"Tuvimos que huir de Siria para que mis hijos pudieran tener un futuro"

"Tuvimos que huir de Siria para que mis hijos pudieran tener un futuro"

Antes de la guerra Naham fue profesora de educación física durante doce años en una escuela local. Su marido era contratista y fontanero. La vida les iba bien. Tenían una casa bonita y ahorros. Fueron esos ahorros los que permitieron a Naham y sus hijos huir finalmente de Siria tras la muerte de Ahmed, el más pequeño de sus hijos.

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FOTO: Naham y su hija Manar © UNICEF/2015/Tidey

Hay tantas historias en el centro de recepción para refugiados y migrantes en Gevgelija, en la antigua República Yugoslava de Macedonia... Cada niño y niña, cada hombre y mujer que llega aquí tiene una. Son historias de guerra y de miseria. De escuelas y hogares bombardeados. Historias con muchos villanos y muy pocos héroes.

Pero el hilo conductor de todas y cada una de las historias aquí es la pérdida, y el comienzo de una nueva realidad en la que los queridos hogares, comunidades, amigos e incluso familia, han desaparecido. La nueva realidad de un viaje, al parecer interminable, en un continente extranjero, y de colas caóticas en los controles fronterizos, está muy lejos del entorno familiar que han dejado en lugares como Alepo, Homs y Mosul. La nueva realidad no es fácil de soportar.

Naham, una madre de 37 años procedente de Idlib, Siria, está menos preocupada por su nueva realidad que por el futuro de sus tres hijos: Manar, de 10 años; Mohammed, de 12; y Moustafa, de 15. "Tuvimos que huir de Siria para que mis hijos pudieran tener una vida", explica. "Sé que si nos hubiéramos quedado, habríamos muerto".

Recuerda cómo el conflicto en Siria asoló su ciudad. "La guerra llegó a Idlib y fue como si todos los combatientes hubieran elegido nuestra ciudad para encontrarse. Las Fuerzas Armadas Sirias, el Estado Islámico, el Frente Al-Nusra...Todos luchaban los unos contra los otros, pero era la población la que estaba atrapada en medio. Se arrojaron muchas bombas en nuestro vecindario. Destrozaron escuelas, mezquitas y bazares".

Una de esas bombas dejó una cicatriz imborrable en Naham cuando sufrió la que quizás es la mayor pérdida que uno puede experimentar en la vida: la muerte de un hijo. Sus ojos se llenan de lágrimas cuando explica despacio y en voz baja cómo la explosión de una bomba se llevó la vida del más pequeño de sus hijos, Ahmed, de cuatro años, mientras caminaba por la calle con su tía.

Los refugiados que realizan el largo y peligroso viaje de Siria e Iraq a Europa son obligados a pagar en algunos casos cantidades exorbitantes para llegar a las islas griegas.

"Pero", explica, "nuestra familia pasó momentos felices en Siria".

Antes de la guerra Naham fue profesora de educación física durante doce años en una escuela local. Su marido era contratista y fontanero. La vida les iba bien. Tenían una casa bonita y ahorros. Fueron esos ahorros los que permitieron a Naham y sus hijos huir finalmente de Siria tras la muerte de Ahmed.

"De alguna manera fuimos afortunados, porque teníamos algo de dinero", dice Naham. "El viaje es muy caro. Mucha gente sigue en Siria porque no tiene los medios para salir de allí".

De hecho, los refugiados que realizan el largo y peligroso viaje de Siria e Iraq a Europa son obligados a pagar en algunos casos cantidades exorbitantes para llegar a las islas griegas. Mucha gente debe pagar a las milicias y los grupos armados solo para atravesar los puntos de control para salir de Siria o Iraq y entrar en Turquía. Desde la frontera, las familias cogen autobuses o taxis hasta la costa turca, donde embarcan y afrontan la parte más peligrosa del viaje a través del mar Egeo.

"Pagamos a los traficantes en Izmir, en la costa turca, más de 1.300 dólares por adulto para tener un sitio en un bote, pero los niños pagaban la mitad", dice Naham. "En realidad era más bien como un globo flotante. Nos dieron una explicación de quince minutos de cómo navegar y utilizar el motor fuera de borda. Luego nos dejaron para que lo hiciéramos nosotros. Éramos los capitanes". Naham y los otros adultos pagaron 300 dólares extra para obtener lo que creían que sería un bote más robusto.

Había veintisiete personas en el barco, un tercio de ellas niños. El mar estaba agitado y hubo tres momentos en los que pensaron que volcarían. "La gente estaba aterrorizada", recuerda. "Yo no temía morir, pero tenía miedo por mis hijos. No podía dejarles morir ahí".

Después de más de cuatro horas, finalmente alcanzaron la costa de la isla griega de Cos. Desde allí tomaron un ferry a Atenas y después un autobús a la frontera con la antigua República Yugoslava de Macedonia, donde cruzaron a Gevgelija. Después de registrarse en el centro de recepción, Naham y su familia cogerán un tren con destino a Serbia. En última instancia, esperan alcanzar Alemania y establecerse allí, o quizás incluso pedir asilo en Canadá.

"No sabemos dónde iremos", dice Naham. "Pero sé que al menos mis hijos estarán seguros y, si Dios quiere, podremos empezar una nueva vida juntos con un futuro más esperanzador".