Lo peor de España

Lo peor de España

Por si a alguien le cabe alguna duda, lo peor de España no es la ineficacia sino, visto con perspectiva, probablemente sus horarios. Sobre todo esa idea diabólica de la jornada partida. Ese demonio que nunca desaparece, haya paro o pleno empleo, expansión económica o recesión. Simplemente abominable.

ALFONSO BLANCO

Ilustración: Alfonso Blanco

Por si a alguien le cabe alguna duda, lo peor de España no es la ineficacia sino, visto con perspectiva, probablemente sus horarios. Sobre todo esa idea diabólica de la jornada partida. Ese demonio que nunca desaparece, haya paro o pleno empleo, expansión económica o recesión. Simplemente abominable. Sé que hay quien se enorgullece de ello así como de que el fútbol empiece a veces a las diez o de que las cenas, fiestas o los conciertos comiencen en las proximidades de la medianoche.

Distinguirse en asuntos tan primarios no deja de ser síntoma de brutalidad y estulticia. Renuncia al mérito y búsqueda de refugio en la costumbre, la tradición sin sentido, lo fácil.

No quiero ni pensar que la incapacidad ontológica que la sociedad española muestra para racionalizar los horarios se deba a no querer enfrentarse a problemas de más difícil solución. Que a la gente le dé miedo tener más tiempo libre, no saber qué hacer por las tardes con sus maridos, mujeres e hijos, sentir pavor a cultivar pasiones que no sean siempre las más bajas e incluso plantearse lo implanteable como aprender idiomas, dedicar algo de tiempo a la lectura o volver a la universidad aunque uno sea cincuentón. No, no quiero pensar que sea por eso.

Nada embrutece más que entrar a las nueve a un trabajo y salir a las siete y media u ocho, como pasa tanto en nuestras ciudades. Todos guardando cola a la misma hora en el supermercado, el gimnasio o los bares. Todos (los que todavía se lo pueden permitir) haciendo cola para tomar el menú del día. Todos tomando las vacaciones los mismos puentes o los meses de julio y agosto. Todos yendo a los mismos barrios céntricos de Madrid o Barcelona a salir de copas porque en los barrios periféricos no hay donde ir.

Sé que muchos, estos días, siguen buscando el Santo Grial de por qué falla España, a qué se debe el atraso relativo con los países con los que a los españoles les gusta compararse, a qué se debe la crisis. Parecería, por la cantidad de informaciones que se publican al respecto, aunque ninguna concluyente, que hay algo difuso en el ambiente que hace a los españoles peores, negados para construir una sociedad más avanzada.

Niego la mayor: que debido a causas culturales los españoles sean ineficientes. ¿Ineficientes en qué? Quizás menos productivos debido a cuestiones de estructura económica, pero ¿ineficientes?

Por poner como término de comparación la sociedad norteamericana, considerada (con poca razón, por cierto) como la más eficiente del mundo, la verdad es que muchos servicios relativamente comunes son igual o más eficientes en España.

Quizás los camareros o los cajeros de los bancos sean adustos o excesivamente broncos en la piel de toro (el ejemplo estelar serían los llamados vitorinos del fenecido Café Comercial), pero es fácil darse cuenta de que en general la gente que le atiende a uno en bancos o bares es bastante más experta que en América, donde estas profesiones están dominadas por gente junior. Por no hablar del denostado funcionariado, que en España es de primera por mucho que se diga, y en los Estados Unidos no siempre es así. Podemos seguir con el transporte público, los trenes, autobuses e incluso el personal del sistema médico de salud, que en algunos aspectos funciona de manera mucho más fluida que el enrevesadísimo sistema norteamericano de seguros privados.

En España funcionan mal la justicia (peor que mal), la universidad, el sistema de partidos políticos, en fin, grandes pilares del sistema, pero nunca me ha sucedido que pongan a mi hija una vacuna por error que no le correspondía por un despiste. En Estados Unidos, sí. ¿Anecdótico? Por supuesto, pero suficiente para probar que en todas partes cuecen habas.

Lo que hace falta se sabe sin sacar del armario los viejos fantasmas: iniciativa, empuje, ambición, menos conformismo, menos miedo a fracasar, más ilusión por triunfar y dejar de criticar a aquellos que sienten el trabajo como una pasión.

Y ni siquiera en esos males España es excepcional.