Bolsonaro, las políticas identitarias y el pensamiento mágico

Bolsonaro, las políticas identitarias y el pensamiento mágico

Jair Bolsonaro.AFP

Me pongo a escribir tras conocer la incuestionable victoria del nacionalpopulista Bolsonaro en las elecciones presidenciales brasileñas, no por prevista menos dolorosa y desesperanzadora.

Una victoria clara, completa y arrolladora, una victoria -ojo- democrática construida con la fuerza de los votos de millones de brasileños decepcionados de la gestión de un PT que tras el primer e ilusionante mandato de Lula, fue incapaz de escapar de las garras de la corrupción, la violencia y el desgobierno.

Una victoria que llueve sobre mojado tras la de Donald Trump en EE UU, Duterte en Filipinas, Orban en Hungría o los crecientes resultados de movimientos nacionalpopulistas en Italia, Austria, Francia, Holanda, Polonia o Alemania, por no mencionar a Maduro, Putin o Erdogán, que juegan ya en la liga de los mayores.

Asistimos, no les quepa duda, al depliegue de un proceso de internacionalización del nacionalpopulismo a manos -entre otros- de Steve Bannon (principal ideólogo de la campaña de Trump), con características comunes evidentes pero suficientemente líquido y mutante como para adaptarse como un guante a la cultura política de cada país al que infecta.

Asistimos, no les quepa duda, al depliegue de un proceso de internacionalización del nacionalpopulismo a manos -entre otros- de Steve Bannon

Un movimiento que crece, disculpen la simplificación y entre otros elementos, a lomos de dos características, dos aberraciones ideológicas que comienzan a caracterizar a los partidos liberales y progresistas a lo largo del mundo: Las políticas identitarias y un confuso pensamiento mágico. Voy a tratar de explicarme:

Mientras que Bolsonaro y esta incipiente internacional nacionalpopulista apelan en sus discursos al conjunto de la sociedad a la que buscan representar con mensajes emocionales y agregadores, en el otro lado se segmentan los mensajes tratando de forma confusa y atropellada de saciar las supuestas reivindicaciones identitarias de segmentos sociales minoritarios y volátiles, alejándoles de sus clásicos votantes tradicionales "mainstream".

En una suerte de voladura incontrolada de sus propios principios fundacionales, estos partidos parecen poco interesados en ganar elecciones y han abandonado a la clase media y trabajadora sustituyéndolas con esnobismo suicida por una constelación de identidades difusas que, además de ser profundamente reaccionarias, excluyentes y contradictorias, difícilmente se representan a sí mismas.

Pero hay otro problema que va más allá de esta tensión dialéctica entre agregación y segmentación: El pensamiento mágico

Quien mejor ha alzado la voz contra esta pulsión autodestructiva ha sido Mark Lilla en su imprescindible El Regreso Liberal. Más allá de la política de identidad (Ed. Debate) en el que su tesis es tan rotunda como provocadora: "La izquierda debe abandonar las políticas identitarias (género, raza, orientación sexual) y volver a tener un proyecto político que unifique a toda la sociedad y que le permita recuperar su electorado tradicional."

Pero hay otro problema que va más allá de esta tensión dialéctica entre agregación y segmentación, entre políticas "catch all" y el narcisismo snob, clasista y autodestructivo de las políticas identitarias: El pensamiento mágico.

Cuando hablo de pensamiento mágico me refiero a esa curiosa creencia en el poder telúrico de los conjuros semánticos que funcionaron hace 30 años, es decir, calificar al nacionalpopulismo de "nazi", "facha", "fascista" o moderneces incomprensibles para el votante medio como "heteropatriarcal", y pensar que vayan a funcionar de alguna manera, transformándose en votos introducidos en las urnas en el día correcto.

En 2018 ni movilizan a su propio electorado ni funcionan mínimamente para articular mayorías sociales de progreso

Cuando un bienintencionado demócrata invoca cualquiera de esos extraños sortilegios tratando de calificar de forma global a un candidato como Bolsonaro o Trump, desconoce que esos adjetivos no son otra cosa que lo que Laclau (de forma extensiva) denominaba "significantes vacíos" y que no portan cadena de equivalencias alguna. Vamos, que en 2018 ni movilizan a su propio electorado ni funcionan mínimamente para articular mayorías sociales de progreso.

¿Y cuál debe ser la respuesta a este nuevo reto para nuestras democracias liberales? Bueno, yo creo que eso da para otro artículo, ¿no creen?

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