El inglés como factor de desigualdad

El inglés como factor de desigualdad

Si algo hay que reprocharle al debate acerca sobre enseñar educación para la ciudadanía es que probablemente haya detraído la atención de otros temas quizás tan o más importantes como es que el hecho de que el Estado garantice una cierta igualdad a la hora de hablar inglés.

"El inglés no tiene nada de especial. No es más que una lengua entre muchas"

(J. M. Coetzee, El verano)

A los tradicionales factores de desigualdad humana, que como todo el mundo sabe son el dinero y la capacidad de atracción sexual, se ha sumado otro de forma irremisible en los últimos tiempos: saber inglés.

No es solo que, como nos recordaba recientemente el economista Luis Garicano, un nivel avanzado de inglés sea uno de los tres pilares de la economía del conocimiento. Es que simplemente saber inglés, sobre todo si uno es nativo, hace que uno disfrute más de la vida. Por ejemplo, la empresa Vaughan ofrece la posibilidad de pasar estancias en España en sus famosos pueblos ingleses, ubicados en zonas de notable atractivo turístico, a todos aquellos voluntarios angloparlantes, como ellos mismos los denominan en su página web, que estén dispuesto a hablar durante unas 13 horas al día a aquellos españoles que buscan aprender la lengua de Shakespeare para mejorar sus posibilidades profesionales.

Los requisitos no parecen muchos. Según aparece en su página web, no se exige pertenecer a una clase social o desempeñar una profesión determinada y basta con proceder de cualquier país de hablar inglesa como las islas Fiji o Trinidad-Tobago. Hablar inglés (y, aunque no lo mencionan expresamente, probablemente no hablar ni gota de español ya que no se exige un nivel mínimo) es el único requisito indispensable. El objetivo, según el Grupo Vaughan, es "que no tengan la deformación profesional de los profesores, por magníficos que éstos sean, y que enfrenten al participante a la situación más real posible". A cambio se ofrece hotel, manutención y excursiones (en suma, unas vacaciones) durante periodos que rondan las dos semanas.

Vaughan describe la experiencia como un intercambio en el que "los españoles y los angloparlantes llegan con un objetivo diferente: los españoles, lingüístico y los angloparlantes cultural y turístico". Se le olvida mencionar el detalle sin importancia de que mientras los españoles, o sus empresas, pagan cuantiosas sumas de dinero por este intercambio, los angloparlantes vienen a mantel puesto.

Aunque no es lo mismo, no son pocos los estudiantes norteamericanos que conozco que nada más graduarse deciden marchar a Japón, China o alguno de los ricos emiratos árabes a enseñar inglés sin tener ninguna experiencia o conocimiento del idioma autóctono y ganar sumas de dinero que en los tiempos que corren resultan francamente respetables para un joven licenciado.

Esta situación no podría contrastar más con la de españoles jóvenes y no tan jóvenes (entre los que me incluyo) que tuvimos que aprender inglés de camareros, haciendo camas o limpiando suelos, tratando de descifrar el inglés de algún supervisor que invariablemente tenía acento extranjero.

No me cabe duda de que los españoles hemos interiorizado perfectamente una situación de inferioridad casi propia de los tiempos del regeneracionismo. En un par de ocasiones, cuando solía visitar empresas de comunicación españolas con estudiantes norteamericanos, y uno de ellos preguntaba qué cualidad era más importante para trabajar en el mundo de la comunicación, la respuesta del ejecutivo español era siempre la misma: el inglés, lo cual hacia que la audiencia soltara una carcajada. Una invitación más para seguir siendo monolingües a los jóvenes más monolingües del mundo desarrollado en las que incluso sus clases más educadas son incapaces de aprender lenguas extranjeras consolidando la leyenda del ugly American etnocéntrico y con ínfulas de superioridad.

Mientras tanto, este mismo verano sigo oyendo hablar de españoles de 40 o 50 años que han sido despedidos y han retomado sus estudios de inglés, más por dar síntomas de reacción que otra cosa, o chicos de 15 años que pasan tres o cuatro semanas en el sur de Inglaterra en carísimas estancias gracias al cada vez más heroico esfuerzo económico de unos padres que al mismo tiempo se lo piensan dos veces a la hora de pedir una cerveza o comprar el periódico. Seguro que los miembros del conglomerado Visit Britain se siguen frotando las manos, ya que ese es el turismo que interesa y no el que hace balconing en Lloret de Mar.

Si algo hay que reprocharle al debate acerca de la necesidad de enseñar educación para la ciudadanía en las escuelas es que probablemente haya detraído la atención de otros temas quizás tan o más importantes como es que el hecho de que el Estado garantice una cierta igualdad a la hora de hablar inglés.

Es, sin embargo, cuestionable que la parte más importante de la educación en el mundo de hoy sea el inglés (me parece más importante, como dice Garicano, saber expresar un argumento por escrito en la lengua de uno o tener una base sólida de matemáticas y estadística). Pero una de las grandes reformas pendientes de nuestro sistema educativo es, superando partidismos, la de la enseñanza del inglés a todos los niveles, que los colegios bilingües lo sean de verdad y que todos puedan acceder a ellos. Cueste lo que cueste, porque al final, como atestiguan numerosas familias españolas que, desesperadas, se gastan fortunas en que sus hijos hagan turismo o se líen con extranjeros durante el mes de agosto, se ahorra dinero.

Para que no sea siempre un cierto tipo de español el que se tiene que marchar de camarero y los angloparlantes los que vienen a comer y a disfrutar del charm de nuestros entornos rurales.

Bueno, y ahora también para que todos los españoles sin trabajo, no solo los hijos de los ricos o los poderosos, puedan emigrar en igualdad de condiciones.