.

Tenemos una oportunidad de impulsar esta labor gracias al arraigo que nuestra organización tiene a lo largo y ancho del país. El papel de los círculos debe transitar del de organizadores de campaña al de dinamizadores del movimiento popular. Esto no significa que la acción de Podemos eclipse o sustituya al movimiento popular. Más bien significa establecer una relación simbiótica donde se construya una identificación mutua, aportando la perspectiva política a la realidad cotidiana de los millones de personas que ya han dado un paso al frente mostrando su descontento con la actual situación política y económica.